La siniestra historia de Marozia de Spoleto dio origen a la leyenda de la Papisa Juana, cuya existencia aun hoy muchos no cuestionan. Sin embargo, las extravagancias y los terribles actos criminales de la verdadera “papisa” sí lo fueron y con ellos se demuestra que en ocasiones la realidad supera la ficción.
Marozia de Spoleto
La arpía del vaticano...
FUENTE: Revista española MAS ALLA DE LA CIENCIA (edición Nº 249).
En 2.000 años de historia de la Iglesia católica no es posible encontrar a una mujer que tuviera másinfluencia en los designios del papado que Marozia de Spoleto.
Fue amante del papa Sergio III (904-911), madre de Juan XI (931-936), abuela política de Juan XII (956-964) y hermanastra de Teodora la Joven, que era a su vez hija de Juan X (915- 928). La bellaMarozia estuvo implicada en el final violento de varios papas, entre ellos Juan X, e hizo y deshizo a su antojo en unos cuantos pontificados, entre ellos los de León VI (928- 929) y Esteban VII (929-931). Los brevísimos papados de ambos, que desaparecieron sospechosamente de forma nunca aclarada, dejaron libre el camino para la llegada al trono de San Pedro de su propio hijo apenas cumplidos los 20 años. Era uno de los sueños de Marozia dentro de un calculado plan de permanencia de su familia en la cúpula del Vaticano.
Su poder fue semejante a su capacidad de corrupción, intriga e inmoralidad y ni tan siquiera en tiempos de los Borgia el papado alcanzó tanto escándalo. Fueron los años conocidos como “pornocracia”, aunque muchos historiadores de la Iglesia, que tratan de olvidar lo peor de su larga historia, prefieran hablar de Edad del Hierro. Faltó poco para que la gran Marozia convirtiera el papado en monarquía hereditaria, aunque el nombramiento de los pontífices, que se impuso por designación directa y no de manera colegiada, puso en sus manos la facultad de designar, secuestrar, encarcelar o destituir –que de todo hubo– a los papas de gran parte del siglo X. La sucesión de los pontífices fue tan vertiginosa que en la vida de Marozia (de una longevidad que algunos sitúan en los 90 años) pueden contarse casi 20, además de algún que otro antipapa, con períodos reinantes que a veces no llegaban al mes.
Trío de arpías
Marozia pertenecía a la poderosa familia de los Teofilato, aunque obtuvo su influencia como consecuencia de sus tres matrimonios sucesivos con Alberico I, Guido de Toscana y Hugo de Provenza. Su padre, que oficiaba en Roma como cabeza del Senado, estaba casado con Teodora, mujer ambiciosa que había tenido una hija de su relación con el papa Juan X. Esta, que era conocida como Teodora la Joven, fue la hermanastra de Marozia. Logró una fama similar a la de su madre, ambiciosa e intrigante hasta extremos insospechados y llevó una vida licenciosa similar a la de la propia Marozia. Fue tal la memoria que quedó de las intrigas de estas tres mujeres que dio lugar a la leyenda de la Papisa Juana, que muchos defendieron como cierta hasta los tiempos de la Reforma luterana. Todavía hoy algunos estudiosos mantienen que la tal papisa existió realmente y que se trataba de una joven de procedencia inglesa o germana que se hacía pasar por hombre. Marozia nació, al parecer, en el año 892 –algunos adelantan la fecha a 890–, cuando era papa el polémico y denostado Formoso. Educada desde niña en un ambiente palaciego y muy ligado a la vida eclesial romana, siempre estuvo bajo la tutela de Teodora. El papa Sergio III, que la había visto crecer, se encaprichó de ella al cumplir los 15 años, cuando él tenía ya 45. El más conocido historiador de ese período, Liutprando de Cremona, en su crónica Antopodosis, llama a Marozia “meretriz impúdica” y otros historiadores como Flodoardo o Juan Diácono son unánimes al afirmar que mantuvo durante varios años relaciones adúlteras con el papa Sergio III, con quien tuvo un hijo, el futuro papa Juan XI. Aunque algunos cronistas de la época no mencionan la paternidad, era vox pópuli en Roma que el hijo de Marozia era fruto de su amancebamiento con el belicoso e impío pontífice. La rapidez con que se sucedían los papas –muchos de ellos morían asesinados o eran repudiados– y la confusión entre los terrenos espiritual y político hace difícil distinguir entre la leyenda y la realidad. Algunos papas, por ejemplo, llegaron a anular decretos o nombramientos de su antecesor para legislar en sentido contrario o para desposeer de privilegios o derechos adquiridos a los obispos y cardenales que no les fueran favorables. Tal fue el caso de Sergio III, que por su odio a sus inmediatamente anteriores papas (Juan IX y León V) hizo adelantar la fecha oficial de su reinado al año 898, aunque sea realmente 904. Este dato no debe inducir a equívoco en cuanto al nacimiento del hijo de Marozia y Sergio III, ya que esta dio a luz al futuro Juan XI en el segundo año de su pontificado.
