sábado, 12 de enero de 2013

LA BIBLIA - VIII PARTE: La vida cotidiana en Jerusalén



  • LA BIBLIA - I PARTE: Mucho más que un libro sagrado
  • LA BIBLIA - II PARTE: Los escenarios bíblicos
  • LA BIBLIA - III PARTE: Tierras y hombres de Israel
  • LA BIBLIA - IV PARTE: Un libro de libros
  • LA BIBLIA - V PARTE: Las huellas arqueológicas de la Biblia
  • LA BIBLIA - VI PARTE: Los 7 mitos del libro sagrado 
  • LA BIBLIA - VII PARTE: Amor, sexo y pasión en la Biblia
  • LA BIBLIA - VIII PARTE: La vida cotidiana en Jerusalén 
  • LA BIBLIA - IX PARTE: Los adversarios bíblicos de Israel 
  • LA BIBLIA - X PARTE: Héroes y heroínas de la Biblia
  • LA BIBLIA - XI PARTE: La Biblia y los inicios del cristianismo

  • VIII PARTE:
    LA VIDA COTIDIANA EN JERUSALÉN
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    El escriba Esdras, autor histórico de un libro bíblico, narra aquí -en ficcionada primera persona- cómo era la vida en Israel cinco siglos antes de Cristo.
    Por Fernando Cohnen, periodista. Ilustraciones: Francisco Solé/ Fuencisla del Amo


    Me llamo Esdras, soy sacerdote y letrado, y vivo en Jerusalén. Ahora, en mi vejez, cuando tengo 70 años de edad, escribo un libro en el que colabora mi amigo Nehemías, que regresó hace poco tiempo de Per-sia, adonde acudió como representante y gobernador de Israel. Dios nos ha encargado transmitir el gobierno que debe regir la vida de nuestro pueblo, que no es otro que la teocracia. Mi escaso tiempo libre lo aprovecho para plasmar en este breviario mis orígenes y los de mi familia. Es una distracción que hace más llevadera la ardua tarea a la que me enfrento día a día junto a Nehemías.
    Hace ya mucho tiempo, Nabucodo-nosor II, rey de la dinastía caldea de Babilonia, conquistó y destruyó mi amada Jerusalén (587 a. C.). Tras la derrota, gran parte del ejército invasor regresó a Babilonia con un nutrido número de prisioneros, entre los cuales se encontraba mi abuelo Saúl, que entonces sólo tenía 7 años. Aquel descendiente del sacerdote Aarón permaneció en la gran ciudad extranjera hasta su muerte, que se produjo el año que el rey persa Ciro II invadió y conquistó Babilonia (539 a. C.).
    El exilio babilónico. Tras la victoria de Persia, muchos de mis compatriotas obtuvieron permiso del rey Ciro para volver a Palestina. Pero mi padre, Ezequías, prefirió permanecer a orillas de los ríos Tigris y Eufrates. Había prosperado mucho en el comercio y consiguió una posición muy acomodada. Su religiosidad se relajó y ya sólo le interesaban sus negocios. Regentaba varias tiendas que incrementaron el patrimonio familiar y no se sentía un exiliado en Babilonia. La patria de su padre, Israel, no la suya. Él se sentía babilonio. Pero me educó siguiendo los preceptos de nuestros textos sagrados (los Libros de la Ley, los cinco primeros de la Biblia, y también los libros de la Historia Deuteronómica).

    El nuevo Templo. En el año 516 a. C. concluyó la edificación del Segundo Templo de Jerusalen, alzado en el mismo punto donde había estado el primero y cuyo atrio exterior servía asimismo de mercado, como vemos en esta ilustración.

    Pasé mi infancia y mi juventud en esas tierras lejanas viviendo como un babilonio, pero respetando y estudiando las leyes del Señor. Dada la posición social que disfrutaba mi padre, tuve la fortuna de ser instruido por magníficos maestros judíos, babilónicos y persas. Gracias a ellos adquirí grandes conocimientos comerciales, legales y religiosos que pude aplicar años después, cuando viajé a Israel. Al morir mi padre, me ocupé del negocio familiar. En aquel entonces tenía treinta y dos años (468 a. C.).

    Pueblo elegido, pueblo maltratado.

