VI PARTE:
LOS 7 MITOS DEL LIBRO SAGRADO
Historias de la Biblia
El gran libro reúne todo tipo de textos: legales, litúrgicos, sagas, leyendas, poemas, fábulas, profecías, crónicas, relatos y hasta anécdotas e historietas, algunas muy populares.
Por Jaime Vázquez Allegue, doctor en Teología Bíblica y periodista
Todos los géneros literarios están presentes en la Biblia pero, a lo largo de las generaciones, lo que mayor difusión ha alcanzado han sido ciertos mitos y leyendas con forma narrativa. Durante siglos, las historias de la creación del universo, de Adán y Eva como los primeros pobladores de la Tierra, del Diluvio Universal y el Arca de Noé, del Éxodo de los israelitas por el desierto con Moisés a la cabeza, de Abraham como el primer patriarca, del Arca de la Alianza y sus misterios y de los profetas como intermediarios entre Dios y el pueblo elegido han fascinado a creyentes y escépticos por su fuerza simbólica y su capacidad de evocación. Dichas narraciones, lejos de ser crónicas reales o descripciones históricamente ajustadas, tuvieron en su origen una intención común: la de fundar y transmitir la identidad cultural y la tradición religiosa del pueblo hebreo. Para ello, los autores echaron mano de cuanto tenían a su alcance: fábulas literarias que circulaban por la época, mitos provenientes de la tradición oral, leyendas presentes en otras culturas, como la sumeria, y también, en ocasiones, elementos históricos que otorgaran credibilidad a los acontecimientos narrados. Son las siete historias del Antiguo Testamento que se recogen en este Dossier.
...Y al séptimo día descansó
Los primeros capítulos de la Biblia describen la creación del universo. En el Libro del Génesis encontramos dos relatos distintos sobre los orígenes del mundo y el proceso de creación y ordenación de todo lo existente. Los dos relatos están uno detrás del otro (Gen. 1,1-2,4a y Gen. 2, 4b-25). Son obra de autores diferentes y fueron escritos en épocas distintas y en lugares independientes. Alguien que conocía estas dos historias las unió en un momento determinado, sin imaginarse que se convertirían en el comienzo de un gran libro sagrado, en el inicio de la Biblia, referente para las tres grandes religiones monoteístas (judaismo, cristianismo e islam).
Orígenes mitológicos.
Antes de que el pueblo de Israel creara su propia visión sobre la creación, otras culturas ya se habían esforzado por dar una respuesta a los grandes interrogantes sobre el sentido de la vida, la relación con los dioses, los orígenes de la humanidad, de dónde venimos y adonde vamos. El deseo de comprenderse remontándose a los orígenes no era un juego pueril, ya que afectaba al misterio de la existencia humana.
Los relatos sobre la creación que aparecen en la Biblia forman parte, junto a otros documentos antiguos, de una amplia colección de intentos literarios de explicar nuestros orígenes. En contra de lo que muchos piensan, los relatos de la creación no fueron lo primero que se escribió de la Biblia, sino que pertenecen a tradiciones puestas por escrito en los siglos VI y V a. C.
La lectura de otros mitos fundacionales evita reducir los relatos bíblicos de la creación a estampas como las de los viejos catecismos, opuestas a una visión científica del mundo y del ser humano. El pueblo de Israel, siguiendo el ejemplo de culturas de su entorno, asumió el género mítico como una forma de reflexionar sobre los orígenes y, en consecuencia, sobre su propia identidad. Sólo así, utilizando un lenguaje simbólico y figurado, los israelitas podían dar cuenta de sí mismos, explicar y justificar quiénes eran, de dónde venían y hacia dónde caminaban, y, sobre todo, confirmar la creencia en un único Dios en medio de un escenario tradicionalmente politeísta.
La creación según P.
El primer relato de la creación de la Biblia (Gen. 1,1-2, 4a) narra los orígenes del universo. El texto está basado en antiguas tradiciones mitológicas mesopotámicas. Su objetivo es glorificar la grandeza del Dios de Israel como único dios. El autor del relato fue un escritor hebreo anónimo identificado como P (del alemán Priester, sacerdote). Lo escribió en Babilonia entre los años 586 y 538 a. C., durante el tiempo en el que el pueblo de Israel se encontraba en el destierro.
Para este autor, la historia de la creación se estructura en siete días y concluye con la institución del sábado -día séptimo-, en el que Dios descansa para contemplar todo lo que ha hecho. Todo su relato está sometido a una estructura fija: "Y hubo tarde y hubo mañana: día primero", y así sucesivamente, lo que hace pensar que originariamente el relato era un himno o poema que se memorizaba y transmitía de forma oral de padres a hijos. En la narración, el Dios de Israel vence al caos y establece un mundo ordenado a través de su palabra, como ya sucedía en los himnos meso-potámicos y en la mitología egipcia.
