viernes, 15 de noviembre de 2013

Unicornios


Entre las piezas más valiosas del tesoro de la reina Isabel I de In­glaterra (1533-1603) destacaba el "Cuerno de Windsor". Este, según se especifiraba en su descripción, era la verdadera asta de un unicornio, ade­más tenía la facultad de detectar y neutra­lizar venenos así como todo tipo de males. Se dice que tan singular objeto -valuado entonces en unas 10.000 libras, suma que en aquella época habría bastado para com­prar un pueblo completo- fue obsequiado a la soberana por Martin Frobisher, capitán de la Armada Británica. Tras quedar varado en la isla de Baffin, en Canadá, durante su tra­vesía en busca de nuevas rutas marítimas, Frobisher encontró el cadáver de lo que supuso era un unicornio marino enterrado en el hielo. Para probar su autenticidad, utilizó uno de los varios métodos que se empleaban en aquel tiempo: puso varias arañas venenosas en su interior; si era verdadero, los animales ponzo­ñosos deberían debilitarse y morir, lo que su­puestamente ocurrió. Como recompensa por recuperar tan admirable artículo -que déca­das después seria destruido por los puritanos al considerarlo pagano- Frobisher fue nom­brado caballero.


Tesoro exótico
Isabel no fue la única en tener un objeto de tan fabulosa naturaleza. Durante toda la Edad Media y hasta bien entrado el Renacimiento los cuernos de unicornio representaron uno de los productos más valiosos, solo poseídos por nobles, reyes y miembros del alto clero. El Papa Clemente VII (1478-1534), por ejemplo, pagó hasta 17.000 ducados para obtener el que se decía era una de las cornamentas de unicornio más bellas. Tras engrosar por un tiempo los te­soros del Vaticano, el Papa la mandó montar en un pedestal de oro macizo y la obsequió como regalo de bodas a la corte del rey de Francia por el enlace de Enrique II (1519-1559) con Catali­na de Médici (1519-1589). Otro monarca que se dice consiguió un alicorne (nombre con el que se conoce a los cuernos de unicornio) fue el zar ruso Teodoro I Ivánovich (1557-1598), quien lo adquirió poco antes de su coronación. También el reino de Dinamarca fue famoso por tener el llamado "trono del unicornio", manufacturado casi por completo con la cuerna de este enig­mático ser, y Felipe II de España (1527-1598) recibió como regalo varios de ellos, cada uno valuado en 10 o 20 veces su peso en oro.



Milagroso jamelgo
La razón de su valor se debía a su rareza -el unicornio no era un animal fácil de capturar-, así como a las propiedades curativas que se le imputaban. Se le creía una panacea capaz de acabar con todo tipo de males e incluso, en ciertos casos, con el poder de devolver la vida. También era un efectivo nulificador de todo tipo de veneno. Con tan solo unas virutas del cuerno o con posar su punta en agua conta­minada, esta se transformaba en potable o en su defecto hacía estallar los alimentos co­rrompidos. De ahí que muchos gobernantes medievales pagaran fuertes sumas con tal de conseguir estos objetos (con los que hacían confeccionar copas o platos), pues durante esa época la muerte por envenenamiento era un método popular para poner fin a las intri­gas por el poder. Dado que muchos médicos lo recetaban, algunas iglesias que lo tenían entre sus tesoros, como la de San Dionisio, en París, Francia, ponían la punta del cuerno en una fuente para que los enfermos pudieran beber la infusión. Sin embargo, conseguir tan anhe­lado apéndice no era tarea sencilla.
El primero en hablar sobre ellos fue el his­toriador y médico griego Ctesias de Cnido (segunda mitad del siglo V a. C), quien los des­cribió a partir de los relatos que le contaron viajeros indios; más tarde Aristóteles (384-322 a. C.), Plinio el Viejo (23-79) y Claudio Elia-no (175-235) harían eco del fantástico animal y su mágica cornamenta. Todos concuerdan en que se trata de seres que pocas veces se de­jaban ver y mucho menos atrapar, por lo que se convirtieron en uno de los animales más codiciados. En todo el mundo se registraban avistamientos. En Oriente, basta decir, se ha­blaba del kirin, un tipo de unicornio japonés que perforaba con su asta los corazones de los bandidos. Aunque jamás se capturó un ser vivo de este tipo, para los naturalistas su existencia estaba más que comprobada por la presencia de los cuernos. En la Antigüedad no existió una sola morfología que describiera a esta criatura. En tanto que para Ctesias era parecido a un asno salvaje de ojos azules tan grande como un caballo, para Plinio el Vie­jo tenía cabeza de ciervo, pies de elefante y cola de jabalí. Otros lo describirían como un animal blanco con cuerpo de caballo, barba de cabra, piernas de antílope y cola de león; más recientemente adoptó su actual forma, un caballo blanco. A pesar de esto los autores concuerdan en que lo que realmente lo define es su espléndido y alargado cuerno en espiral que sobresale en medio de su frente.

