sábado, 12 de enero de 2013

LA BIBLIA - XI PARTE: La Biblia y los inicios del cristianismo



  • LA BIBLIA - I PARTE: Mucho más que un libro sagrado
  • LA BIBLIA - II PARTE: Los escenarios bíblicos
  • LA BIBLIA - III PARTE: Tierras y hombres de Israel
  • LA BIBLIA - IV PARTE: Un libro de libros
  • LA BIBLIA - V PARTE: Las huellas arqueológicas de la Biblia
  • LA BIBLIA - VI PARTE: Los 7 mitos del libro sagrado 
  • LA BIBLIA - VII PARTE: Amor, sexo y pasión en la Biblia
  • LA BIBLIA - VIII PARTE: La vida cotidiana en Jerusalén 
  • LA BIBLIA - IX PARTE: Los adversarios bíblicos de Israel 
  • LA BIBLIA - X PARTE: Héroes y heroínas de la Biblia
  • LA BIBLIA - XI PARTE: La Biblia y los inicios del cristianismo

  • LA BIBLIA - XI PARTE:
    LA BIBLIA Y LOS INICIOS DEL CRISTIANISMO
    Jesús, entre el culto y la Historia

    ¿Hijo de Dios, un profeta más o un revolucionario que quiso cambiar el mundo? 21 siglos después, la figura de Jesús sigue rodeada de enigmas.

    Por Xabier Pikaza, profesor de Arqueología de la Universidad Complutense


    En nuestra cultura, no hay quizá personaje más popular; y le recordamos incluso al contar los años: antes o después de Jesucristo. Se conoce bastante bien su vida, aunque sigue habiendo en ella huecos fascinantes (¿por qué hizo lo que hacía, por qué se dejó matar?), de manera que algunos han dicho que no pudo existir, que fue sólo un mito condensado como historia: un faraón judaizado, un héroe griego incardinado en Galilea, el avatar palestino de un dios indio... Pero tras veinte siglos, su vida real resulta más sorprendente y rica que las fantasías o dogmas posteriores.
    Muchos cristianos le han llamado y le llaman Hijo de Dios, Señor Celeste, Segunda Persona de la Trinidad...; pero él sigue siendo un rabino judío de Galilea, ajusticiado en Jerusalén en la Pascua de primavera del año 30. Se llama Jesús ("Dios salva"), como Josué/Jesús, un antiguo conquistador judío, y sus seguidores le han llamado Cristo ("mesías"), dándose así un nombre compuesto: Jesucristo.
    Debió nacer el 6 a. C., porque un tal Dionisio (470-544), apellidado Exiguo (por su poca perspicacia), fijó la fecha de su nacimiento errando en seis años, y llamó año 1 al que debía ser el 6. La trayectoria onda! de su vida ha estado modelada y manejada por teólogos y sacerdotes cristianos. En Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, entre otros países, miles y miles de historiadores neutrales han fijado al detalle su figura. No hay en el mundo personaje más estudiado, y aunque se publican cada año cientos de libros sobre su vida, tanto divulgativos como científicos, escritos por especialistas cristianos o no cristianos, su figura continúa suscitando numerosas incógnitas.


    Misterio conocido. 

    Cuanto más se le conoce, más preguntas plantea. Unos le llaman rebelde fracasado, otros anarquista, vidente o profeta ejemplar, hijo de Dios, mago sanador, alquimista oculto, poeta, amante o gnóstico asesinado... La mayoría le tiene como bueno y añade que su influjo a través de la Iglesia o fuera de ella ha sido positivo, aunque otros contestan que esta institución ha manipulado su figura para mal...
    No conocemos el día de su nacimiento, pues la Navidad (25 de diciembre, solsticio de invierno en el hemisferio norte) es una armonización simbólica de la liturgia cristiana (Jesús = sol naciente). Su vida parece sencilla, pero resulta enigmática. Era un hombre del pueblo, un artesano sin formación especializada, pero se sintió enviado por Dios como los antiguos profetas de Israel y así comenzó a proclamar la llegada del Reino Divino, lo que implicaba el fin y cumplimiento de todos los restantes reinos, incluido el de Roma. Con ese convencimiento inició una marcha mesiánica en Galilea, pero fue rechazado en Jerusalén por los sacerdotes judíos y ajusticiado por el gobernador romano.
    Fue y sigue siendo un hombre de muchos testimonios. Como es normal, su historia ha sido recogida en la memoria y en los textos de sus seguidores, que formaron la Iglesia cristiana, siempre interesada en recordar su vida, empezando por las cartas de San Pablo (años 49 a 57) y siguiendo por los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan (años 70 a 100). Estos son biografías religiosas, es decir, confesionales, para uso de la Iglesia, pero insisten en su carácter histórico, recogiendo los recuerdos de su vida y las causas de su muerte.
    Es habitual que los panegiristas y devotos posteriores tiendan a sacra-lizar la historia de sus héroes, que al final pierden casi su identidad humana. Con Jesús pasó, al menos parcialmente, lo contrario: los que primero escribieron su vida exaltaron mucho su figura, olvidando casi su base humana (como San Pablo); los que vinieron después, es decir, los cuatro evangelistas, tuvieron que esforzarse por recuperar su historia para que no se perdiera, pues pensaron que sólo siendo un hombre podía ser modelo y salvador.