    Recuerdo que, siendo adolescente, un maestro babilónico me contó historias terribles de los asirios, el pueblo que tanto maltrató a nuestros antepasados. Un texto grabado en una piedra pulida que se conservaba en uno de los templos de la ciudad mostraba la crueldad del rey asirio Tukulti-ninurta: "Llené con sus cadáveres las cuevas y los acan -tilados de las montañas. Amontoné sus cadáveres, como pilas de grano, junto a sus puertas. Saqueé sus ciudades y las convertí en montañas de ruinas. Así me transformé en señor del extenso territorio de los qufu". Nuestros textos sagrados recuerdan constantemente la belicosidad de Asiría, el imperio más brutal y sanguinario que ha habido sobre la Tierra. Los judíos nunca olvidaremos los innumerables ataques y las deportaciones masivas que hemos sufrido a manos de sus ejércitos, ni tampoco perdonaremos la crueldad del rey Sargón II, que destruyó Samaría, capital de Israel (s. VIII a. C.).
    Pocos meses después de morir mi padre, comencé a obsesionarme con Israel. Dios me estaba instando a fijar mis ojos y mi corazón en la tierra de mis antepasados. Mi soberano, el gran Artajerjes, rey de Persia, me llamó a palacio y me indicó que debía viajar a Jerusalen para que le informase de lo que allí acontecía. El encargo real coincidió con mi deseo de descubrir la Tierra Prometida. Tras vender todas las posesiones que había heredado de mi padre, organicé mi viaje a Jerusalen. Logré convencer a muchos compatriotas para que hicieran lo mismo y me acompañaran a lo que entonces eran Judá e Israel. El rey me proporcionó fondos y autoridad judicial para llevar a cabo mi cometido.
    Volver a la Ley de Dios. Cuando llegué a Jerusalen (458 a. C.), quedé horrorizado al descubrir que el pueblo de Israel, incluidos sacerdotes y levitas, no se había apartado de las abominaciones de sus vecinos. Enfurecido, me rasgué las vestiduras. Nuestros compatriotas contraían matrimonio con mujeres impuras, muchas de ellas descendientes de los colonos extranjeros que los babilonios llevaron a Judá y Samaría (los samari-tanos). Todos se mezclaban con todos sin reparo alguno. Las leyes de Dios se incumplían una y otra vez. Como dice el proverbio, "bendito sea Yahvé, que no me ha hecho pagano; bendito sea Yahvé, que no me ha hecho mujer".
    Los hombres de otros pueblos están tan lejos de vivir de acuerdo con sus propias leyes que casi ni las conocen. Sólo cuando cometen un delito se enteran por otros de que han violado la ley. Por el contrario, nuestro pueblo tiene una guía de conducta muy precisa. Moisés no dejó ni el más pequeño detalle a la iniciativa de quienes debían seguir sus leyes. Explicó con certeza de qué manjares hay que abstenerse o qué personas podemos admitir en nuestras vidas, y cómo han de ser nuestras mujeres. No nos dejó el pretexto de la ignorancia. Por eso me perturbó tanto ver cómo mis hermanos habían caído en pecado, olvidando los antiguos preceptos.
    Tuve que hacerles comprender que debían abandonar a las mujeres y a los hijos impuros que habían tenido fuera de las leyes de Dios. Fue duro para ellos acatar esa obligación, pero comprendieron que era la única manera de recuperar su comunión con Dios. Decidí congregar al pueblo en la explanada del nuevo Templo, cuya reconstruc-
    ción concluyó hace ya varios años (516 a. C.) gracias a los esfuerzos de Zorobabel, que desde los inicios de las obras ofreció continuos holocaustos a nuestro Señor (sacrificios en los que animales ofrendados eran quemados totalmente). Me puse en pie y les dije: "Habéis pecado al casaros con mujeres extranjeras, agravando la culpa de Israel. Ahora debéis confesaros y cumplir la voluntad de Dios. Tenéis que separaros de los pueblos paganos y de las mujeres extranjeras". La comunidad me respondió en voz alta: "Haremos lo que nos dices".


    El Segundo Templo. 