Intereses matrimoniales
Cuando Teodora pensó que su hija Marozia ya había sacado todo el beneficio posible de su relación con el papa, creyó que había llegado la hora de que Sergio se olvidara de su bella amante y buscara otra joven entre las cortesanas que frecuentaban el palacio papal de Letrán (Roma, Italia). Teodora estaba empeñada en dar a su hija el peso político y social que ya no podía ofrecerle el pontífice. Pactó entonces el matrimonio de Marozia con Alberico I de Spoleto, uno de los hombres más poderosos e influyentes de Italia. Mientras tanto, el papa Sergio III, privado de su amante, polió su soledad involucrándose en asuntos más extravagantes y macabros. La influyente Teodora, con el poderoso Alberico por yerno, no cejó en su propósito de manejar los destinos de la Iglesia y de presionar para que sus favoritos alcanzaran el pontificado. Así ocurrió con Juan de Tosignano, el futuro Juan X, para quien, por intereses personales y de alcoba, consiguió el arzobispado de Rávena para que desde allí fuera promovido al trono de San Pedro. Fue, no obstante, un gran pontífice que logró, entre otras muchas hazañas, la expulsión de los musulmanes de la Península Itálica, pero haber sido amante de Teodora le valió la crítica y el recelo de importantes familias de Toscana y de Roma. Enfrentado con Marozia por los intentos de Alberico de hacerse con el control de Roma –propósito que no llegó a buen término por la prematura muerte en batalla del propio Alberico–, seguía siendo protegido por Teodora. Marozia nunca perdonó al papa y amante de su madre que la obligara a contemplar el cadáver apuñalado sin piedad y brutalmente deformado de su esposo Alberico, así que cuando Teodora murió, en 928, utilizó toda su influencia para ir contra el pontífice a quien tanto había ayudado la difunta en su carrera eclesiástica. Abatido y falto de los apoyos que lo habían mantenido al frente de la Iglesia, fue encerrado en una oscura mazmorra, donde apareció estrangulado por indicación, según se dijo, de la propia Marozia.
En busca del papa perfecto
Cuando quedó viuda por primera vez, Marozia apenas había cumplido 26 años. Su hijo mayor tenía ya 17 y se acercaba a la edad en la que podría acceder al papado. Era el gran sueño de Marozia y, al parecer, tuvo prisa en acabar con algunos pontificados para dar paso al advenimiento de quien sería Juan XI, fruto de su relación con Sergio III. Muchos son los historiadores que pasan por esos dos períodos papales como si realmente hubieran sido de puro trámite y sin que se posea dato alguno sobre la causa de su sospechosa desaparición. Todo indica que Marozia solventó a su manera la situación para que su hijo –declarada la silla vacante– pudiera ser el nuevo papa. La todavía joven Marozia se casó en segundas nupcias, en 925, con Guido de Toscana, pero el matrimonio fue breve. Gracias a su segunda viudedad Marozia pudo sumar al gran patrimonio heredado de Alberico la fortuna de su segundo marido, Guido. Era ya no solo una persona influyente, con un hijo al frente del papado, sino una de las mujeres que habían acumulado más poder y capacidad para intervenir en los acontecimientos decisivos de su tiempo. Disfrutó de los honores del Senado, del que formó parte, y en buena medida fue dueña de los destinos de Spoleto, Toscana y Provenza. Tan solo quedaba por cumplir su sueño de convertirse en reina de Italia y ser coronada emperatriz de Occidente. Los maridos no le duraban mucho a Marozia y, tras el fallecimiento de Guido, se casó con un hermanastro de este, Hugo, rey de Provenza, en 932. Aunque este estaba casado, no fue difícil obtener la nulidad. No está muy claro cómo consiguió Marozia liberarse de su marido ni Hugo de su legítima mujer, pero ambos lograron vencer todos los obstáculos para ser libres y unir sus ambiciones. Nada impedía ya que Marozia pudiera ser emperatriz y extender sus dominios a la Francia arlesiana. El propio papa disculpó a los contrayentes de todos los impedimentos canónicos y él mismo celebró, en 932, con pompa y solemnidad, la boda de su madre con Hugo.
