Durante siglos, la única forma de solventar enigmas del pasado era acudiendo a libros y documentos no siempre exactos. Hoy esto ha cambiado. Gracias a la ciencia, los misterios largamente enquistados están siendo descifrados y la Historia vuelve a reinterpretarse.
por Janire Rámila
Siempre que se reúne la Sociedad Antropológica Americana organiza una actividad multitudinaria que nadie desea perderse. Se trata de la sociedad de la última palabra y en ella los presentes rescatan un crimen o misterio histórico del pasado e intentan solucionarlo aplicando las modernas técnicas forenses. Por supuesto, cuanto más antiguo sea el caso, más interesante será su resolución. La razón es sencilla. Ciencias hoy tan cotidianas como la lexicología, la balística, la antropología forense o la dactiloscopia apenas poseen un siglo de vida. cuando no unas pocas décadas, como es el caso del estudio del ADN por lo que cuando son aplicadas a casos pretéritos que no disfrutaron de estas técnicas por ser entonces desconocidas, los resultados son del todo asombrosos. Los ejemplos son innumerables: la muerte del explorador Francisco Pizarro, el posible envenenamiento de Zachary Taylor o la leyenda sobre Anastasia Romanov. Con estas ciencias, el célebre dicho forense, "el tiempo que pasa es la verdad que huye", ha comenzado a dejar de cumplirse.
UN HOMBRE LLAMADO FRANCISCO PIZARRO
De siempre se ha sabido que Francisco Pizarro vivió como murió, espada en mano. Lo que nunca se había logrado descifrar es cómo acontecieron sus últimas horas de vida. o. más exactamente, a cuántos atacantes tuvo que hacer frente en la noche del 26 de junio de 1541, cuando un grupo de líeles soldados lo asaltaron en su residencia de Lima (Perú) para vengar antiguas rencillas. Según la crónica a la que se acuda, se hablará de entre siete y veinticinco, unas cifras que separan la simple reyerta de la batalla pura y dura, ya que es de suponer que si 25 fueron los asaltantes, seria porque Pizarro contaba con buenos amigos que lo protegían aquella noche.
Tal dilema se mantuvo hasta el año 1984, cuando un equipo de antropólogos, liderados por el doctor norteamericano William R. Maples, acudió a la catedral de Lima para estudiar unos huesos hallados durante una reforma tras uno de los muros e insertos en un sarcófago, cuyo epitafio comenzaba así: "Aqví está la cabeca del señor marqvés don Francisco Pizarra". El estupor fue tremendo, al guardar la catedral desde hacía siglos un relicario donde se custodiaba un cráneo que, se suponía, pertenecía al conquistador. Ahora, el hallazgo ponía esa atribución en entredicho. El único modo de solventar la duda pasaba por el análisis de ambos cráneos y de los huesos descubiertos.
Un dicho muy común entre los antropólogos forenses asegura que "la carne olvida y perdona las antiguas heridas, el hueso se suelda, pero siempre recuerda". Y es cierto. Como estructuras duras, pero a la vez flexibles, que son, los huesos guardan para siempre todo el daño que hayan sufrido en vida, ya sea un esguince, una rotura, un corte y, por supuesto, un apuñalamiento. No solo eso, también ciertas enfermedades quedan reflejadas en ellos, por lo que se han convertido en un arma imprescindible para resolver delitos que, de otro modo, quizá no hubieran sido esclarecidos. En el caso de Pizarro, los antropólogos forenses constataron la existencia de numerosos cortes en varias costillas, en el cubito, en el húmero, en la mandíbula, en el cráneo, en la columna vertebral, en la cuenca del ojo izquierdo... Estaba claro, los restos hallados tras el muro pertenecían al extremeño y no el cráneo venerado tanto tiempo en el relicario. Primer misterio resuelto. Y en cuanto al segundo, el del número de atacantes, los análisis revelaron que Pizarro se defendió heroicamente, pero que al final tuvo una muerte terrible y muy dolorosa. No en vano, tras ser desarmado y pedir clemencia de rodillas, sus verdugos hundieron los cuchillos una y otra vez sobre su cuerpo en un número aproximado de 14. Cifra que, sumada a la de los caídos en la refriega, se acerca a la de los 25 citados en algunas crónicas.
