- BRUJAS - Parte I: Comienza la cacería
- BRUJAS - Parte II: «Martillos de brujas»
- BRUJAS - Parte III: La Inquisición en España
- BRUJAS - Parte IV: El suplicio de la tortura
En las noches de luna llena, las brujas volaban sobre escobas o en el lomo de distintos animales endemoniados para reunirse en un alejado prado y celebrar el aquelarre. Entre ritos y conjuros, rendían culto al señor de las tinieblas, que solía adquirir la forma de un macho cabrío y con el que mantenían relaciones sexuales. Se cuenta que raptaban a los niños de las aldeas cercanas para chuparles la sangre o extraer sus mantecas, con los que realizaban ungüentos y pócimas; en ocasiones, dejaban impotente con sus brebajes a los padres de familia y causaban la sequía de los ríos y la perdida de las cosechas. "Brujas" de todas las edades confesaron estas y otras historias, después de ser sometidas a las más atroces sesiones de tortura con espantosos instrumentos. Desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XVIII miles de mujeres perecieron en toda Europa y en el Nuevo Mundo víctimas de la irracionalidad y la lascivia de los inquisidores.
Oscar Herradón
BRUJAS: I Parte
Comienza la caza: Malleus maleficarum
FUENTE: Biblioteca Año/Cero.
FUENTE: Biblioteca Año/Cero.
Sería alrededor del año 1400 cuando se formuló la ¡dea de las brujas como grupo o secta organizada, concepto al que sin duda contribuyó la Iglesia Católica a través de los tribunales de la Inquisición. A partir de entonces, la brujería adquirió el contenido «maléfico» —proveniente del concepto maleficium— con el que pasaría a la posteridad, y que fue fruto más de la mentalidad cristiana moderna que una herencia de la antigüedad. Desde el siglo XV se atribuyó a las supuestas brujas ritos y ceremonias que podrían ser consideradas parodias de la liturgia cristiana, que estas «buenas mujeres» llevaban a cabo, según los religiosos, por considerarse traidoras a Dios.
La obsesión de la Iglesia por erradicar la brujería necesitaba dotarse de un texto que convirtiese en oficial el procedimiento a seguir en la lucha contra el Maligno. En este contexto apareció un libro que ha sido descrito en numerosas ocasiones como «el más funesto de la historia literaria». Conocido popularmente como «martillo de brujos», fue obra de los inquisidores dominicos Heinrich Kramer —seudónimo de Enrique Institoris— y Jacob Sprenger.Su maléfica obra se comenzó a gestar a raíz de que el Papa Inocencio VIII publicase en Estrasburgo su bula Summis desiderantes affectibus,conocida también como «Bula bruja» y tradicionalmente «Canto de guerra del infierno», el 9 de diciembre de 1484. Estaba dirigida, según el pontífice, a subsanar los errores que el Tribunal del Santo Oficio había cometido en torno a los procesos de brujería.
Dicha bula.de la que reproduciremos a continuación los fragmentos más jugosos, es un documento histórico sin precedentes. A través de ella, el lector podrá hacerse una idea de la línea que a partir de ese momento seguirían los manuales catalogados como «martillos de brujas», que marcarían el inicio de una política deterror en toda Europa:«Nos anhelamos con la más profunda ansiedad, tal como lo requiere Nuestro apostolado, que la Fe Católica crezca y florezca por doquier, en especial en este Nuestro día,y que toda depravación herética sea alejada de los límites y las fronteras de los fieles, y con gran dicha proclamamos y aun restablecemos los medios y métodos particulares por cuyo intermedio Nuestro piadoso deseo pueda obtener su efecto esperado (...)