    Quedé sorprendido al ver días después que muchos de ellos vestían de cilicio, un tosco saco de color oscuro confeccionado con tejidos de pelo de cabra. Otros se ponían cenizas y tierra sobre sus cabezas. Con aquellos actos de humillación, se lamentaban sinceramente del desvarío que había guiado sus vidas en los últimos años. Las costumbres que nos legaron los patriarcas volvieron a marcar la vida doméstica del nuevo Israel, cumpliéndose la ley teocrática que impulsé junto a Nehemías y que ahora redacto para plasmarla en un libro. Desde entonces, mi objetivo en la vida ha sido fomentar la construcción de sinagogas y escuelas de escribas y fortalecer el Segundo Templo de Jerusalen, cuya estructura está dividida en atrios por una serie de murallas.
    En el nuevo altar de Dios, que se construyó en el punto exacto donde se encontraba el antiguo, ofrecemos los sacrificios de palomas para los rituales de purificación, razón por la que los mercaderes han instalado sus puestos de venta de volátiles en el atrio exterior del templo, al que pueden acceder los no judíos y sirve de mercado. En el interior ungimos con aceite a los fieles, lo que los protege contra los ataques del enemigo y los hace gratos al Señor. El aceite es muy importante para nosotros. El propio Dios se lo hizo saber a Moisés: "Toma el aceite y unge el lugar de la vivienda y todo lo que hay en ella. Unge también el altar de los holocaustos con todos sus utensilios".
    Desde la construcción del primer Templo, el aceite arde en la menorá (el candelabro de siete brazos), que representa los arbustos en llamas que vio Moisés en el Monte Sinaí. En la elección de David para ocupar el trono, el profeta Samuel ungió su cuerpo con el aceite que llevaba en un cuerno. Saúl también había sido ungido con aceite y cuando rogó a su escudero que lo matara, éste rechazó la petición: "Guárdeme de levantar mi mano contra el ungido del Señor" . De ahí la importancia que tiene para nosotros el olivo, un árbol que prende con fuerza en las mejores tierras de Israel.
    Las aceitunas maduran a finales de septiembre y su recolección se produce en la fiesta de Tabernáculos (Sucot), en la que rememoramos las calamidades de nuestro pueblo en su deambular por el desierto tras la huida de Egipto. El vino se cultiva también en todas las regiones del país y forma parte de las comidas festivas. Se rebaja con agua y a menudo se mezcla con especias o con miel. Los caldos han entrado a formar parte de la celebración de la comida sabática y asimismo del banquete pascual.


    Agricultura y ganadería. 