EL VIEJO CAMPECHANO
Por supuesto, el de Pizarro no es el único misterio histórico en el que la antropología forense se ha mostrado crucial. Como ciencia que estudia el hueso humano, sus cambios y la evolución que ha llevado a cabo a lo largo de diversas generaciones y en cada parte del mundo, su presencia es casi imprescindible en este ámbito. Basta pensar que en condiciones idóneas un cuerpo humano puede descomponerse totalmente en apenas un mes, por lo que poco quedará de él para ser estudiado en el futuro a excepción de los huesos. "La carne se descompone; los huesos perduran", es una de las máximas preferidas por el citado doctor Maples y autor de un libro de culto sobre antropología forense Los muertos también hablan (Alba, 2004).
Otros ejemplos del empleo de la antropología forense son la identificación de los esqueletos de soldados norteamericanos que aún siguen apareciendo en las selvas de Vietnam, y la de los fusilados y enterrados durante la Guerra Civil Española en campos y cunetas de nuestra geografía, donde la participación del director del Laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada, José Antonio Lorente, es más que importante. En su libro Un detective llamado ADN (Temas de Hoy, 2004), Lorente afirma que las investigaciones de enigmas históricos necesitan de una visión conjunta en la que todo es importante para esclarecer la verdad, ya sean textos escritos, declaraciones de testigos o restos orgánicos. Cuanta más información se tenga, con más claridad actuarán estos modernos investigadores del pasado. A este respecto, un caso paradigmático fue el de la muerte por posible envenenamiento del ex presidente norteamericano Zachary Taylor.
Héroe en la guerra de Texas contra México, Taylor había sido elegido presidente de los Estados Unidos ganándose el afecto de todos, hasta el punto de que sus contemporáneos lo llamaban El viejo campechano. El 4 de julio de 1850, tras regresar de colocar la primera piedra del monumento a Washington, Zachary Taylor tomó un almuerzo a base de verduras crudas, cerezas y suero de leche helado. Enseguida llegó la diarrea aguda y cinco días después, el 9 de julio, la muerte.
Pese a que su óbito precipitó la marcha hacia la Guerra Civil, nadie sospechó de un posible envenenamiento, hasta que en 1928 un libro lanzó la teoría de que tras aquel inocente almuerzo quizá se escondieran manos proesclavistas. Como prueba, su autor adujo acertadamente que los vómitos y espasmos abdominales, la diarrea y el debilitamiento progresivo coincidían con los síntomas de una ingesta no fulminante de arsénico, pero sí mortal a los pocos días. El debate se mantuvo hasta 1991, cuando el asunto retomó actualidad, hasta el punto de organizarse un equipo multidisciplinar encargado de solventar la duda. Y es que la cuestión no era baladí, ya que de haber sido envenenado, Taylor se convertiría en el tercer presidente de los Estados Unidos asesinado durante su cargo, tras Abraham Lincoln y John F. Kennedy, y el primero en orden cronológico.
Al abrir su ataúd de plomo se descubrió un esqueleto con numerosos pelos aún adheridos al cráneo, toda una suerte, ya que, a diferencia de otros venenos, en las muertes por arsénico la toxina queda depositada en el pelo y en las uñas durante largo tiempo, incluso después de la defunción. Esos fueron los elementos recogidos por los expertos junto a tejidos situados bajo el cadáver, muy importantes estos últimos porque son los que absorben los líquidos procedentes de la descomposición. El análisis fue revelador: Zachary Taylor no presentaba ninguna cantidad de arsénico y su muerte se debió a causas naturales, probablemente a una infección intestinal. Para disipar cualquier duda, los doctores John Nichols y William Hamilton, encargados del estudio, argumentaron que, de haber sido envenenado, los síntomas que Taylor presentó solo podían explicarse a través del arsénico, por lo que al no hallarse rastro de este, quedaban eximidos el resto de venenos. Si ningún testigo hubiese descrito esos síntomas, los toxicólogos que participaron en este caso hubieran tardado mucho más tiempo en averiguar qué es lo que se buscaba. Por eso, es importante disponer de la mayor información posible.