Por cierto,que en los últimos tiempos llegó a Nuestros oídos, no sin afligirnos con la más amarga pena, la noticia de que en algunas partes de Alemania septentrional (...) muchas personas de uno y otro sexo, despreocupadas de su salvación y apartadas de la Fe Católica, se abandonan a demonios, íncubos y súcubos, y con sus encantamientos, hechizos, conjuraciones y execrables embrujos y artificios, enormidades y horrendas ofensas, han matado a niños que estaban aún en el útero materno, lo cual también hicieron con las crías de los ganados; que arruinaron los productos de la tierra, las uvas de la vid, los frutos de los árboles; más aún, a hombres y mujeres,animales de carga, rebaños (...)Estos desdichados, además, acosan y atormentan a hombres y mujeres y animales con terribles dolores y penosas enfermedades, tanto internas como exteriores; impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres concebir, por lo cual los esposos no pueden conocer a sus mujeres, ni éstas recibir a aquellos; por añadidura, en forma blasfema, renuncian a la Fe que les pertenece por el sacramento del Bautismo, y a instigación del Enemigo de la Humanidad no se resguardan de cometer y perpetrar las más espantosas abominaciones y los más asquerosos excesos (...)Y otorgamos permiso a los antedichos Inquisidores —Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger—,a cada uno de ellos por separado o a ambos, así como también a Nuestro amado hijo Juan Gremper, cura de la diócesis de Constanza, Maestro en Artes, como su notario, o a cualquier otro notario público que estuviere junto a ellos, o junto a uno de ellos, temporalmente delegado en las provincias, municipios.diócesis, distritos y aludidos territorios, para proceder, en consonancia con las reglas de la Inquisición, contra cualesquiera personas, sin distinción de rango ni estado patrimonial, y para corregir, multar, encarcelar y castigar según lo merezcan sus delitos, a quienes hubieran sido hallados culpables,adaptándose la pena al grado del delito (...) Por Nuestra suprema Autoridad, les garantizamos nuevamente facultades plenas y totales»
El pontífice continúa, en los mismos términos de credulidad supersticiosa, con su sermón antiherético para concluir ofreciendo a los inquisidores —Kramer y Sprenger en concreto— todos los medios a su alcance en la lucha contra el mal. Esta iniciativa, por la que se equiparaba el maleficio al grado de herejía, recayendo en la esfera competencial de la Inquisición, servirá de incentivo a las calenturientas mentes del Santo Oficio para llevar a cabo un genocidio sin precedentes, basado únicamente en la creencia en antiguas leyendas y supersticiones grecorromanas adaptadas al medioevo —como la capacidad de volar de dichas brujas o su gusto por la carne de los infantes— y en un miedo irracional fruto del desconocimiento. La bula Summis Desiderantis fue el empujoncito que necesitaban los autores de los «martillos» para dar forma a unas obras enfermas, incoherentes, retóricas y pedantes que, por desgracia, fueron tenidas muy en cuenta durante siglos como códigos a seguir para torturar y asesinar a personas inocentes. Enrique Institor, un teólogo de avanzada edad que había ejercido como inquisidor para el sur de Alemania desde el año 1474, incluyó la polémica bula contra brujas de Inocencio VIII al comienzo del «martillo». De esta forma, el dominico se aseguró la eficacia de su distribución, simulando una autorización papal que no era tal y que brindaba a la obra una oficialidad que.de no existir, hubiese provocado su secuestro en las máquinas de la imprenta. El invento de Gutenberg constituyó una auténtica revolución en la edición de libros. Dicho avance en el mundo editorial supo aprovecharlo ingeniosamente Institor, como buen propagandista, al igual que la reciente aparición de la prensa, en una época en la que todavía ser analfabeto era lo habitual. El éxito del «martillo» fue enorme. Publicado en 1486, dos años después de que viese la luz la bula Summis Desuerantes, en menos de dos siglos el Malleus maleficarum contó con veintinueve ediciones. En 1520 ya contaba con 13 ediciones, mientras que entre 1547 y 1569 llegó a dieciséis, si bien no constan el lugar ni la fecha de publicación. La obra de Krámer se erigió como fuente de inspiración de todos los tratados posteriores sobre el tema, a pesar de que su propia composición debía casi todo a textos anteriores tales como el Formicarius (1435) y el Praeceptorium,de Johannes Nider, prior de los dominicos al que dedicaremos unas líneas más adelante.Aunque se considera a Jacob Sprenger coautor del «martillo», lo cierto es que este dominico, profesor de Teología en la Universidad de Colonia e inquisidor de Renania desde 1470, se había distanciado bastante de la postura de Institor cuando éste se decidió a escribirlo y colaboró en su redacción de forma más bien secundaria. El fraile gozaba de una renombrada reputación e incluir su nombre en el frontispicio del libro era la mejor opción para asegurar su éxito. El maquiavélico Krámer no sólo se valió de esta artimaña. A la hora de enviar el texto a la imprenta se encontró con otro problema: debía obtener la licencia de la Universidad de Colonia para poder imprimir y distribuir su obra,algo nada sencillo en un tiempo de pasión censoria y pánico herético. Solamente si dicha institución emitía un dictamen favorable, el bueno de Institor podría salirse con la suya.
