lunes, 21 de enero de 2013

En busca de el Dorado


El Dorado es quizá uno de los mayores arquetipos de historias de aventuras, de tesoros perdidos, en definitiva, de esos cuentos que a todos en nuestra infancia nos gustaban, pues de alguna manera nos hacían soñar con que el mundo quizá tenía más que esconder de lo que pensábamos, con que esas historias de aventuras podían estar ahí, a la vuelta de la esquina, y muchos anhelábamos encontrar ese mapa perdido entre polvorientos libros de nuestros antepasados. 
¿Y si era real?

Diego Cortijo

Nunca he encontrado un mapa secreto, ni suspiro portesoro alguno, pero la "casualidad", la suerte, y la cabezonería, han hecho que en los últimos años me haya visto embarcado en una aventura, que casi de manera inconsciente, me ha conducido sobre las líneas de un mapa inexistente, en el que cada vez veo más cruces rojas marcando un lugar. La impenetrable selva virgen, lejos de ser un lugar de cuento, expulsa al profano, haciendo que cada envite hacia sus entrañas melle a uno cada vez más, desmoralizándolo, sintiendo la caricia de "algo mas", que parece que no llega.
¿Pero es posible encontrar algo en esa maraña imposible de cruzar? ¿Alguien alguna vez osó adentrarse en tan inhóspito lugar?
La selva tropical, muy al contrario de lo que a primera vista parece, posee unas tierras ¡n-fértiles. El hecho de que veamos esos suelos tan enraizados, donde las lianas se acumulan y los troncos adoptan esas casi tenebrosas formas, es debido a que la capa nutritiva de la selva no se encuentra en la profundidad de los suelos, sino en la misma superficie, motivo por el que, raíces, troncos y hojas se pelean por esos centímetros de suelo que no dejan avanzar al viajero.



Culturas amazónicas desconocidas

Ese ambiente tan hostil siempre ha hecho pensar que nadie podía vivir en esas tierras, que solo algunos grupos tribales nómadas eran capaces de subsistir. Pero todo eso está cambiando, y una vez más parecía que la prepotencia del hombre había superado a la capacidad de adaptación de este. Hoy sabemos que importantes civilizaciones se asentaron en plena selva y se desarrollaron creando notables núcleos que denotan un avance cultural importantísimo. Sabemos que adaptaron el terreno creando lo que se ha denominado como "térra preta", un suelo negro fértil creado artificialmente. Y hace poco nos maravillamos con lo que no dentro de mucho se considerará uno de los grandes descubrimientos de la historia, una cultura totalmente desconocida que se extendió por todo el occidente de Brasil marcando el suelo con imponentes geoglifos de cientos de metros, de perfecta traza, descubiertos solo recientemente debido a la tala de árboles descontrolada que padece esa zona.
Hasta el momento se han descubierto, gracias a la tecnología por satélite, más de doscientas formaciones, solo perceptibles desde el aire, que' se extienden por un área de más de 40.000 km'. ¿Quién sabe cuantos geoglifos más habrá bajo la intacta selva? Estos "Geoglifos de Acre", mudos testigos de un glorioso pasado selvático, nos avisan de que bajo la espesura, importantes culturas se han desarrollado, culturas que vivieron allí desde hace miles de años, remontándonos las dataciones hasta el 2000 a.C.