    En Jerusalén recuperé el gusto por todas esas cosas que conforman la buena vida, pero me sentía como un forastero en patria ajena. Tras mi infancia y juventud en Babilonia tenía que conocer las tierras que nuestros antepasados arrebataron a Canaán. Mi primer viaje fue a la ciudad de Mispá, y en el camino pude comprobar cómo transcurre la vida de los agricultores. En las casas rurales, frente a la puerta hay una gran piedra alargada sobre la que se esparce el grano, que luego se tritura con una piedra manual. Sobre ella molturan las mujeres, en las primeras horas del día, la cantidad de harina que necesitan para el consumo familiar. La agricultura es el signo externo de que Israel ha tomado posesión real de su territorio. Dios formó al hombre de la tierra de siembra y ahora nuestro pueblo vuelve a la tierra que Dios le prometió.
    Las estaciones de cultivo están marcadas por las primeras lluvias que caen en octubre, momento en que los campesinos se afanan en preparar la siembra con el arado de madera o sobre el barbecho. En invierno, las cabezas de bisontes y de cebúes permanecen en los establos y las cabras y las ovejas pastan por los montes. Las cabras nos dan su carne, su leche y su resistente pelo, con el que los artesanos confeccionan telas rústicas y tiendas. Su piel curtida nos sirve para hacer los odres en los que portamos el agua, la leche y el vino.
    Los nómadas de nuestro pueblo que todavía recorren las rutas comerciales con sus camellos y las cargas que en ellos transportan viven en tiendas fabricadas con telas de pelo de cabra, cuya textura es porosa en verano y tupida e impermeable cuando llegan las lluvias. Las telas de pelo negro de cabra protegen a sus familias de los vientos fríos del invierno. En verano, los laterales de las tiendas se levantan, facilitando la ventilación y procurando la sombra.
    La pena de lapidación. Cuando viajé por primera vez a Jericó, quedé fascinado con sus palmerales. Cada palma produce anualmente de cincuenta a sesenta hojas, cuyas fibras se utilizan para trenzar cestos y fabricar esteras. Con los dátiles se hace la miel datilera y un pan riquísimo que se conserva durante mucho tiempo. Las granadas de Jericó son también especiales. Ese es el fruto simbólico que se ofreció en la boda de Sara, hija de mi amigo Ezequiel, que pasó a ser propiedad de Samuel, un joven de cortas aptitudes que pagó el precio de la novia con varias reses de gran valor, pero que no supo proveerla ni protegerla. Dijo que ella era estéril y la repudió, contrayendo nupcias con otra joven, pero ésta tampoco le proporcionó hijo alguno.
    Yo creo que el estéril es Samuel, que ya va por su tercera esposa y sigue sin descendencia. Más grave fue el caso de Isaías, cuya mujer, Miriam, sedujo a su hermano pequeño, Yesúa. El adulterio de la mujer es mucho más reprobable que el del varón, porque ella es propiedad del marido y el eslabón de unión del pacto entre los clanes. El satán (acusador) acudió al tribunal y denunció el caso de Miriam. Sus testigos no pudieron hacer nada por ella.
    Miriam fue condenada a la lapidación, una pena capital que se aplica a todos los delitos contra Dios: la blasfemia, la idolatría, la brujería, la adivinación, la violación del sábado y otros crímenes abominables. La lapidación se realiza fuera de la ciudad. El delincuente es arrojado desde un lugar elevado y, si no muere en la caída, se le remata golpeándole con una piedra. En algunos pueblos, la lapidación se realiza sobre llano. Los testigos de la acusación arrojan la primera piedra y luego son los ciudadanos los que
    lanzan más piedras hasta acabar con la vida del condenado.
    En nuestra justicia, los testigos de la acusación y los de la defensa tienen gran importancia y deben regirse por la verdad, tal y como queda reflejado en la Biblia: "No darás contra tu prójimo falso testimonio". En los juicios que tratan crímenes que conllevan una pena de muerte se exigen dos testigos de cargo, para evitar que alguien pueda aportar pruebas arbitrarias. Ajenos a las nuevas leyes que hemos aprobado en Israel, los clanes de algunos pueblos siguen practicando la venganza de sangre. Estos clanes se basan en la ley del talión, cuyo precepto es que el castigo sea similar al delito cometido. Para ellos, la venganza de sangre es un deber que debe cumplir el pariente más próximo de la víctima o del agraviado.
    Cuando recuerdo el triste final de la joven Miriam, pienso que su suerte habría cambiado si ella hubiera hecho todo lo posible para que su marido la repudiara. Una vez libre, habría podido volcar su dedicación como mujer en su amado Yesúa. El marido que se siente ofendido por cualquier cosa que haga su esposa, por nimia que sea, tiene el derecho de divorciarse de ella. Miriam tendría que haber forzado esa situación. Podría haber abandonado la casa del marido y evitar convivir con la nueva esposa. Pero no lo hizo, y fue lapidada hasta la muerte.

    Simbologías de la sal. 

    Hay maridos que exigen a su esposa que realice una tarea imposible de cumplir. Al comprobar que ella no lo ha hecho, él ya tiene un motivo para repudiarla. Estas conductas se multiplican en Jerusa-lén y eso me preocupa. Las cartas de repudio se están convirtiendo en un instrumento de fácil manejo que conduce a un incremento de la poligamia y al abandono de mujeres sin culpa alguna. Han proliferado los escribas que, en las calles, ofrecen sus servicios para redactar libelos de repudio.
    En otros de mis viajes descubrí las aguas del Mar Muerto y las tierras que lo circundan, que son estériles. En ese sentido, la sal es un símbolo de maldición. Sobre una ciudad destruida se siembra sal, para que sea maldita. Pero la sal es también un símbolo de pureza y de permanencia. Del Mar Muerto proviene la que consumimos y la que ponemos en una presa, en la Uama de la lámpara de aceite, para hacer más clara la luz. Un grano de pimienta y de sal en la boca sirven para mitigar el dolor de muelas, y el recién nacido es frotado con sal para purificar y fortalecer su pie. También la utilizamos para conservar el pescado y algunas carnes.
    En el nuevo Israel cerramos los tratos con sal, ya que es un símbolo de duración. Por eso la Torah es la sal que sazona y da consistencia a la vida humana. De ahí que nuestro pueblo considere a los justos como la sal de la vida. Pero he de reconocer que algunos tratos cerrados con sal no se cumplen. En esos casos, el deudor debe restituir la parte del trato que ha incumplido. Si no puede hacerlo, el perjudicado tiene la potestad de vender al deudor o exigir que sea ingresado en el calabozo de los deudores.