La Universidad no le negó la autorización al dominico, pero sus anotaciones sobre la obra fueron despectivas; sus métodos y su lenguaje apocalíptico no obtuvieron el visto bueno de muchos teólogos. Sin su aprobación, la obra estaba condenada al fracaso, ya que ponía sobre aviso a los lectores de su pernicioso contenido. Para no sepultar sus expectativas de fama y gloria, Krámer falsificó el acta de los teólogos de Colonia, a través de la ayuda prestada por el notario Arnold Kolich. El escribano extendió un documento notarial fechado en el mes de mayo de 1487, firmado por nada menos que siete profesores de Teología de dicha universidad que aprobaban con entusiasmo el contenido del «martillo», alabando a su vez la labor del inquisidor de los dominicos. Puestos a falsificar, había que hacerlo a lo grande, con toda la pomposidad posible. Dicho documento fue incluido a modo de apéndice en el Malleus.aunque Institor se mostró prudente a la hora de publicarlo en Colonia, única ciudad donde no se incluyó el acta notarial para no levantar sospechas. Su éxito, como digo, fue enorme, mucho mayor del que el propio autor esperaba. Es extraño comprender cómo un libro, descrito como uno de los documentos más aterradores de la historia humana, pudo gozar de tal prestigio y admiración en países tan importantes como Alemania o Francia, cuando en España, más atrasada culturalmente.fue considerado, y con razón, la obra de un loco. Lo más curioso del caso es que no sólo la Iglesia Católica, a instancias de Roma, siguió a rajatabla los designios marcados por el manual maldito.También los protestantes, enfrentados constantemente a los católicos por las cuestiones más diversas, convirtieron el Malleus en libro de cabecera de jueces tanto religiosos como civiles. Y es que la obsesión por el demonio, las brujas, los nigromantes y en suma por cualquier practicante de las ciencias ocultas fue moneda de cambio habitual desde el siglo XV hasta bien entrado el XVIII. Apenas un siglo después de la primera aparición del «martillo de brujos», los protestantes alemanes alabaron las nuevas ediciones de la obra publicadas en Frankfurt por el escritor y jurista Fischart. El miedo al demonio era patente en cualquier rincón del «mundo civilizado». El propio Lulero, creador de la Reforma y máximo enemigo de la Santa Sede, decía ser visitado en numerosas ocasiones por el Príncipe de las Tinieblas, quien pretendía tentarle, como a Cristo, con los más insospechados ardides. Un hombre de su talla y cultura,capaz de desafiar a los mismísimos servidores de Dios en la Tierra, justificaba la persecución de brujas y hechiceros sin reservas. Muchos eruditos contemporáneos a Lulero o posteriores a él, apoyaron, en detrimento de su ingente sabiduría, la salvaje cruzada contra las «hordas del mal». Aunque no todos;algunos hombres de letras vislumbraron las atrocidades que generaría la adopción de una política de caza de brujas. Las voces en contra fueron, no obstante, pocas, pues todo aquél que se atrevía a cuestionar la eficacia de la pena de muerte solía correr la misma suerte que el reo y sus carnes acabar sirviendo de leña en alguna pira.