El contacto Inca

El poderoso y astuto imperio inca, en prácticamente cien años de historia, con un potente ejército y una sabia gestión de sus dominios, bajo enlaces matrimoniales y siempre respetando las tradiciones de aquellos lugares a los que se expandían, consiguió unificar gran parte de Sudamérica.
Los límites de tan regio imperio parecían claros, pero como todo en arqueología, un pequeño y nuevo dato puede hacer reescribirtodo. La frontera verde que delimitaba la ceja de selva o selva de altura, con la húmeda e impenetrable selva baja tropical, parecía no haber sido profanada por el mundo andino, y ese era el paradigma imperante en el mundo académico, pero había algo que desconcertaba. En muchos sitios arqueológicos importantes se veían representaciones de grandes serpientes, de jaguares y presencia de plantas y semillas autóctonas de la selva. Claramente existía un comerció con las gentes del Este, pero, ¿quienes eran aquellos que vivían al Este de los Andes, con los que comerciaban? ¿Solo un puñado de tribus primitivas? Para muchos investigadores esto era una prueba más de la real importancia que tuvieron las culturas amazónicas en el desarrollo de las culturas andinas.
Esa tierra más allá de los Andes era el Antisuyu para los incas, una de las cuatro tierras en las que se dividía su imperio. Esas tierras orientales eran la cuna de los aníi's, término que derivó en Andes, dando nombre a la imponente cordillera que daña paso a sus tierras. Y en crónicas figura cómo varios incas organizaron expediciones hacia el Este, como Topa Inca Yupangui, que a cargo de miles de individuos de esta cultura, se adentró hasta el actual río Madera, ya en Brasil, contactando con esos pueblos remotos, los chunchos, los yscayssingas... Allí establecieron nuevas rutas de comercio, nuevos dominios, y por tanto nuevos asentamientos, muchos aprovechando lo que allí había desde tiempos pretéritos.
Y no solo de crónicas hablamos, pues restos arqueológicos encontrados en el norte de Bolivia y sur de Brasil confirman la presencia inca en la zona. En pequeñas ruinas, presuntamente precolombinas, se han encontrado restos de cerámica inca y las dataciones lo confirman. No cabe duda entonces de que estos llegaron hasta el otro lado de la selva. La veda se abre entonces, pues en medio hay casi mil kilómetros de selva inexplorada.


¿El Dorado o Paititi?

Y en ese agujero negro de verde desconocido, en ese triángulo que forman las fronteras de Brasil, Bolivia y Perú, que alimentan los sueños románticos de más de un explorador... ¿qué podemos encontramos?
El mito de El Dorado se gestó a la llegada de los conquistadores españoles, que ávidos de riqueza y poder no pudieron sino sucumbir ante el patrimonio de esas gentes a las que ellos consideraban primitivas.
Imagínense como reaccionarían los españoles ante una ceremonia muisca, vestigio de una tradición muy anterior, que pudieron ver a orillas de la Laguna de Guatavita, a unos 60 km de la actual Bogotá. Un regente era cubierto de una sustancia pegajosa y era impregnado de pies a cabeza de una fina capa de puro oro. En una balsa, cubierta de esmeraldas y oro, navegaba junto con sus cuatro caciques más importantes hasta el centro de la laguna, y una vez allí arrojaban aquel festín de riquezas a las profundidades. En aquel momento "el hombre dorado" saltaba al agua y dejaba que se desprendiera de su cuerpo aquella refulgente y magnífica vestidura. Sobre las aguas del lago aparecía una hermosa mancha dorada, que lentamente se hundía hasta desapareceré los hombres regresaban después de cumplir su mágico ofrecimiento que debía atraer los beneficios divinos sobre la aldea.
Aquel hombre dorado pronto derivaría en el mito de "El Dorado" y con ello en la idea de un gran reino colmado de riquezas.
Más al sur, el propio rey del Imperio al que acababan de subyugar los conquistadores, clamaba por una oportunidad para poder sobreviviry prometió tantas riquezas como para llenar dos estancias. Así mando Atahualpa, el último inca, a sus gentes, quienes trajeron tanto oro y plata que los españoles no pudieron más que vislumbrar unas tierras más allá de donde provenía tanto metal preciado. Y comenzaron las expediciones que se adentraron en la selva, donde empezaron a escuchar un nombre que referían los nativos, Paititi.
Y parece que todo se mezcló; aquel mito de una ciudad de oro, de El Dorado, difulminó la realidad de un lugar que al parecer sí existía, un lugar que ubicaban los nativos, un lugar donde puede que se refugiaran muchos incas a la llegada de los conquistadores occidentales. Ese Paititi, a día de hoy, parece un lugar real.
Ese mito de El Dorado, infantil y pretencioso, ha hecho que el mundo académico dé la espalda a las historias de ciudades perdidas en la selva. Ya nadie habla de una ciudad de oro, pero muchos son los que no dudan de la existencia de ese Paititi, todavía escondido entre árboles y lianas. Estudiosos y catedráticos de primera íínea siguen rescatando de legajos olvidados llenos de polvo, crónicas que confirman la existencia de ese lugar perdido en el Antisuyu.