LA REVOLUCIÓN DEL ADN
La lexicología y la antropología forense son herramientas poderosas para la resolución del pasado, pero lo que sin duda ha dado las mayores alegrías ha sido el estudio del ADN o la ciencia que lo engloba, la biología forense.
Su inicio se remonta al 28 de febrero de 1953, cuando los científicos James Watson y Fran-cis Crick descubrieron la estructura en doble hélice de la molécula de ADN, constatando que esta es única en cada individuo, pero formada a partir del 50% del ADN de cada uno de sus progenitores. Ambas cuestiones, tan sencillas en apariencia, son la clave para demostrar la identidad de un individuo o su relación de parentesco con otros, aunque todos lleven siglos ya muertos. Los inconvenientes son que no se encuentren restos de los que extraer ADN o que este se halle tan degradado o contaminado que su estudio resulte imposible. Uno de los primeros casos históricos en los que se utilizó esta técnica en España fue para descubrir si los restos hallados en el transcurso de unas obras realizadas en 1994 en el monasterio de Poblet (Tarragona), correspondían con los de la reina Blanca I de Navarra. Caso complejo, ya que si realmente eran los de esta mujer, también podrían servir para identificar los de su hijo, el Príncipe de Viana, que también descansaban en ese mismo monasterio desde hacía siglos. Y es que en su supuesta tumba se hallaban hasta tres cráneos, otras tantas tibias y dos grupos de vértebras dorsales.
Para complicar aún más el asunto, otros huesos aparecidos en la iglesia de Santa María de Nieva (Segovia) también se atribuían a doña Blanca, con lo que los antropólogos se encontraron con decenas de huesos y al menos cinco calaveras que identificar. Era el turno del ADN. Un equipo formado por los genetistas Miguel Lorente, Juan Carlos Ál-varez y José Antonio Lorente estudiaron el ADN mitrocondrial de las células óseas, que es el que se transmite inalterado de la madre al hijo, llegando a una inquietante conclusión: los huesos de Poblet pertenecían realmente a tres personas diferentes y no mantenían ninguna relación materno-filial entre sí.
Lo que el dictamen aseguraba es que los restos analizados no eran en ningún caso los del Príncipe de Viana o que si lo eran, no se correspondían con los de su madre, doña Blanca. Es decir, la pertenencia a uno de estos personajes excluía al otro. Aunque hubo una tercera posibilidad, que ninguno de los restos fuesen de las personas que se supone que eran. Como hasta la fecha no se han hallado otros huesos familiares con los que demostrar la identidad de uno u otro personaje, el misterio continúa vivo.
El MISTERIO DE LUIS XVII
Un caso semejante, aunque con un final muy distinto, tuvo en vilo a Francia hasta el año 2000. La historia se remonta a enero de 1794, cuando el hijo varón del rey Luis XVI y María Antonieta fue encerrado tras la ejecución de sus padres por orden de Ro-bespierre. En una celda de la fortaleza del Temple, el que hubiera sido Luis XVII, entonces con nueve años de edad, sufrió todo tipo de privaciones hasta su muerte el 8 de junio de 1795 por tuberculosis. La crueldad de la medida y el secretismo que rodeó al entierro del infante hicieron correr el rumor de que Luis XVII no había muerto realmente, de que había logrado escapar, y de que era otro niño el que ocupaba su lugar en aquella fosa oculta.
Durante décadas, muchos fueron los que aseguraron ser el auténtico Delfín, por lo que en 1846 las autoridades se vieron obligadas a exhumar el cadáver. Aquel rudimentario análisis no extrajo nada en claro y el misterio continuó hasta el citado año 2000, cuando el profesor Cassiman, de la Universidad de Lovaina (Bélgica), y el profesor Bernard Brinkmann, de la Universidad de Münster (Alemania), examinaron, respectivamente, cabellos guardados de María Antonieta y un corazón custodiado en la cripta real de Saint Denis de París (Francia) que la tradición atribuía a Luis XVII. El enigma quedó despejado. El ADN mitocondrial de ambos restos coincidía, eran los de madre e hijo, demostrándose que el pequeño Luis
había fallecido realmente en aquella oscura e insalubre celda, seguramente solo, asustado y sin comprender lo que sucedía a su alrededor.