Dios dice y las cosas se hacen: "Dijo Dios: Hágase... Y se hizo". Dios separa los elementos del universo para dar lugar a un cosmos organizado y habitable en el que vivan los vegetales, los animales y los humanos.
Así, Dios separa la luz de las tinieblas (Gen. 1, 4), separa las aguas que están debajo del firmamento de las de encima (Gen. 1, 6-8), separa la tierra seca de las aguas (Gen. 1, 9), separa el día de la noche (Gen. 1, 14)... Este tipo de creación por la separación también está presente en antiguos textos sumerios y en la épica babilónica, en la que el dios Marduk vence a Tiamat, la dragona del caos, convirtiendo una mitad de su cuerpo en tierra y la otra en cielo.
Los escenarios del relato recuerdan a la geografía de Babilonia. La insistencia por establecer un único Dios para el pueblo de Israel confirmaría el peligro de contaminación de las diversas divinidades que configuraban las creencias babilónicas.
La versión de J. El segundo relato de los orígenes que aparece en la Biblia (Gen. 2, 4b-25) se atribuye a un autor llamado J (Yahvista, porque llama a Dios Yahvé). Esta historia de la creación es parecida a la primera y refleja las preocupaciones de una sociedad campesina: antes de la creación, el mundo era un desierto sin lluvia ni seres humanos para trabajar la tierra. Pero, a diferencia de la otra, incluye una descripción detallada de la creación del hombre y la mujer. Un Dios antropomórfico forma a Adán, el primer hombre, del polvo de la tierra y a Eva, la primera mujer, de la costilla de Adán (Gen. 2, 21-22). De esta forma, el relato copia las imágenes de la formación de los humanos con arcilla que aparecen en la mitología asiría y egipcia. Aunque la historia conserva elementos muy antiguos, la redacción definitiva se realizó en el exilio de Babilonia. Si el primer relato de la creación termina con la institución del sábado como día de descanso, el segundo concluye con la institución social del matrimonio (Gen. 2, 24). Como en el primer caso, los escenarios se sitúan en la confluencia de los ríos Tigris y Eufrates, la geografía de Mesopotamia, en donde se encontraban los israelitas desterrados.
Expulsados del Jardín del Edén
El relato del nacimiento del género humano fijaba los conceptos de matrimonio y pecado valiéndose de leyendas ancestrales.
Según se relata en el Libro del Génesis, Dios hizo brotar un jardín en una zona geográfica llamada Edén. Por el jardín pasaba un gran río con cuatro afluentes, el Pisón, el Gui-jón, el Tigris y el Eufrates (Gen. 2). Si bien los dos primeros no han sido identificados, el Tigris y el Eufrates se encuentran en Mesopotamia.
El mismo relato cuenta que Dios modeló a Adán, el primer hombre, con barro del suelo. De una de sus costillas hizo a Eva. Los dos vivían en el Paraíso (traducción griega del nombre hebreo Edén). Todos los días, por las tardes, Dios acostumbraba a visitarlos y a charlar con ellos. Adán y Eva, que eran vegetarianos, se alimentaban con los frutos de los árboles del Paraíso, excepto los de dos árboles de los que Dios les había prohibido comer: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Los dos permanecían desnudos sin avergonzarse y en un estado de inocencia y ociosidad primitiva hasta que, tentados por la serpiente, comieron el fruto del árbol del bien y del mal (el texto no especifica de qué tipo de árbol se trataba, de ahí que la identificación del fruto con una manzana forme parte de la tradición popular), desafiando el mandato divino que les había prohibido comer los frutos de aquel árbol. El resultado: Dios expulsó del Paraíso al hombre y a la mujer para evitar que siguieran transgrediendo sus mandatos y comieran los frutos del otro árbol, el árbol de la vida, que les otorgaría el don de la inmortalidad y los convertiría en seres casi divinos.
El mito fundacional. La historia de Adán y Eva que ha llegado a nosotros en el Libro del Génesis fue escrita por un autor anónimo durante la estancia del pueblo de Israel en el exilio de Babilonia. Además del lenguaje propio de la época y de otros muchos elementos literarios que sitúan la narración en el tiempo del destierro y en aquel escenario, volvemos a encontrarnos con las imágenes de los relatos de la creación: los ríos Tigris y Eufrates y las alusiones a la frondosidad del jardín sólo podían situarse en la región de Mesopotamia.
La intención del autor del texto era, como en el resto de los escritos relacionados con la creación, transmitir a las nuevas generaciones signos de identidad propios del pueblo hebreo: en un contexto politeísta, la insistencia en que el Dios de Israel era uno; en un escenario de exilio y destierro, las descripciones de lugares frondosos, vergeles, jardines regados y paraísos. La historia de Adán y Eva pretendía asimismo explicar el origen del mal, la razón última por la que el pueblo de Israel se encontraba en el exilio, alejado de su tierra, y las consecuencias del castigo divino.