Juan XI: el pontífice secuestrado
El pontificado de Juan XI fue, en realidad, el pontificado de Marozia. Desde el primer momento el papa estuvo recluido en sus estancias bajo la severa vigilancia de una madre que impedía que tomara decisión alguna que no hubiera supervisado ella. Los romanos apenas tuvieron ocasión de conocerlo, ya que tan solo se le permitía salir de su virtual secuestro para oficiar algunas ceremonias que requerían la presencia del pontífice. Su vida al frente de los destinos de la Iglesia fue realmente una prisión dorada en las estancias del palacio de Letrán y un caso claro de sucesivas simonías y nepotismos a cargo de su madre, Marozia. No hubo otro papa en la historia de la Iglesia más oculto y más desconocido por los romanos. De sus cinco años como pontífice nominal apenas es posible decir algo ni en el terreno doctrinal ni en ningún otro, porque fue una sombra en la borrascosa historia de un siglo impío y corrupto. Todo cambiaría, sin embargo, con la inesperada aparición del segundo hijo de Marozia, Alberico II, o Alberico el Joven, que a los 18 años de edad se propuso poner fin tanto al pontificado de su hermanastro como a la vida palaciega de su madre, Marozia. Parece ser que a ambos odiaba por igual y contra ambos arremetió de manera cruel. Conquistó Roma y endureció hasta extremos inhumanos el encarcelamiento del papa, su hermanastro, que permaneció recluido hasta el fin de sus días. No corrió mejor suerte la propia Marozia, que dio con sus huesos en la mazmorra del castillo de Sant’Angelo, convertido en cárcel romana, donde, abandonada por todos, incluido su marido Hugo de Provenza, permaneció recluida durante 15 largos años. Allí se enteró de las muertes de sus dos hijos: Juan XI, que fue enterrado en la basílica de Letrán, y Alberico, que falleció nada más cumplir los 40 años.
Exorcizada y ejecutada
No se sabe mucho de la vida de Marozia desde su ingreso en prisión, pero parece ser que a la edad de 90 años el papa León VII y el emperador Otón III, con quien estaba emparentada, creyeron que el castigo de reclusión y las privaciones de todo tipo habían sido más que suficientes. Pero Marozia, la en otro tiempo poderosa y bella Marozia, no logró reparación alguna. La piedad de ambos hacia la anciana no incluía el perdón y, tras ordenar a un obispo que la exorcizase y levantara la excomunión que pesaba sobre ella, fue ejecutada. Marozia no pudo conocer la llegada al papado de Octaviano, hijo de Alberico, que tomó el nombre de Juan XII y estuvo al frente de la Iglesia entre los años 956 y 964. De él se dice que cometió incesto con su madre, que tenía un harén en el palacio de Letrán y que se jugaba las ofrendas de los peregrinos llegados a Roma. Sus más severos enemigos lo acusaban de pagar a las prostitutas con los cálices de oro de San Pedro y se aseguraba que en los monasterios los monjes oraban por su pronta muerte. Tal era el odio hacia el papa que, temiendo ser asesinado, huyó de Roma y se refugió en Tívoli a la espera de mejores tiempos para regresar. El poderoso Otón de Sajonia, a quien coronó emperador en Roma en el año 962, se vio impedido de llevar a cabo ninguno de los acuerdos que había pactado con Juan XII y, cansado de su actitud escandalosa y del abandono de sus deberes, le obligó a volver para que fuera juzgado y acabar así con la situación de sede vacante en que había permanecido el papado desde su huida. En un sínodo convocado al efecto por el emperador, el impío pontífice fue acusado de cometer adulterio en numerosas ocasiones, de efectuar profanaciones en diversas ceremonias religiosas y de convivir en pecado con la amante de su padre y una sobrina y en concubinato con dos de sus hermanas. No faltaron otras acusaciones, entre las que no eran menores en gravedad la castración que ordenó practicarle a un cardenal, la ceguera ocasionada a su director espiritual y otras muchas de toda índole. Tampoco estaba exento de perjurio, de sacrilegio e incluso de idolatría. Ante la negativa a enmendar su trayectoria, se impuso un nuevo papa, que tomó el nombre de León VIII, pero en realidad se trataba de un impostor, ya que no era ni siquiera sacerdote, por lo que fue declarado antipapa y Juan XII, que había vuelto a Roma protegido por un gran ejército, lo expulsó. León VIII murió al poco tiempo de apoplejía, pero son muchos los historiadores que sugieren que en realidad fue asesinado. El hijo de Alberico ordenó a su vuelta mutilar o encarcelar a todos aquellos que hubieran tenido alguna relación con su exilio y decretó excomunión contra todos los que se habían mostrado partidarios de Otón. Juan XII murió en 964, tras haber permanecido, con intervalos de sede vacante, 8 años como Papa. No todos los historiadores coinciden en la causa de su deceso, pero la versión que resulta más coherente con su agitada vida es la que afirma que el papa murió de un martillazo en la cabeza propinado por un marido celoso que sorprendió a su mujer en la cama con el pontífice. Acababa de cumplir 24 años.