    Huella histórica. 

    Los historiadores judíos y romanos del siglo I apenas le citaron, pensando que no merecía la pena recordarle, porque su figura les parecía marginal, sin importancia en la trama de su tiempo. Pero Flavio Josefo estuvo más atento y en su libro sobre las Antigüedades Judías (Ant) habló de Santiago ("hermano de Jesús, llamado el Cristo"), a quien los sacerdotes judíos asesinaron el año 63, y también de Juan Bautista y de Jesús, a quien presenta como un sabio profeta perseguido por los sacerdotes y ajusticiado por el gobernador romano (Ant. XVIII, 63-4).
    Los historiadores y políticos romanos de principios del siglo II (Tácito, Suetonio o Plinio el Joven) le recuerdan como un revoltoso ajusticiado por la autoridad romana, pero su figura les sigue pareciendo carente de importancia. Es evidente que se equivocaron. Buscaban la gran historia, los acontecimientos triunfales del Imperio, y no vieron que Jesús, un personaje en apariencia marginal, acabaría siendo más importante que los cesares de Roma. Suele suceder: tenemos la gran noticia, pero no sabemos valorarla.
    Algo semejante ocurre en nuestro tiempo: algunos han dicho que las fuentes de la historia de Jesús están ya secas y que sólo quedan huellas folclóricas y desdibujadas de su paso por la arena de la playa. Pero otros piensan que sigue más vivo que nunca: Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz, ha buscado su rostro en la niebla mañanera del Mar de Galilea; R. Bultmann, el mayor exégeta del siglo XX, sigue escuchando su voz como Palabra de humanidad; L. Tolstoi le venera como el gran Anarquista y Profeta de la Paz; F. Dostoyevski estuvo impresionado por su testimonio; y F. Nietzsche, a quien muchos consideran el mayor anticristiano, perdió su "conciencia racional" mientras quería unir a Jesús con Dionisio, Dios griego de la vida.

    Era de cambios. 

    Era un hombre especial, en una época de grandes contrastes. No fue un personaje oscuro de una provincia extraña (Galilea, Judea), inmerso en una nebulosa mágica, sino que vivió en un contexto de grandes figuras. Fue vecino y, en algún sentido, continuador de Judas Galileo, líder militar que se alzó contra el dominio de Roma en el año 6. Compartió algunos principios religiosos con los monjes esenios de la orilla del Mar Muerto (Qumrán), que anunciaban la llegada del juicio de Dios.
    Vino tras HUel (30 a. C.-10), inspirador del nuevo judaismo nacional rabínico, que es aún el gran maestro de los judíos actuales. Fue sabio como Filón de Alejandría (20 a. C.-50), que quiso vincular el judaismo con la sabiduría universal de Grecia, pero Jesús lo hizo en una línea más vital, más popular, empezando desde abajo (en la calle y en los campos), no desde la altura académica y científica.
    Vino y actuó en el tiempo justo, en los años en que se estaba incubando en Palestina la revolución que culminaría en la guerra de los años 67-70 incitada y acaudillada por un friso de personajes fascinantes que Flavio Josefo ha comentado en sus libros, que culminan con la impresionante masacre y caída de Masada en el año 73. No nació en un mundo oscuro ni fue el único que habló de Dios y de su Reino, sino que vivió en un tiempo y una tierra llena de profetas y pretendientes mesiá-nicos, enfrentados de modo directo o indirecto con el cesar Augusto o Tiberio (o con Calígula, Claudio, Nerón...), que se decían representantes de Dios. Nació en Nazaret de Galilea, aunque su familia pudo provenir de Belén de Judá, patria de David y foco de promesas mesiánicas, en un tiempo de gran conflicto social, cuando la tierra estaba pasando de una agricultura de subsistencia a una economía comercial centralizada. Su madre se llamaba María y su padre, José, y tenía por lo menos seis hermanos (cf. Me 6, 1-6). Para destacar el carácter providencial de su nacimiento, dos evangelios (Mateo y Lucas) dicen que fue concebido por obra del Espíritu Santo y que nació de una virgen, pero éste es un dato espiritual, no biológico.

    Hombre del pueblo. 