LA MALDICIÓN DE LOS ROMANOV
Pero ¿qué hubiese ocurrido de no haber contado con ese corazón y con los pelos de María Antonieta? Sencillo, que el misterio continuaría vigente. Y es que estos modernos investigadores actúan" muchas veces como auténticos detectives, buscando concienzudamente las pruebas necesarias para realizar sus análisis, que hospitales, coleccionistas privados y museos guardan como tesoros en sus estantes y vitrinas. Así fue como se solventó otro gran misterio que comenzó en la noche del 16 de julio de 1918, cuando la familia del zar Nicolás II fue asesinada al completo por los bolcheviques rusos en la localidad de Ekaterimbur-go. Al igual que en el caso de Luis XVII, los rumores surgieron casi de inmediato y estos hablaban de que Anastasia, la más joven de las hijas de los Romanov, había logrado huir gracias a un criado bondadoso. Pero nadie conocía su paradero. La masacre supuso tal conmoción, que en los años venideros muchas fueron las •» mujeres que aseguraron ser la princesa imperial Anastasia. De ellas, la más célebre se llamaba Anna Anderson. Su asombroso parecido físico con la princesa y sus conocimientos sobre la vida de los Romanov hicieron que muchos pensaran que estaban ante la auténtica Anastasia. Y, aunque su historia inspiró guiones de películas y libros, sus pretensiones de recuperar el trono nunca se vieron satisfechas, falleciendo como cualquier otra persona en 1984.
En aquel entonces todavía se desconocía el potencial del ADN para lograr la identificación de las personas, pero no en 1990, cuando el director cinematográfico Geli Ryabov y el geólogo Alexander Avdonin exhumaron nueve cuerpos de una cuneta de Ekaterimburgo. El ADN presente en ellos se cotejó con el de familiares directos de los Romanov, incluyendo al esposo de la reina Isabel II de Inglaterra, el duque Felipe de Edimburgo. Efectivamente, los restos pertenecían al zar y a sus hijos, pero faltaban dos esqueletos, uno sin duda el del zarevich Alexei, el único hijo varón. ¿Y el otro, el de Anastasia? ¿Podía ser cierto que Anna Anderson no hubiese mentido?
Para averiguarlo había que recurrir nuevamente al ADN, pero ahora cotejando una muestra de la propia Anderson con cualquiera de los huesos atribuidos a la familia imperial. El problema fue que Anna había sido incinerada. Comenzó entonces una búsqueda desenfrenada por parte de investigadores del Forensic Science Service, capitaneados por el doctor Peter Gilí, para hallar algún resto de la mujer, por nimio que fuera. Y lo encontraron. En 1970, Anna Anderson había sido operada en el Hospital de Charlottesville (EE.UU.), donde se guardaban restos de sus tejidos inmersos en parafina, sin duda, por la singularidad del personaje. Cuando estos se cotejaron con los rescatados de la cuneta de Ekaterimburgo se descubrió que, efectivamente, Anderson era una impostora.
Poco después se hallarían en una cuneta muy cercana a la ya mencionada las cenizas de dos cuerpos: pertenecían a los dos hijos que faltaban por localizar de Nicolás II. El misterio quedaba totalmente resuelto.
UN FUTURO PLAGADO DE INCÓGNITAS
¿Qué conclusiones podemos extraer de todos estos casos? Principalmente una, que con los datos necesarios y las técnicas adecuadas, ningún misterio histórico se resiste al avance científico. Pero también la idea contraria, que la falta de esos datos o la ausencia aún de una ciencia bien desarrollada perpetuará el enigma.
Por ello, dilemas como averiguar la procedencia de las voces escuchadas por Juana de Arco, saber si los restos guardados en Compos-tela son realmente los del apóstol Santiago o si aquel esqueleto carbonizado encontrado en Berlín pertenecía a Adolf Hitler, continuarán durante muchas décadas aún en pie.
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