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La intención del Malleus fue, para Institor y Sprenger, poner en práctica la orden que emanaba directamente de las Sagradas Escrituras de perseguir la magia, en concreto del Éxodo, 22,17,que sentenciaba:«A la hechicera no dejarás con vida». Ninguna hechicera logró sobrevivir a esta caza, pero tampoco ninguna mujer sospechosa de cualquier ínfimo delito, ninguna joven bonita o provocativa y prácticamente ninguna niña que comenzara a entrar en los lindes de la adolescencia. Aunque la originalidad del «martillo» era más bien poca, copia y síntesis de manuscritos anteriores, lo cierto es que destacó por su novedad en un curioso aspecto: atacaba a la mujer de forma directa y brutal. A pesar de la llamada de atención de la Bula Bruja refiriéndose a la brujería en ambos sexos, los hermanos dominicos alemanes centraron sus iras en el femenino, quizá desconocedores o temerosos de aquellas que hacían peligrar su celibato. En uno de los capítulos del texto, bajo el título de ¿Qué tipo de mujeres son supersticiosas y brujas antes que ninguna otra?, los dominicos dan muestras de una misoginia sin precedentes. La mujer es, para ellos, la concubina del diablo, un ser maligno y despreciable por naturaleza, por lo que no es de extrañar que la mayor parte de la carne que sirvió de leña para las hogueras fuese del género femenino. La descripción que realizan de la mujer bajo tal epígrafe habla por sí sola:«Tres vicios generales parecen tener un especial dominio sobre las mujeres malas, a saber, la infidelidad, la ambición y la lujuria. Por lo tanto, se inclinan más que otras a la brujería, las que, más que otras, se entregan a estos vicios. Por los demás,ya que de los tres vicios el último es el que más predomina, siendo las mujeres insaciables, etc., se sigue que entre las mujeres ambiciosas resultan más profundamente infectadas quienes tienen un temperamento más ardoroso para satisfacer sus repugnantes apetitos;y esas son las adúlteras, las fornicadoras y las concubinas del Grande».
Y continúan ofreciendo, sin tapujos, información sobre la forma en que estas «depravadas mujeres» se entregan al cultivo del mal:«Ahora bien.como se dice en la bula Papal —Summisdesiderantesaffectibus—.existen siete métodos por medio de los cuales infectan de brujería el acto venéreo y la concepción del útero. Primero, llevando las mentes de los hombres a una pasión desenfrenada; segundo, obstruyendo su fuerza de gestación; tercero, eliminando los miembros destinados a ese acto;cuarto,convirtiendo a los hombres en animales por medio de sus artes mágicas;quinto,destruyendo la fuerza de gestación de las mujeres; sexto, provocando el aborto; séptimo, ofreciendo a los niños a los demonios, aparte de otros animales y frutos de la tierra con los cuales operan muchos daños».