Creación vs. evolución.
Así, creando una historia como la de Adán y Eva, el autor conseguía dos objetivos: insistir sobre las generaciones futuras en la creencia del pueblo de Israel en un único Dios (en un entorno, el de Babilonia, pródigo en todo tipo de creencias y divinidades) y explicar a los más jóvenes las consecuencias que traía incumplir los preceptos y mandatos establecidos por ese Dios. No obstante, el relato mítico de Adán y Eva pronto fue sacado de su contexto y convertido por la Iglesia en testimonio histórico fidedigno de los orígenes de la humanidad, un error que ha derivado en un enfrentamiento irresoluble entre la fe y la ciencia, la religión y el evolucionismo. Hoy, cuando la ciencia ha demostrado que el ser humano ha ido evolucionando a partir de especies inferiores, que van desde el Australopitecus al Homo sapiens pasando por el Homo erectusy el Homo habilís, hasta llegar al hombre actual, el debate sobre los orígenes del ser humano enfrenta a posturas creacionistas y evolucionistas de difícil conciliación. Sólo si reconocemos que el objetivo que tenía el autor del relato de Adán y Eva, así como la intención de los autores de los relatos de la creación, era transmitir una identidad y una cosmogonía a las nuevas generaciones judías, en un contexto hostil, distinto y distante (la Babilonia politeísta), podremos hacer compatibles las teorías científicas sobre el origen y la evolución humanas con las narraciones míticas y legendarias de la Biblia.
Un pecado mal entendido. Otro de los errores más difundidos es la identificación del llamado "pecado original" con el sexo. El relato de Adán y Eva termina con la afirmación: "Los dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro" (Gen. 2, 25); y, más adelante, confirmado el castigo divino, el autor dice: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (Gen. 3, 7). La confusión, transmitida a lo largo de las generaciones, identifica el castigo divino con el hecho de haber tenido relaciones sexuales. Sin embargo, Dios castiga a la pareja del relato por haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal, lo que se interpreta como un intento de ser como dioses. En ningún momento se relaciona la expulsión del Paraíso y el castigo divino con el sexo, como se ha venido malinter-pretando a lo largo de los siglos.
El Jardín del Edén que se describe en el Génesis estaba lleno de árboles frutales. Según el relato bíblico, Adán y Eva podían comer los frutos de todos ellos menos de dos: el árbol de la vida, de cuyos frutos se desprendía la inmortalidad, y el árbol del conocimiento del bien y del mal, de cuyos frutos se desprendía la sabiduría absoluta. Tanto la inmortalidad como la sabiduría sólo podían ser atributos divinos: de ahí la prohibición establecida por Dios.
Un hombre justo frente al Diluvio
El episodio del Arca de Noé fue escrito, muy probablemente, durante el exilio judío en Babilonia: en la región mesopotámica, las inundaciones eran frecuentes y circulaban mitos similares desde tiempos de los sumerios.
La historia del Arca de Noé se enmarca en el relato del Diluvio Universal que encontramos en el primer libro de la Biblia (Gen. 6-9). Después de las narraciones de la creación y de las historias de Adán y Eva, el Diluvio es otro de los relatos legendarios escritos por un autor anónimo durante el exilio que vivió el pueblo de Israel en Babilonia en el siglo VI a. C. Como sucedía en los casos de la creación y de
Adán y Eva, el autor del texto tomó elementos prestados de las tradiciones mesopotámicas para confeccionar su peripecia.
Los relatos de Adán y Eva, así como el de Caín y Abel, eran historias con ñnal trágico. Sin embargo, la historia del Diluvio Universal, con el tema del Arca de Noé, pretendía ser un "borrón y cuenta nueva" por parte de Dios. Para la mentalidad bíblica, algo en el proceso de la creación no había salido bien, algo que tenía que ver con el origen del mal. Por esa razón, la historia del Arca de Noé desempeña la función de una segunda creación, una nueva oportunidad.
La narración del Diluvio escenifica la decisión divina de destruir todo lo creado y volver al punto de partida inicial. Para el autor del texto, la corrupción progresiva que se había extendido por el mundo fue la razón por la que el creador se convirtió en destructor, aunque, al mismo tiempo, mostró su rostro más compasivo mitigando su castigo, al ofrecer una segunda oportunidad a la humanidad a través de la salvación de Noé y su familia y de una pareja de representantes de cada especie animal. La repoblación parece ser, a ojos del autor del texto, la mejor forma de comenzar de nuevo.
El Diluvio, un tema recurrente.