Expedición Gutioli 2012

Y como antes decía, la cabezonería me hace tratar de continuar arañando la superficie de algo que para mí ya no es mito. Digo cabezonería porque no es un viaje agradable, ni especialmente bonito. Incómoda donde las haya, la selva no le da a uno tregua y no le deja ni sentarse tranquilo en una roca. El ambiente sofocante, los insectos que no se cansan y las caminatas con el peso a la espalda no son precisamente el argumento de un bonito cuento de aventuras. Pero cuando me preguntan por qué vuelvo, siempre respondo que debo hacerlo. Me siento cerca, las informaciones convergen, y los nativos poco a poco van confiando en míy depositan informaciones muy valiosas. Ellas, las comunidades nativas, son las verdaderas conocedoras de la intrincada jungla. Con los años el trabajo va tomando forma y las rutas se abren para  un  extranjero  como yo. Quizá, una de las claves para moverse por la selva sea el pasar desapercibido lo máximo posible; uno nunca ha de ser el protagonista, porque entonces síque el entorno se vuelve hostil, las puertas se cierran, y las "casualidades" desaparecen. Siempre he ¡do solo, acompañado de nativos y gente de la zona, quienes son los verdaderos conocedores del lugar. Con paciencia, tranquilidad y humildad, los ancianos le cuentan a uno aquellas historias que sus abuelos les narraban. Historias como aquella que habla de un inca que se acostó con una mujer amarakaeri a la que protegía de su familia que le perseguía, tratando de explicar así con esta leyenda las raíces comunes entre incas y nativos amarakaeri.
Y gracias a esos periplos he podido visitar enclaves como Pusharo, una suerte de mapa pétreo que más que indicar el camino, crea más dudas a quien consigue llegar.Y poco a poco, con cuentagotas, las pistas aparecen, señalando que quizá no vamos desencaminados.
Una de esas historias que obtuve de una comunidad amarakaerí, hablaba de un lugar marcado por los incas, un gran rostro inca tallado en la roca. Como a muchas informaciones, al principio no le presté atención, pero pronto las "casualidades" hicieron acto de presencia y di con una de las personas que al parecer conocía el lugar. El hombre de familia no quería acompañarme, además no conocía la ruta pues habían ubicado el lugar por casualidad y en helicóptero cuando ayudaban a una empresa petrolera en sus estudios de campo. Para él fue como una visión y el lugar, al parecer, tenía un marcado carácter chamánico.
Ante tal idea y con todas las perspectivas de fracaso, reuní un equipo. Cuatro nativos, un guardaparque y yo, emprenderíamos la marcha hacia un lugar indeterminado. El GPS y un mapa del Instituto Geográfico Nacional serían las herramientas mas valiosas con las que contaramos, pues nadie conocía la ruta. El vasto Departamento de Madre de Dios se abría ante nosotros y sabíamos que debíamos aprovechar las "carreteras fluviales" que los ríos proporcionaban. Seguimos el curso del Río Madre de Dios y pronto nos adentramos en antiguas trochas de nativos. Estas trochas o caminos, pronto comenzaron a difuminarse y el machete se convirtió en protagonista. Cruzar tramos de bosque virgen es una tarea muy penosa. El suelo no es firme, uno siempre pisa encima de raíces y ramas podridas y apabullado por la vegetación, nunca tiene una referencia clara para ubicarse, ni siquiera son perceptibles las elevaciones de terreno y solo las piernas se percatan de que uno sube o baja. Después de varios días conseguimos llegar a un río, donde pensamos que avanzaríamos con mayor ligereza. El río arrastraba muchos sedimentos, y a esa altura todavía tenía importante caudal que no podíamos remontar, asíque nuestra ruta prosiguió tratando de avanzar a la orilla del río. El borde del cauce estaba cubierto de barro y las ramas, como espadas, invadían el río. Lo que en un principio parecía más fácil, se había convertido en una vía casi imposible en la que no podíamos dar marcha atrás. Nos hundíamos de barro por encima de las rodillas y en cada paso agotábamos casi todas nuestras energías. Avanzábamos en la linde del bosque tratando de no penetraren él, ni hundirnos en el río, y hubimos de colgarnos y descolgarnos constantemente por ramas.
Los días pasaron y el peso a nuestras espaldas hacía resentir el cuerpo.Tuvimos que utilizar una cuerda para descolgarnos de caminos casi infranqueables y el paso todavía se ralentizaba más. Al cuarto día, el camino se hacía más encañonado, y en una caída de unos 4 metros di un mal paso y me agarré colgando a una rama tratando de no precipitarme contra las rocas del río. De pronto un sonido precedió a un profundo dolor en mi brazo. Con todo mi peso y el del equipo a mi espalda, al descolgarme de un brazo, se me había salido el hombro. El dolor era insoportable y los compañeros me ayudaron a estirar el brazo. Durante bastante tiempo no fui capaz de mover el izquierdo pero el dolor pronto mitigó. Continuamos avanzando por un río cada vez más angosto.Ya no había opción y tuvimos que introducirnos de lleno en el río. A ese nivel el río era más bajo y pudimos
hacer pie con el agua a la altura de nuestro pecho. Los días eran agotadores y las noches en la tienda de campaña no eran especialmente reconfortantes. Los nativos, contentos de estar conociendo nuevos lugares, aprovechaban cualquier parada para tratar de pescar algo. Poco a poco el río llevaba menos caudal y el paso se hacía más ligero. Nos encontramos pequeñas pozas a las que debíamos saltar y por primera vez vi dudar a mis compañeros. En estos viajes yo soy el más inexperto, y siempre me fio y dejo guiar por mis acompañantes, acostumbrados a la selva, por eso cuando les veo dudar, temo. Las pozas son los lugares favoritos de las anacondas, me dicen, y hemos de tener muchísimo cuidado.