    Los rituales de la ley. 

    Junto a la esclavitud forzosa existe también la esclavitud voluntaria, por la que el deudor se vende a sí mismo para reparar el daño causado. Pero son casos aislados. El Sanedrín (consejo de ancianos) recomienda que estos y otros delincuentes menores sean confinados en el calabozo de los deudores, tal y como ya se hace con las personas que son acusadas y deben permanecer aisladas hasta que se celebre el juicio contra ellas. En Jerusalén hay una vieja cisterna cerca del Templo y varias cuevas extramuros que sirven para estos ñnes. Los que atenían contra la propiedad privada van a dar con sus huesos en ellas. Nuestra legislación es clara al respecto:

    "No robarás. No desearás la casa de tu prójimo. No desearás su esclavo ni su esclava, ni su buey ni su asno, ni cosa alguna que pertenezca a tu prójimo".

    Somos un pueblo que damos una especial relevancia al cumplimiento de las leyes. Pero también a la alianza, que es un acto jurídico entre dos personas o dos clanes que contraen determinadas obligaciones mutuas. Para sellar una alianza se llevan a cabo una serie de ritos, que varían de una población a otra. Puede ser un banquete, hundir las manos en la sangre de un animal sacriñcado, un beso fraternal, un simple apretón de manos o el intercambio de vestidos o armas.
    En alguna aldea fronteriza con Siria todavía se practica un rito ancestral que consiste en sacrificar un animal, por ejemplo una cabra, que es partido en dos partes que se colocan una frente a otra. Los pactantes pasan entre las dos mitades portando una antorcha encendida para dar a entender que si no cumplen lo pactado les ocurrirá lo que al animal descuartizado.

    De Galilea a Oriente. 

    En aquellos viajes que hice por el país descubrí los paisajes que tantas veces me describió mi abuelo cuando vivía su exilio en Babilonia. Me hablaba de la comida, de la limpidez del cielo, de la feracidad de los campos y de la generosidad de las vides y de las higueras de Samaría. Poco después de viajar a Israel, disfruté de días de asueto en los que pude comprender el amor que sentía mi abuelo por su patria perdida. Cuando me senté por primera vez a la sombra de una parra, comprendí que la paz y el bienestar comenzaban a reinar en nuestras tierras, que son las que nos prometió Yahvé.
    Visité las feraces tierras de Galilea y su lago Genesaret, donde la pesca es un alimento cotidiano. Sus gentes fríen pescado en salazón y lo desecan para mantenerlo en conserva. De Galilea y de algunas poblaciones de la costa provienen los ejemplares que se venden en la Puerta de los Peces y el mercado del pescado de Jerusalén. Se pesca con redes que llevan adosados flotadores de corcho que sostienen un extremo sobre la superficie del agua, mientras que el otro se hunde por medio de piedras. Los peces son empujados con pértigas hacia las redes.
    Por lo que se refiere al comercio exterior, nuestro país queda alejado de las grandes vías comerciales: somos un pueblo de pastores, campesinos y artesanos que comerciamos con los productos de la tierra entre nuestras propias ciudades. Pero las caravanas de camellos conducidas por beduinos del desierto nos acercan productos variados de las tierras más lejanas. Las familias pudientes de Jerusalén, cuyos patriarcas usan túnicas de púrpura, acceden a las maravillas que provienen del lejano Oriente. Por el paso de Megiddo cruza una ruta comercial que nos comunica con nuestros vecinos y con el imperio persa, del que somos deudores.


    Jerusalén reconstruida. 