Nunca se ha dado una inundación que haya sumergido toda la tierra. Sin embargo, todas las culturas antiguas cuentan con mitos, sagas y epopeyas en los que las grandes riadas determinan sus historias. El relato del Arca de Noé es una más de las muchas versiones del mito de las inundaciones que circulaban por Mesopotamia desde los tiempos de los sumerios (2500 a. C.). La estructura en todos estos relatos es la misma: uno o varios dioses desencadenan un diluvio, que destruye todo lo que existe en el mundo. Sin embargo, un hombre justo es advertido de antemano y construye una nave en la que sobrevive con su familia, para que repueble la tierra una vez que haya acabado el castigo divino.
Una versión sumeria del Diluvio narra cómo la asamblea divina decide destruir a la humanidad en contra de algunos dioses. Ziusudra, un hombre piadoso, es informado de la decisión por el dios Enki. El diluvio hace estragos durante siete días y siete noches, pero Ziusudra se salva, y con él toda su familia. En la tablilla XI del Poema de Gilgamesh (haciael 2000 a. C.), los dioses decretan un diluvio. Ea, uno de los dioses, avisa a Utnapistim para que construya una embarcación siguiendo sus indicaciones. Utnapistim tarda siete días en construir el barco y lo llena de provisiones. Junto con la parentela de Utnapistim, suben a la embarcación unas bestias del campo y representantes de las criaturas salvajes. Estalla la tempestad y al séptimo día llega la calma. La embarcación encalla en el monte Nisir (en el relato bíblico, el monte se llama Ararat) y Utnapistim suelta una paloma, una golondrina y un cuervo (en el relato bíblico, Noé envía un cuervo y una paloma). Las dos primeras aves regresan pero el cuervo no vuelve, confirmando el cese del diluvio y el final del castigo de los dioses. Terminada la gran inundación, Utnapistim realiza ofrendas y sacrificios a los dioses, en agradecimiento por haberse salvado del exterminio.
Como sucedía en los relatos de la creación y en las descripciones del Paraíso de Adán y Eva, el escenario del Diluvio vuelve a ser Babilonia. Igual que en las ocasiones anteriores, el autor del texto se encuentra entre el Tigris y el Eufrates, en una tierra fértil, húmeda y bien regada por los grandes ríos de la región mesopotámica: un lugar en el que las lluvias torrenciales eran habituales y las inundaciones, frecuentes. El autor del relato bíblico del Diluvio, por tanto, escribió su historia durante el exilio de Babilonia (586-538 a. C.), haciéndose eco de las viejas leyendas que circulaban en su entorno y adaptándolas a las tradiciones del pueblo hebreo.
En busca de la Tierra Prometida
Moisés es una figura literaria que hunde sus raíces en las leyendas del duro destierro egipcio de los judíos, cuando su identidad estuvo a punto de desintegrarse.
La experiencia del Éxodo de Egipto, el paso por el desierto y la alianza del Sinaí son elementos capitales en la fe del pueblo hebreo. Para Israel, el Sinaí es punto de referencia trascendente: contacto con Dios, experiencia de libertad, sensación de unidad y justificación de la lucha por una Tierra Prometida, "la tierra que mana leche y miel".
Durante muchas generaciones se ha interpretado la salida de los israelitas de Egipto, el paso del Mar Rojo y el recorrido por el desierto como el momento de la configuración de Israel, su toma de conciencia como pueblo, como nación. Sin embargo, al margen de lo que dice la Biblia, no hay ningún documento que confirme la historicidad de los acontecimientos relacionados con el Éxodo y la figura de Moisés. ¿Podemos intentar reconstruir la cronología de esta larga marcha que narra la Biblia? La tradición bíblica (libros del Éxodo y del Deuteronomio) describe con detalle los momentos más importantes del suceso como parte de un acontecimiento histórico; el resto del Antiguo Testamento y algunas alusiones del Nuevo Testamento remiten constantemente al Éxodo como realidad histórica pasada. Sin embargo, la narración bíblica carece de datos que nos permitan hacer una reconstrucción cronológica de los hechos. El mismo itinerario que se reñere carece de toda lógica, lo mismo que el tiempo -de carácter simbólico- de cuarenta años caminando por el desierto y que una buena parte de las descripciones que van apareciendo en la narración. Se trataría de un programa perfecto si no fuese por la ausencia de documentación extrabíbli-ca que confirme alguno de cada uno de los acontecimientos que se van describiendo en este itinerario hacia la libertad. Una de las pruebas que más cuestionan la historicidad del texto es, como ya se ha dicho, el itinerario que siguieron los israelitas tras su salida de Egipto. El paso del mar es determinante para trazar sobre un plano el recorrido por el desierto. La Biblia no ofrece datos precisos que nos ayuden a clarificar el trayecto. En ninguna ocasión el texto bíblico alude al Mar Rojo. Las traducciones de la Biblia tienden a utilizar la fórmula "mar de los juncos".