 

La caza del unicornio
De acuerdo con la Enciclopedia de ¡as cosas que nunca existieron, de Michael Page y Ro-bert Ingpen, los unicornios eran animales de hábitos solitarios -se decía que el macho y la hembra solo se reunían para aparearse y des­pués se alejaban- y vivían en todo el mun­do, de preferencia en zonas boscosas. Pese a su apariencia grácil y amable, el unicornio era un ser territorial, feroz, fuerte y rápido al embestir. Plinio el Viejo relataba que debido precisamente a este temperamento salvaje y agresivo, resultaba imposible capturarlo vivo.
Además eran seres extremadamente inteli­gentes. Ello explicaba por qué muchas de las expediciones emprendidas para su búsqueda terminaban en fracaso.
En la serie de siete tapices conocidos como La caza del unicornio, los cuales fueron tejidos entre 1495 y 1505 probablemente en los Países Bajos, se muestra una singular partida de caza. Varios hombres con sus perros entran en un bosque siguiendo la pista del preciado animal. Empero sus intentos son infructuosos y ni hombres ni canes pueden burlar sus defensas. En cambio, una joven virgen logra apaciguarlo, tras lo cual es sometido y capturado. Estos tapices, que actualmente son exhibidos en el museo The Cloisters, en Nueva York, narran la creencia popular sobre la debilidad de estos seres míticos hacia las jóvenes doncellas; se decía que al verlas en lugar de atacarlas los unicornios quedaban hipnotizados, entonces sumisos se acurrucaban en el regazo de la dama. Ante tal indefensión era posible cercenar su cuerno. Si bien esto no los mataba, señalan Page e Ingpen, al ser despojados de su única arma quedaban indefensos ante sus enemigos naturales, los elefantes y los leones, siendo esto lo que se creía que los habría llevado a la extinción.



Embuste medieval

A diferencia de muchas criaturas míticas de los bestiarios medievales, la creencia en el unicornio se mantuvo hasta el siglo XVIII; en aquella época todavía era posible encontrar en los recetarios de las boticas su cuerno triturado como ingrediente de medicamen­tos. Sin embargo, desde mediados del siglo XVI Ambroise Paré (1510-1590), padre de la cirugía moderna, ya había comprobado la ineficacia de este remedio y publicado sus resultados en su texto de 1582 Discur­so del unicornio. Ahí hace un repaso de los diferentes animales que probablemente contribuyeron a la leyenda y de los cuales se pudieron haber obtenido las diferentes cornamentas que circularon por Europa en ese tiempo. En realidad las astas que tanto habían conmocionado al Viejo Con­tinente eran cuernos de rino­cerontes o dientes de narval (Aíonodon monoceros), cetá­ceo que habita en el Ártico y que se caracteriza por su lar­go y torcido colmillo de has­ta dos metros de largo. Con el tiempo, y con el mayor cono­cimiento y difusión sobre dicha bestia, el unicornio por fin queda­ría relegado al ámbito de la mitología y sus antaño invaluables cuernos pasarían a ser una simple curiosidad histórica.


Santa bestia
Durante la Edad Media el mítico unicornio se convirtió en un elemento frecuente en la iconografía religiosa. Esto porque se le consideraba símbolo de pureza, de este modo era habitual que en los retablos y pinturas acompañara a los santos y santas. La creencia de que soto una virgen era capaz de amansarlo se convirtió en un tema recurrente en el arte medieval y renacentista cristiano. Al menos hasta el siglo XVI, en muchas de estas obras María es retratada con la criatura en su regazo -quien representa a Jesús-, lo que de acuerdo con Udo Becker en su Enciclopedia de los símbolos aludía al tema de la inmaculada. En otras, la caza del unicornio representaba la Pasión, por (o que se muestra al animal siendo atravesado por una lanza. Asimismo se le considera fuerte, sabio y espiritual, y aparece también como emblema de la espada o la palabra de Dios, explica Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos.




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