    Cuando regresé a Jerusalén, mi amigo Nehemías ya había reconstruido gran parte de las murallas de la ciudad, una tarea que pudo cumplir gracias al permiso que le otorgó el rey Artajerjes para que gobernara Judá en su nombre. La ciudad ha prosperado, pero sigue habiendo muchos mendigos en torno al nuevo Templo. Viven de la limosna, una de las tres prácticas fundamentales de nuestra piedad, junto a la oración y el ayuno. También ha crecido el número de jornaleros, que ganan el sustento con su trabajo, y el de los esclavos, que a veces viven mejor que los jornaleros. Luego están los pequeños comerciantes, los artesanos propietarios de exiguos talleres, los escribas, que se sustentan confeccionando libelos y otros escritos, y los campesinos, muchos de los cuales no cumplen las leyes de Dios. Con mi ayuda, Nehemías ha logrado que nuestra nación vuelva a cobrar el brillo que había perdido cuando Jerusalén fue devastada por las tropas de Nabucodonosor. Con Nehemías redacto ahora las normas teocráticas y las regulaciones que ya rigen desde hace años en Israel. ¿Qué ley podría ser más justa que la que atribuye a Dios el gobierno de todo? ¿Puede haber un gobierno más santo que éste? Con la nueva legislación hemos perfeccionado la labor que llevó a cabo el rey David, que fue el que a su vez perfeccionó las leyes de Moisés, el gran legislador. En los últimos años hemos forjado la unidad de la dinastía de David, convirtiendo a todas las tribus en un solo Israel, una nación regida por las leyes del Señor que cohesiona al pueblo elegido. 

    El Tabernáculo, guardián del Arca

    Los israelitas construyeron un santuario móvil que les permitiera guardar y transportar los elementos más sagrados de su religión. El llamado Tabernáculo (en hebreo, Mishkán, que significa "morada") albergaba el Arca de la Alianza, que contenía las Tablas de la Ley -entregadas por Dios a Moisés con los Diez Mandamientos-, una muestra del maná caído del cielo y la vara de Aaron reverdecida. Tanto el Arca como su contenido simbolizaban el pacto establecido por Dios con el pueblo judío.
    El Tabernáculo era una especie de tienda de campaña rectangular, de 13,7 m de largo, 4,6 m de ancho y otros 4,6 m de alto, que se apoyaba sobre una estructura de madera forrada de oro. Estaba cubierta por cuatro capas de telas y pieles que le servían a modo de techumbre. El sagrado recinto constaba de dos partes: el Lugar Santo (9,1 x 4,6 m), que contenía la Mesa del Pan de la Presencia, el candelabro de oro de siete brazos (Menorá) y el Altar de Incienso. Y el Lugar Santísimo (o Sancta Sanctorum), un cubo de 4,6 m que sólo contenía el Arca de la Alianza. Se supone que éste sería el lugar en el que Yahvé descendería para reunirse con su pueblo. A este recinto sólo podía acceder el Sumo Sacerdote; y una sola vez al año, en el llamado Día del Sacrificio. Los elegidos para su cuidado y transporte fueron los levitas o descendientes de Leví, una de las tribus de Israel, para lo que acampaban y pernoctaban en los alrededores del Tabernáculo.
    En un principio, el Arca de la Alianza, también llamada del Pacto, se guardaba en el Templo de Jerusalén, y durante las guerras se trasladaba al frente para que influyera positivamente en el curso de la batalla. Sin embargo, un mal día desapareció, probablemente durante la destrucción del Templo que tuvo lugar cuando el monarca babilónico Nabucodonosor II conquistó y saqueó la capital israelita.
    Según se detalla en la Biblia (Éxodo), el Arca estaba fabricada en madera de acacia negra revestida de oro por dentro y por fuera. Medía 1,31 m de largo por 0,78 m de ancho y lo mismo de alto. En los laterales se fijaban unas argollas, también de oro, por las que se insertaban dos pértigas para su traslado. Rodeada por una guirnalda del mismo metal en su parte superior, sobre su tapa descansaban dos querubines, también dorados, que extendían las alas sobre el cofre. Al no haberse encontrado nunca, las especulaciones sobre el posible paradero del Arca han proliferado tanto, que se han elaborado todo tipo de teorías, a cual más delirante.



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