¿De qué mar estamos hablando? Caben tres posibles localizaciones: la primera sitúa a los israelitas pasando por el Mar Rojo; la segunda se encuentra en la zona pantanosa de los Lagos Amargos, en la península que se forma en Suez; la tercera estaría en la zona de lagos del Mediterráneo conocida como Menzaléh o mar Sirbónida. Cualquiera de las tres hipótesis podría ser aceptada, pero ninguna de ellas ha sido demostrada como definitiva.
El relato bíblico dice que los esclavos hebreos que habían salido de Egipto fueron perseguidos por los carros de los egipcios (Ex. 14, 5-10). Llegada la noche, un fuerte viento descubrió una parte de la orilla de uno de los lagos de la zona, por el que cruzaron los hebreos. Al terminar la noche, el viento se había calmado y la niebla desaparecido, pero la marea había subido, alcanzando a los egipcios, impidiéndoles la persecución y dejándolos sin salida posible. El resultado, la muerte de los egipcios ante la rápida subida de las aguas.
Un relato ficticio.
El análisis del relato pone de manifiesto el carácter sobrenatural que el autor quiere otorgar al acontecimiento, con una descripción exagerada del paso de los israelitas por el "mar" entre dos murallas de agua, a derecha e izquierda, que más tarde se abaten sobre los perseguidores egipcios y literalmente se los tragan. Aunque nos encontramos ante una historia muy antigua, que con toda seguridad se fue transmitiendo de forma oral a través de las generaciones, el relato se compuso, una vez más, durante el exilio del pueblo hebreo en Babilonia (586-538 a. C.) y hasta pudo ser retocado en época posterior. La figura de Moisés es una de las más importantes de la tradición bíblica. Moisés es el prototipo de líder en defensa de una fe, de una identidad y de un pueblo. Su persona se ubica entre la figura humana y el aspecto mitológico que le da el hecho de que la tradición lo sitúe dialogando con Dios. Su papel de mediación entre Yahvé y el pueblo hebreo le otorga el carácter de representante máximo de la palabra autorizada por Dios. Por esa razón, la tradición ha atribuido a su persona la autoría de la Toráh -Ley de Moisés-. Sin embargo, nos encontramos ante un personaje del que no hay ninguna referencia fuera de la Biblia. A pesar del rigor y la minuciosidad que tenían los egipcios en la época de los faraones a la hora de ponerlo todo por escrito, hasta las listas de compras y ventas, no hay ni una sola referencia a Moisés, a su presencia en la corte del faraón o a sus enfrentamientos contra el sucesor de éste. Llama la atención que los egipcios no dejaran este tipo de información en algún escrito o que Un pueblo esclavizado. Las duras condiciones del destierro hebreo son retratadas en esta miniatura deis. XIII.
no haya quedado referencia alguna a una persona tan notable en las crónicas de los faraones.
Los estudios han demostrado que las tradiciones sobre el Éxodo son modernas. La redacción definitiva de una buena parte de las historias relativas a Moisés tuvo lugar en el postexilio, si bien fue en el destierro de Babilonia cuando se gestó la mayoría de dichas leyendas. En el exilio, tener como punto de referencia un momento de fuerte identidad anterior a la monarquía era algo muy importante. Para los israelitas que se encontraban en Babilonia, ante la imposibilidad de recuperar su monarquía, las figuras de grandes reyes como Saúl, David o Salomón pasaron a un segundo plano y se puso por encima de ellos la figura de Moisés, capaz de gobernar sin ser rey, de estructurar la vida del pueblo hebreo siguiendo las normas establecidas por Dios y de convertirse en un modelo de conducta y un símbolo de identidad.
Novelas ejemplares para un largo exilio
En la tradición bíblica, los patriarcas fueron los fundadores de Israel, una estirpe que comenzó con Abraham y que le dio continuidad.
Las historias de Abraham y de los restantes patriarcas pertenecen a las tradiciones más antiguas de Israel. Pero, a pesar de dicha antigüedad, la mayoría de los relatos fueron redactados en el destierro de Babilonia (586-538 a. C.) con una intencionalidad pedagógica y una finalidad doctrinal: mantener la identidad del pueblo hebreo, inmerso en una cultura y una tradición diferentes.
Abraham (el primero de los patriarcas, considerado padre del judaismo) y los posteriores Isaac, Jacob, José y Judá dan nombre a una serie de narraciones patriarcales que pretenden retrotraer la historia del pueblo hebreo a tiempos inmemoriales. Durante muchos siglos, nadie dudó de la veracidad de los acontecimientos que han llegado hasta nosotros a través de los textos bíblicos. Hoy, sus leyendas no sólo no se consideran acontecimientos verídicos, sino que se cuestiona la misma existencia de sus protagonistas.