El «martillo» constaba de tres partes claramente diferenciadas. En la primera, formada por diecisiete capítulos, los hermanos dotaban de cuerpo teórico, bajo el velo de la teología, la existencia de las brujas como una representación del diablo en la tierra, realizando a su vez una llamada de atención a los gobernantes. Pretendían que éstos comprendiesen la brutalidad y monstruosidad que generaba la brujería, brutalidad que únicamente podría adscribirse a la actuación posterior de estos depravados «cazadores», puesto que nada de lo que se decía en los manuales sería nunca demostrado sino a través de falsos testimonios obtenidos bajo tortura. Pero de eso hablaremos más adelante. Dicha monstruosidad brujeril generalmente estaba unida, según los inquisidores, a la renuncia a la fe católica, la burla de Dios, la adoración del Diablo y el sacrificio de niños no bautizados cuyo sebo serviría, supuestamente, a las despreciables brujas para realizar ungüentos con los que poder volar y reunirse en aquelarres y orgías sexuales. Aquella depravación del hombre, más concretamente de la mujer —engañada por el demonio debido a su alma débil y su tendencia a la lascivia—, no podía seguir consintiéndose, y el ingenioso y pragmático Institor, hombre sin duda de sexualidad frustrada, ofrecía las claves para acabar con dicha plaga. La creencia en la brujería era una obligación, al contrario que pasaba en tiempos pasados, y mostrarse escéptico era instantáneamente considerado como herejía. La Biblia daba por real la existencia de las brujas y los dominicos, en consecuencia, afirmaban en el «martillo» que «cualquier hombre que cometa un grave yerro en la exposición de las Sagradas Escrituras será justamente considerado hereje». No había lugar para voces disidentes. La descripción de la secta de las brujas rozaba en ocasiones el delirio: «Las brujas de la clase superior engullen y devora a los niños de la propia especie, contra todo lo que pediría la humana naturaleza, y aún la naturaleza simplemente animal. Esta es la peor clase de brujas que hay,ya que persigue causarles a sus semejantes daños inconmensurables. Estas brujas conjuran y suscitan el granizo, las tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad en las personas y en los animales; ofrecen a Satanás el sacrificio de los niños que ellas mismas no devoran, y, cuando no, les quitan la vida de cualquier manera. Claro está que en estos casos se trata casi siempre de niños aún no bautizados; si alguna vez llegan a devorar a los bautizados, es que lo hacen, como más adelante explicaremos, por especial permisión de Dios. Pueden también estas brujas lanzar los niños al agua delante de los mismos ojos de los padres.sin que nadie lo note; pueden tomar de pronto espantadizo al caballo bajo la silla; pueden emprender vuelos, bien corporalmente.bien en contrafigura, y trasladarse así por los aires de un lugar a otro (...) Saben concitar los poderes infernales para provocar la impotencia en los matrimonios o tornarlos infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño en el vientre de la madre con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o matar con una simple mirada, sin contacto siquiera, y extreman su criminal aberración ofrendándole los propios hijos a Satanás».
La segunda parte del Malleus aborda los tres tipos de maleficios de las brujas y qué procedimientos debían abordar los jueces de Dios para contrarrestar los efectos de tales hechizos. Junto a ellos, los dominicos ofrecían un amplio abanico de ejemplos prácticos recogidos de manuales anteriores, como el citado Formicarius, o directamente sacados de su propia experiencia como inquisidores en Alemania. Dichos ejemplos constituyenun cúmulo de absurda credulidad que difícilmente podían tomar como verdaderos hombres supuestamente doctos. Veamos algunos ejemplos que ilustran esta torpeza mental, en la que se dan por verdaderos cuentos de viejas y leyendas rurales sin ningún fundamento real. Krámer y Sprenger recogen la creencia popular de la antigua Grecia según la cual las brujas robaban las narices de los cadáveres y de los hombres vivos, a quienes se las arrancaban sin piedad sumiéndolos en un profundo trance. Los dominicos adaptaron dicho cuento legendario a la realidad, aún más brutal.de la Alemania del siglo XV. Las brujas ya no sólo arrebataban narices a sus víctimas, generalmente hombres dormidos, sino sus mismísimas partes íntimas.