Cotejé el mapa y lo comparé con el GPS. "Creo que no vamos por el río adecuado", les indiqué a mis compañeros. Debíamos encontrar un río mucho más encañonado y pequeño. Una fina línea azul, quebrada, se dejaba ver en el mapa y decidimos dirigimos hacia allá. Tomamos un pequeño riachuelo que ascendía y se encañonaba con rapidez. El suelo estaba completamente cubierto de musgo y las aguas eran cristalinas, por un momento el paisaje nos deleitaba con una imagen de cuento, pero según seguíamos avanzando, pequeñas cascadas de agua nos cortaban el paso, hasta que llegamos a una imponente pared de unos 30 metros de altura donde el agua caía sin control. El lugar era icónico y nos tomamos un buen descanso pensando cómo atacar el obstáculo que la Pachamama, la Madre Tierra, nos había puesto.
La pequeña cuerda que llevábamos nos sacó nuevamente del apuro y nos adentramos en el bosque, pues allí el río se convertía en un hilo de agua que no podíamos seguir. A ciegas, solo miraba el GPS y marcaba la dirección. Estábamos subiendo una colina y el cansancio acumulado nos hacía parar cada pocos metros. Decidimos dejar el equipo y nos dividimos para abrirnos camino con el machete. Las piernas no podían más y a cada paso se tropezaban con lianas que aumentaban el esfuerzo de cada pisada. Ascendimos apenas 250 metros de nivel y la humedad asfixiaba. El bosque no dejaba ver más de dos metros y teníamos que cruzar por donde parecía imposible pasar. Mis compañeros se percataron de unas huellas de jaguar; las llevábamos siguiendo varias horas, así que debíamos estar muy pendientes. Finalmente culminamos la loma y tratamos de reponer todas fuerzas. Nos apretamos en una pequeña raíz, tratando de no resbalarnos pues al otro lado comenzaba a descender el terreno. De repente, un gruñido nos sacó de nuestro letargo. Era un jaguar, apenas a unos 25 metros, que inquieto trataba de entender qué narices éramos. Pasó de largo escondiéndose entre las ramas y nos recordó que allí solo éramos invitados. Comenzamos el descenso, La ruta estaba resultando infernal, y las hormigas gigantes, isula, venenosas, nos obligaban a desviarnos. Finalmente, ya desesperados, llegamos a un pequeño curso de agua cristalina donde nos lanzamos a beber.
Pensando ya en preparar el campamento, algo nos hizo continuar unos metros. Los nativos, de agudo oído, percibían algo y a escasos metros una imponente poza daba paso a una gran cascada. Después de tantos días encerrados entre el agua y los árboles, aquel paraje, como una especie de pequeño paraíso, parecía estar fuera de lugar.



Incacok, el lugar que indica el camino.