El Libro del Génesis narra la leyenda de Abraham y Sara (Gen. 11-25). La historia se sitúa en el siglo XV a. C., si bien su redacción tuvo lugar en el destierro (siglo VI a. C.). El autor bíblico cuenta que Abraham nació en Ur, Caldea. A los 75 años, abandonó su tierra sin saber adonde iba, requerido por Dios. Acompañado por su mujer, Sara, Abraham se dirigió finalmente a Canaán, la tierra que Dios le había indicado. Después de pasar por Egipto, el patriarca fundador vivió en Siquem, Betel, El Neguev, Ge-rar, Beersheba y Hebrón.
Suma de leyendas.
Allí, Dios prometió a Abraham que sus descendientes poseerían la tierra de Canaán. Como no había tenido hijos con su esposa Sara, ya anciana, Abraham se acostó con Agar, la sierva egipcia de su mujer. De esa relación nació Ismael, el que sería primogénito del patriarca. Pero sucesivos conflictos entre Sara y Agar terminaron con la expulsión de la egipcia y de su hijo. Dios renovó su pacto con Abraham, instituyendo el rito de la circuncisión como señal del mismo, y bendijo a su esposa Sara, que engendró a Isaac. Más tarde, Dios probó la fe de Abraham pidiéndole que ofreciera a su hijo en sacrificio en el monte Moriah (uno de los episodios más famosos de la Biblia). Sara murió con 127 años y fue enterrada en la cueva de Macpelá, cerca de Hebrón. Tras su muerte, Abraham tomó como esposa a Cetura, con la que tuvo seis hijos más. El relato bíblico sostiene que Abraham murió con 175 años y que fue enterrado en la cueva de Macpelá junto a su primera mujer, Sara.
La tradición bíblica identifica a los patriarcas con los padres del pueblo de Israel. En la Biblia podemos hablar de dos tipos de patriarcas:
l) los patriarcas míticos, como Adán y Eva, Caín y Abel, Noé y sus hijos...; y
2) los patriarcas hipotéticos, que se sitúan en la raíz del pueblo, como Abraham, Isaac, Jacob, José y Judá.
Los primeros son meras creaciones literarias con una finalidad concreta, relacionada con la transmisión de la identidad. Los segundos, además de esta misma finalidad, pretenden otorgar un carácter más histórico a los acontecimientos más antiguos, con un cierto grado de verosimilitud, sin que por ello dejen de ser creaciones literarias. Cronológicamente, estaríamos en el tiempo que va desde los orígenes de la humanidad hasta el tiempo de los faraones hicsos que invaden Egipto (1675 a. C.).
Es posible que los ciclos de los patriarcas tengan que ver con las tradiciones propias de diferentes lugares. Así, la historia de Abraham y Sara forma parte del entorno tradicional de Hebrón (Gen. 13-14); la historia de Isaac se sitúa en la región desértica de Beersheba (Gen. 24-26); las narraciones de Jacob pertenecen a las tradiciones populares del norte y de los santuarios de Betel y Siquem (Gen. 33-35); y el relato de José y sus hermanos estaría relacionado con la presencia de Israel en Egipto (Gen. 39-50). En un momento de su devenir histórico, el pueblo hebreo se vio en la necesidad de unir estas tradiciones. Si las historias de Abraham, de Isaac y de Jacob pertenecían a distintas tradiciones, a diferentes clanes o tribus, una forma de unificar todas aquellas leyendas era unir a los tres personajes a través de la descendencia familiar. Así, Abraham pasó a ser padre de Isaac, y éste, de Jacob. Tres corrientes míticas de procedencias diferentes quedaron unidas en padre, hijo y nieto, y las tribus a las que pertenecieron, unificadas bajo un mismo y único criterio de identidad, una sola tradición común.
Relatos populares.
Nos encontramos ante una serie de relatos de carácter ejemplarizante, auténticas "novelas ejemplares" cargadas de personajes legendarios con una intencionalidad moral. La leyenda es una relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos. Son relatos populares, nacidos del pueblo y para el pueblo, que formaron parte de la tradición oral durante muchas generaciones.
En estas leyendas se dan cita los elementos de carácter novelesco con otros creados para enfatizar la historicidad de lo narrado, para situarlo en un tiempo concreto en el que hunde sus raíces el pueblo hebreo. Los ciclos de los patriarcas de la Biblia tienen la intención de formar en unos valores, de educar en una tradición cultural. Pretenden justificar un carácter, una forma de ser, un estilo propio; en definitiva, una identidad, que es la que determina al pueblo de Israel.
El tesoro mítico más buscado
El gran cofre sagrado de los israelitas pudo existir y ser objeto de culto religioso. Sus mágicos poderes sólo son un mito literario.
El Arca de la Alianza es uno de los símbolos más fascinantes de la Biblia y de la historia del pueblo hebreo. La leyenda de su desaparición ha suscitado todo tipo de hipótesis y especulaciones, que han hecho de ella uno de los grandes enigmas de la historia de la humanidad. La literatura y el cine, además, han contribuido a difundir los misterios que siempre han rodeado a esta pieza fundamental de la iconografía y la religiosidad popular judía.