    Su familia parece haber sido religiosa, y Lucas (2, 41-52) supone que sus padres iban a orar cada año al templo de Jerusalén, donde Jesús se habría quedado por un tiempo con los rabinos. Pero el evangelio de Marcos (6,3) le presenta como artesano/trabajador y en un contexto de crisis social. Más que un intelectual de libro (como otros rabinos de su entorno), fue "obrero de lance", campesino sin campo, artesano a merced de la oferta y la demanda, en tiempos de hambre y locura política, propensos a un alzamiento que vendría poco después (años 66 - 67). Pero un día (hacia el 26) dejó su trabajo para hacerse mensajero del Reino de Dios (es decir, de su venida), en un camino donde pueden distinguirse al menos tres momentos. Siendo ya un hombre maduro (con más de treinta años), vino a la zona del
    Jordán para hacerse discípulo y colaborador de su primo, Juan el Bautista. No conocemos su vida privada, pero no debía estar casado, pues los textos hablan mucho (bien y mal) de sus familiares (madre, hermanos...), pero no de su mujer e hijos, como habrían hecho si los hubiera tenido. Pensó, como Juan, que el mundo estaba perdido, y que los hombres debían hacer penitencia (convertirse), esperando el juicio de Dios.
    Pero el juicio no llegó, y movido por una experiencia personal (cf. Me 1, 9-11), quizá tras la muerte de Juan (asesinado por el rey Antipas), comenzó a proclamar la llegada del Reino de Dios en las aldeas y pueblos de Galilea, enseñando, curando, animando y acogiendo a los expulsados del sistema para crear con ellos una "sociedad alternativa", una humanidad utópica pero muy real, donde todos pudieran ser hermanos, compartiendo tierra, comida y familia.
    Tras un tiempo descubrió que los galileos, en general, no aceptaban su proyecto, ni creían en sus signos, ni se preparaban para la llegada de Dios. Pues bien, tampoco entonces se retiró a la vida privada, sino que reaccionó de forma activa y decidió subir directamente a Jerusalén (cf. Me 8, 27 ss), para instaurar allí el Reino de Dios, purificando el templo y provocando a las autoridades.
    Llegó como pretendiente regio a una ciudad vigilada por sacerdotes judíos y soldados romanos. No vino para morir, sino para instaurar la soberanía de Dios. Pero, en un sentido externo, fracasó, pues los sacerdotes no le aceptaron ni le siguió el conjunto del pueblo. Viendo que no le recibían, tras despedirse de sus más íntimos en una última cena y prometiéndoles que tomarían la próxima copa en el Reino de Dios, Jesús fue con ellos a un huerto del Monte de los Olivos, por donde, según la esperanza judía, debía venir Dios.
    Pero Dios no vino, y Jesús fue apresado sin oponer resistencia militar, traicionado por un discípulo (Judas) y abandonado por otros (Pedro, los Doce). Los sacerdotes le entregaron a Pilato y el gobernador de Roma le condenó a muerte, acusándole de no pagar tributos, de agitar al pueblo y de querer hacerse rey (cf. Le 23, 2). Gritó mientras moría ("Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?"), pero Dios tampoco llegó en esta ocasión. Le enterraron los delegados del Sanedrín judío, con permiso de Roma, pues el día siguiente era Pascua y no podía haber cadáveres colgados en la calle.

    Origen de la Iglesia. 

    Muchos pensaron que todo había terminado. Había sido un hermoso sueño (cf. Le 24, 19-21) y Jesús un hombre bueno y de bellos ideales, pero la rueda implacable del mundo le aplastó y sólo quedó la nostalgia de su recuerdo. Pues bien, algunos de sus discípulos dijeron a los pocos días de su muerte que él estaba vivo, pues le habían visto, más real que antes, resucitado, en la gloria de Dios, y que ellos debían seguir su obra, creando una Iglesia que, de maneras diversas, ha seguido existiendo hasta el día de hoy.
    Así empezó, partiendo de Jesús, la gran aventura de la Iglesia, fundada por los discípulos que "le vieron" tras su muerte y que siguieron proclamando su mensaje. Acabó la historia de Jesús y surgió la Iglesia desde diversos centros, con Magdalena y Pedro, con los helenistas y Santiago (el hermano de Jesús), con Pablo y otros misioneros. Más que una Iglesia hubo iglesias que nacieron casi al mismo tiempo, como llamas de fue-
    go en un mismo gran bosque. Jesús no fundó directamente la Iglesia, pero podemos decir que dejó preparados varios focos de incendio: Pedro y los Doce esperando que Jesús volviera pronto en Jerusalén; las mujeres amigas, dispuestas a recuperar su amor de otra manera; los discípulos de Galilea, reinterpretando su vida; Santiago y los parientes de Jesús, recuperando su pasado; los judíos helenistas, con Pablo, deseosos de llevar el mensaje y proyecto de Jesús a todo el mundo...
    Murió Jesús y por su forma de morir (sin cumplir lo prometido) prendió en varios lugares el fuego de su Iglesia, centrado en la afirmación de que él había resucitado. Si Jesús resucitó "de hecho" (y la Iglesia es "cosa de Dios") o si las iglesias nacieron por factores meramente humanos (aunque apelando a Jesús), es algo que no puede decidirse científicamente. Comprensible y razonable es la opinión de los que dicen que Jesús no resucitó, que no es Hijo de Dios (aunque pudo ser un hombre bueno) y que sus discípulos, por tanto, no fueron más que unos ilusos. Razonable y respetable, en plano de fe, es la opinión de los que afirman que Jesús resucitó, comprometiéndose a retomar su proyecto y creando así la nueva historia de la Iglesia.

    El bautismo de Cristo.  Jesús fue bautizado por su primo Juan a orillas del río Jordán. Este cuadro del pintor renacentista Piero della Francesca simboliza el misterio cristiano de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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