Aquel era el lugar, los ancianos me habían hablado de él, encima de esa poza debía estar aquel rostro inca.Tras varios días siguiendo las huellas del otorongo, jaguar en quechua, decidimos denominar a aquel conjunto como la "Cascada del Otorongo".
No fue hasta el día siguiente que nos dispusimos a ascender hasta el otro lado de esa colina para ver qué se escondía detrás de la cascada. El único paso era una empinada pared de arcilla que nos obligó a hacer agujeros con el machete que sirvieran de presa para el ascenso.
Nos llevó pocas horas llegar al otro lado y al alcanzar de nuevo el riachuelo, ahí estaba, serio, inquebrantable, un inca que miraba al lnti,al Dios Sol. Aquella roca era demasiado parecida a un rostro, y no a un rostro cualquiera.sino claramente a un rostro de rasgos andinos. Al acercarnos a la roca nos percatamos de que se situaba justo encima de la cascada, y desde allí, presidía la gran laguna. Qué enclave tan singular para una imagen ya de por sí espectacular. Me situé bajo la imagen, estaba justo encima de la cascada que nacía a mis pies, contemplando la magnífica laguna que se abría ante mí, y me vino a la mente una imagen, y por un momento me transporté, me vi como un chamán, dirigiendo desde tan ceremonial lugar una suerte de ritual. Sin duda no había mejor lugar para ello. En ese momento miré a mi compañero amarakaeri. ¿Cómo se dice "cara inca" en harambuk, la lengua amarakaeri? El curtido amigo me miró y me dijo: Incacok.
El rostro, aparentemente un capricho de la naturaleza, es demasiado singular. Solo se aprecia medio rostro desde el lado Sur, la otra mitad, cubierta por la vegetación, parece no continuar con la forma de la cara. Totalmente cubierto de musgo, se me hizo imposible poder detectar algún tipo de traza, pero hay demasiadas casualidades. La orientación del rostro hacia el Sol naciente, la posición presidencial ante aquel paraíso en medio de la vegetación y la imagen que de por sí deja a uno sin palabras...
Poco tiempo pude estar ante aquel portento, esa tarde la tregua de la Pachamama venció. Los nativos, recelosos de acercarse a lugares sagrados, saben que cuando uno se acerca demasiado, la Madre Tierra te cierra el paso.Y comenzó a tronar. Las tormentas nos aislaron en un trozo de barro que habíamos limpiado para poner nuestras tiendas de campaña. El río comenzó a crecer. El cielo tronaba sobre nuestras cabezas. Se hizo de noche, amaneció y volvió a oscurecerse al día siguiente sin dejar de llover ni un instante. Con todo inundado no podíamos dormir, solo esperábamos. El miedo empezó a apoderarse de mí. Lo que comenzó como una superchería cobró fuerza en mi corazón, que comenzaba a acongojarse. Jamás había presenciado una tormenta de esa magnitud, los truenos eran eternos, casi parecía que pronunciaban las palabras de alguna divinidad enfurecida por haber profanado tal lugar. Y volvió a amanecer sin detenerse la furia de la selva. Poco a poco, al tercer día, la lluvia comenzó a calmarse y esperamos a que el río bajase.
El retorno se convirtió en una odisea entre ríos, donde nadábamos a merced de la corriente, esperando no golpeamos críticamente contra alguna piedra del lecho que destrozaban nuestras piernas. Tras tantos días mojados, todas nuestras heridas se habían ulcerado, y ya temíamos por las pirañas y sobre todo por el odioso cañero, ese pez diminuto que se introduce por la uretra. Perdí una cámara fotográfica, el GPS no lo soportó y feneció y bichos de todo tipo nos picaron por todas partes. Dejándonos llevar por la corriente, al cabo de dos días llegamos a un cruce de nos. Ya con más caudal, cortamos unos troncos de topa y continuamos dos días más montados sobre ellos, nadando.
Habíamos surcado nos sin nombre, alzado hasta montañas sin nombre y descubierto parajes de ensueño. Recopilé nuevas informaciones: a tres días de ese rostro, nativos amarakaeri habían encontrado herramientas y armas de piedra. Entendí que estaba sobre la pista. Otros lugares y otras informaciones aun más importantes quedaron anotadas en mi cuaderno, "cada vez estoy más cerca", pensaba.Y un camino de piedra... un camino artificial en medio de la selva. ¿Hacia donde llevará? pero esa será otra historia.
El explorador Percy Harrison Fawcett, uno de esos locos inquietos de agrio carácter que se negaba a creer que todo estaba explicado, pereció en la selva tras un sueño. El sueño de una ciudad perdida. Y así explicaba en una carta a su hijo:
"Ya sea que pasemos y que volvamos a salir de la selva; que dejemos nuestros huesos para podrirse en ella, una cosa es indudable: la respuesta al enigma de la antigua Sudamérica, y quizá del mundo prehistórico, será encontrada cuando se hayan localizado esas antiguas ciudades y queden abiertas a la investigación científica. Porque las ciudades existen, de eso estoy seguro...".


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