Origen e historia del Arca.
Se denomina "arca" por su forma: un recipiente o caja rectangular utilizado para guardar y conservar objetos. Los relatos bíblicos la llaman "Arca de Dios", "Arca del Testimonio", "Arca Santa" o "Arca de la Alianza". La referencia a la alianza es una alusión al pacto establecido entre Dios y Moisés en el Sinaí, del que da cuenta el Libro del Éxodo. El Arca de la Alianza entra en escena de improviso, al pasar los israelitas el Jordán (Jos. 3), y en la conquista de Jericó (Jos. 6): en ambos episodios se refieren sus supuestos poderes, que aquietan las aguas y ayudan a derribar las murallas.
Los libros bíblicos de Samuel y Reyes cuentan la historia del recipiente sagrado. A través de ellos descubrimos que estaba depositada en el Templo de Silo, donde la familia del sacerdote Eli cuidaba de ella. Cuando el pueblo hebreo se veía sometido a alguna guerra o algún en-frentamiento, el Arca era llevada al campo de batalla. En una ocasión, los filisteos se apoderaron de ella (I Sam. 4) y la pusieron como trofeo en el templo de su dios victorioso.
La leyenda bíblica cuenta que aquel trofeo les trajo tal cantidad de males y desgracias que, a los siete meses, los propios filisteos decidieron devolverla (I Sam. 6). De nuevo en manos de los hebreos, el Arca fue depositada en Bet-Semes, en donde provocó que cayeran innumerables calamidades sobre el pueblo. Los propios habitantes del lugar deci-
dieron deshacerse de ella y la restituyeron a su santuario primitivo en la ciudad de Silo. Al poco tiempo, la ciudad de Silo fue destruida.
En tiempos del rey Saúl, el Arca fue trasladada primero a Guibá, en donde se encontraba Ajiyyá, un descendiente de la familia sacerdotal que había cuidado de ella en Silo. Posteriormente fue llevada a Betel. Allí permaneció unos años en el santuario hasta que el sucesor de Saúl, David, decidió trasladarla a Quiryat-Yearim. Estuvo en la casa de un tal Abinadab hasta que el mismo rey David propuso construir un gran templo en Jerusalén adonde sería conducida (II Sam. 6). Pero su traslado ocasionó la muerte a uno de los guardias que la custodiaban. Para evitar que las desgracias afectaran a su pueblo, los israelitas decidieron depositarla temporalmente en la casa de un filisteo mientras en la ciudad de David se construía el Templo de Jerusalén, en el que encontraría su lugar definitivo (I Re. 3). Cuando el rey Salomón terminó la construcción del santuario,
el Arca fue colocada en el interior del Sancta Sanctorum (II Re. 6) y allí permaneció, convirtiéndose en el icono religioso más preciado para el pueblo hebreo. Custodiada y oculta en dicho lugar, se fue creando en torno a ella todo un repertorio de misterios y elementos mágicos que pronto se convirtieron en mitos y leyendas. Es decir, parece cierto que el Arca como objeto de culto sí existió, si bien es difícil determinar su verdadera antigüedad y el alcance real de las historias que sobre ella se cuentan en la Biblia.
¿Cómo era y qué contenia? Los textos bíblicos describen el Arca de la Alianza como una urna rectangular que podía ser trasladada en un carro o a hombros entre varias personas. El Deuteronomio afirma que Moisés construyó el Arca siguiendo las instrucciones de Dios, y el Éxodo describe sus características: se trataba de un arcón de madera de acacia de 2,5x2,5x1,5 codos. Estaba cubierta de oro por dentro y por fuera. En el exterior, a cada lado, tenía dos anillas para meter por ellas dos varales que se utilizaban para su transporte. El Arca estaba cubierta con una tapa de oro (kaporet) y sobre ella se habían fijado dos querubines de oro, uno frente a otro, con grandes alas. Durante mucho tiempo, el espacio que quedaba entre los dos ángeles estuvo considerado como el lugar más sagrado, en donde estaba Dios.
Pero su verdadero valor simbólico residía en su interior. En ella, según la Biblia, se guardaban tres elementos esenciales del devenir de Israel: las Tablas de piedra de la Ley (entregadas a Moisés por el mismísimo Dios), la vara de Aarón reverdecida y un recipiente con restos del maná con el que se había alimentado el pueblo de Israel durante su larga travesía por el desierto hacia la Tierra Prometida. Ahí es nada.
Emisarios de palabra de Dios
Abraham, Moisés, Isaías, Ezequiel, Daniel, el mismo Jesús... fueron llamados y considerados profetas. En sus libros bíblicos se refieren las visiones, andanzas y vaticinios de estos transmisores del mensaje divino.