La curiosidad
La rivalidad entre los papas a veces hacía que se falsificaran las actas para instrumentalizar a capricho las fechas, y se adelantaba o se retrasaba en varios años el inicio de determinados pontificados para borrar o tergiversar la memoria de su antecesor.
La papisa Juana, una sugestiva leyenda
Tal fue la presencia de Marozia de Spoleto en el gobierno de la Iglesia que incluso dio pie, siglos después, a la leyenda de la Papisa Juana, a la que se daba como sucesora del papa León IV, que reinó entre 847 y 855. Según algunos historiadores, se trataba de una joven venida de Maguncia (Alemania) o de Inglaterra (Reino Unido); según otros, había estudiado en Atenas (Grecia) tras hacerse pasar por varón y llegó a impartir clases de Filosofía. Sin embargo, no hay fundamento para apoyar históricamente la existencia de la tal papisa y todo parece que se deduce del siguiente malicioso dicho popular en tiemposde Marozia: “Tenemos mujeres por papas”. Los primeros datos sobre la Papisa Juana aparecen en escritos de Martín de Polonia y en el Liber pontificalis, fuentes todas de cuatrosiglos después, aunque la leyenda alcanzó notoriedad en los escritos de Bocaccio y Petrarca. Todo indica que en el mencionado Liber pontificalis se superpuso un texto del siglo XV sobre un manuscrito del siglo XII y que se tergiversó el sentido original. Pero lo que sí es cierto es que tras morir León IV un tal Anastasio, contra el que se había dictado excomunión, fue proclamado papa, sin causa aparente que lo justificara, por un grupo de adeptos. La Iglesia siempre ha considerado a Anastasio un antipapa. Es en este intervalo, coincidiendo con el cisma del año 855, cuando algunos han querido situar a la Papisa Juana. Según testimonios apócrifos, la papisa, ataviada con sus ricos ropajes papales, se puso de parto en una procesión y a la vista de toda Roma, y ante el asombro de todos dio a luz a su hijo junto al Coliseo. Así fue como quedó patente que se trataba de una mujer. Al amparo de la leyenda se ha dicho que la silla gestatoria no fue sino un artilugio destinado a comprobar la virilidad de los papas para evitar que se repitieran casos como el de la fantástica Papisa Juana. Los historiadores menos proclives a considerar a la Papisa Juana algo más que una leyenda o farsa popular para desacreditar a un papado corrupto dan como prueba la existencia de una moneda correspondiente a estos años en la que aparece, por una cara, la efigie del emperador Lotario, muerto el 28 de septiembre de 855 y, por la otra, la de Benedicto III (que fue pontífice entre 855 y 858). El hecho de que el papa León IV muriera el 17 de julio de 855 no deja espacio para un pontificado entre uno y otro. Según la leyenda –que ha dado lugar a abundante literatura–, la mencionada papisa ejerció el pontificado a lo largo de dos años y medio, e incluso fue durante algún tiempo tenida en cuenta por la Iglesia y llegó a erigirse una efigie en la galería de bustos papales de la catedral de Siena con el lema Johannes VIII, femina en anglia. Pero está claro que en la cronología eclesial, hoy bien conocida y documentada, no cabe la tal papisa. La única mujer que ejerció de facto, aunque no oficialmente, como papisa fue Marozia. En su caso, la realidad supera seguramente a cualquier leyenda.
Sínodo cadavérico. Las macabras aficiones de Sergio III
Llevado por el odio y la cólera hacia el papa Formoso, de tendencia germánica, que había reinado diez años atrás (991-996), el papa Sergio III, uno de los amantes de Marozia de Spoleto, ordenó desenterrar su cadáver, lo decapitó, le cortó tres dedos de la mano derecha, con los cuales había bendecido al pueblo, y ordenó, tras otras vejaciones, que arrojaran su cuerpo o lo que quedaba de él a las aguas del Tíber. Su cabeza apareció días después en una red de pescadores y fue restituida en secreto a su tumba vacía por sus antiguos seguidores. No era la primera vez que un papa se ensañaba con el pobre Formoso, porque otro anterior, Esteban VI (896-897), ya había exhumado su cadáver para que presidiera el sínodo en el que fue condenado por antipapa. Allí mismo, en el aula sinodal, fue desnudado de todas sus vestiduras sagradas con las que en su día fue amortajado, a excepción de un cilicio con el que había sido enterrado, y tras ser mutilado acabó en las profundidades del Tíber, del que días después fue sacado y devuelto a su enterramiento. La reunión episcopal fue seguramente una de las más insólitas en la historia de la Iglesia y los tratadistas se refieren a ella como “sínodo cadavérico”. De su celebración y sus circunstancias no hay duda, porque existen sobrados testimonios de autores bien distintos, pródigos en detalles de excéntrica morbosidad.
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