Después, sus órganos genitales eran escondidos en tenebrosos nidos situados en árboles de gran altura. Uno de estos ejemplos prácticos raya en la frivolidad, sobre todo por considerarlo auténtico por la institución eclesiástica de entonces: una aldea alemana estaba tan afligida por la tremebunda actividad de las brujas que los aldeanos emprendieron la dificultosa tarea de encontrar el nido en el que se encontraban tan lujuriosos objetos. Cuando lo encontraron, los arriesgados exploradores, atónitos, descubrieron el pene del cura del pueblo, que fue reconocido, según señala el descriptivo Institor, «porque era mucho más largo que cualquiera de los otros». Sobran las palabras.Si la primera y segunda partes del tratado eran sórdidas y enfermizas, la tercera superó los límites de la locura —dicen que el mismo Enrich probablemente fue un demente, única excusa para justificar tan deplorable escritura—. En esta última sección, a la que los religiosos prestaron mayor interés, se incluía un extenso manual de los procedimientos a seguir por los inquisidores, clases de torturas incluidas, para obtener de los acusados una confesión que, generalmente, implicaba a terceras personas inocentes. Para llevar a cabo un proceso, únicamente era necesaria la denuncia de un particular o de cualquier persona que se sintiese celosa del vecino; no se necesitaban pruebas, ni era necesario que los testigos fuesen hombres de reconocida credibilidad. A partir de entonces, cualquiera, delincuentes y asesinos incluidos, se podía convertir en confidente de la Inquisición. Su palabra, aún mentirosa, valía para enviar a cualquier desgraciado a la hoguera. Lo más habitual, no obstante, como señala Baraja, era que el propio juez abriese la causa ante los rumores que corrían entre el público. Se llegó incluso a dar por válido el testimonio de niños, generalmente asustados o coaccionados por sus padres, para acusar a alguien de brujería.
Según Sprenger y Krámer el juicio debía ser rápido, sencillo y concluyente, de modo que el acusado no tenía opción de recurrir la sentencia. Con esta forma de proceder los inquisidores se aseguraban el veredicto de culpabilidad rápidamente y sin dar tiempo a
la aparición de testigos de la defensa. Las competencias del juez eran absolutas, lo que se desprendía ya de la Bula Bruja de Inocencio Vlll, que entregaba a los inquisidores plenas facultades para proceder en los juicios. El magistrado decidía si el acusado tenía derecho o no a defenderse —generalmente no lo tenía—. Decidía, también quien estaba capacitado para ejercer de abogado defensor, convirtiendo a éste en una figura sin voz ni voto.
La tortura era la forma mediante la cual debía obtenerse la declaración de culpabilidad del reo que, aunque se retractase o arrepintiese, era enviado irremediablemente a la hoguera. Los procedimientos de tortura, cuya brutalidad no había sido conocida por civilización alguna hasta bien entrado el siglo XV con el invento de máquinas horribles, servían también a otro cometido: la implicación de terceras personas acusadas por el reo de brujería. Al cobrar dinero por la entrega de un sospechoso, muchos mercenarios se dedicaron de por vida a la labor de dar caza a las desdichadas. En Inglaterra éstos fueron conocidos como «punzadores». Solían buscar en el cuerpo de las supuestas brujas las conocidas como «marcas del diablo»,cicatrices o manchas de nacimiento que.al no sangrar ni producir dolor cuando eran punzadas por los verdugos, se consideraban un claro ejemplo de que la acusada estaba en concierto con el Maligno.Todo era generalmente un fraude, pues la mayoría de las veces la aguja ni siquiera penetraba en la carne, bastaba con una simple inclinación de la mano para simular un efecto óptico. Cuando no había marcas visibles —lunares, antojos o cualquier otra señal de nacimiento— bastaba con «marcas invisibles», que podían ser de cualquier tipo, según la decisión del inquisidor o del propio punzador. Al parecer, en las galeras de la flota inglesa del siglo XVII, un punzador llegó a confesar que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza.
A partir de la publicación del Malleus maleficarum,el texto sin duda más temible de la I listoria, la luz de las hogueras empezó a vislumbrarse en media Europa.Comenzaba una larga etapa de terror que, lejos de ser producido por mujeres que volaban con escobas y raptaban a niños para cocinarlos, era fruto de la depravación de unos hombres de negro que más parecían siervos del diablo que del Dios de las Sagradas Escrituras. Su brutalidad y sadismo superaba con creces la ira del vengativo Yaveh del Antiguo testamento. Decían luchar contra los demonios, pero lo cierto es que con sus terribles lieron forma a un auténtico infierno sobre la Tierra.
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