Los llamados libros proféticos constituyen uno de los capítulos más atractivos de la Biblia. La profecía tuvo gran importancia en Israel, aunque nunca llegó a convertirse en una institución como el sacerdocio o la monarquía. Muy al contrario, fue lo más libre y revolucionario de la religión judía.
Los profetas de Israel fueron hombres y mujeres que se decían inspirados por Dios para ver la realidad con el deseo de transformarla. Estuvieron presentes junto a los sacerdotes en los actos sociales más destacados de la historia de su pueblo, como la coronación de los reyes. El mismo Jesús de Nazaret fue considerado profeta.
La palabra profeta procede del griego y deñne a la persona que "habla frente a otra" de parte de Dios. En la Biblia primigenia se usaba el término hebreo nabí, que designaba a quien era tenido por emisario de Dios o intermediario entre Dios y el pueblo. De este modo, el uso bíblico del concepto de profeta es muy amplio: Abraham (Gen. 20, 7) y Moisés (Dt. 34, 10) son llamados así, pese a no formar parte de los libros proféti-cos. Con el paso del tiempo, el término quedó circunscrito a una categoría específica: la de aquellos hombres (y también mujeres, algo poco común) que se presentaban ante el pueblo diciendo que Dios les había hablado, o se había comunicado con ellos a través de visiones o audiciones.
Muchos tipos de profetas. Los profetas procedían de todos los estamentos y clases sociales. En los libros de la Biblia encontramos profetas aristócratas o intelectuales, como Isaías; profetas sacerdotes, como Jeremías o Ezequiel; profetas labradores, como Oseas o Miqueas, que conocían muy bien los problemas y las injusticias que sufrían los trabajadores del campo; etc.
Por lo general, estos personajes gozaban de gran consideración entre el pueblo llano, ya que una de sus funciones era la de aconsejar a los reyes. Sin embargo, también hubo profetas proscritos y perseguidos, otros a los que se tomó por locos e incluso algunos que fueron asesinados, como le sucedió al profeta Jeremías. Muchos de ellos no tuvieron una vida fácil, sobre todo cuando anunciaban castigos divinos contra los poderosos a causa de su impiedad o insensibilidad con los humildes. Algunos llegaron a ser temidos, y otros lograron acumular mucho poder político.
Los textos bíblicos hablan de verdaderos y falsos profetas. Es difícil discernir qué cualidades distinguían a unos de otros, sobre todo porque algunas veces eran los mismos profetas quienes calificaban de falsos a sus competidores, con los que mantenían una gran rivalidad. Pero, en general, la Biblia considera "falsos profetas" a aquellos que arremetían contra el poder y anunciaban castigos divinos para el pueblo. Los "verdaderos profetas" eran, pues, los que anunciaban la esperanza y tiempos mejores para Israel. En la época de los patriarcas no tenía sentido ser subversivo, ya que no había reyes. Pero durante la monarquía de Israel, ante la situación de autoritarismo que se fue generando, muchos comenzaron a refugiarse en la nostalgia de la época anterior. Y los profetas fueron de los primeros en denostar a los poderosos y en abogar por la vuelta a una sociedad judía que no estuviera regida por reyes ostentosos ni grandes sacerdotes.
La actitud más común entre los profetas fue discrepar del exceso de pompa de los reyes, criticar las corruptelas de sus gobiernos y oponerse a sus políticas, poniendo en aprietos a la monarquía. Así, el profeta Amos anunció el final de Jeroboán y del reino del Norte (Am. 7); Oseas fue enemigo de la monarquía como forma de gobierno, como institución contraria a Dios; los profetas Isaías y Miqueas denunciaron a los potentados de la corte (Is. 1; Miq. 3); el malogrado Jeremías condenó a los reyes de Judá (Jer. 21-23) y Ezequiel acusó al rey Sedecías de "vil criminal" (Ez. 21, 30), entre otros ejemplos.
Vaticinios y visiones.
En su acepción más popular, el profeta es una persona que tiene un don especial para predecir o conjeturar acontecimientos futuros, y algunos textos bíblicos presentan a los profetas como individuos capacitados para conocer las cosas ocultas. De este modo, Samuel consigue encontrar los asnos que se le han perdido al padre del rey Saúl (I Sam. 9); el profeta Elias presiente la muerte del rey Ocozías (II Re. l); Elíseo es consciente de que su criado Guejazí ha aceptado en secreto el dinero del ministro sirio Naamán (II Re. 5); el profeta Ajías, aun estando ciego, sabe que la mujer que acude a visitarlo disfrazada es la esposa del rey Jeroboán y predice el futuro de su hijo enfermo (I Re. 14). Y, en este sentido, el Libro del Eclesiástico escribe de Isaías: "Con espíritu poderoso previo el futuro y consoló a los afligidos de Sión, anunció el futuro hasta el final y los secretos antes de que sucedieran" (Ecl. 48, 24-25).
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