martes, 27 de mayo de 2014

¿Por qué nos atrae el mal?

El
lado
oscuro
La irresistible atracción del mal
No hace falta ser un genocida ni un asesino en serie: la maldad nos rodea y nos tienta de forma mucho más sutil. Tanto que cuando queremos darnos cuenta ya hemos pasado a formar parte del lado oscuro. ¿Qué tiene el mal que resulta tan irresistible? Y lo que es peor: ¿por qué cualquiera puede sucumbir a él?
por Janire Rámila
Revista Más Allá de la Ciencia, Nº 260.



Cuenta la tradición católica que de entre lodos sus ángeles Dios tenía uno predilecto, Luzbel (Lucifer), "el portador de la luz". Y tanto creció el ego de este último que se enfrentó a su creador por el control del cielo. Derrotado, fue condenado a vivir eternamente en el infierno, junto al resto de ángeles caídos. "Mejores reinar en el infierno que servir en el cielo", se dijo para sí. Desde entonces, convertido ya en Satanás, se dedicó a corromper la obra suprema de su enemigo, el hombre, sabedor de que jamás lograría derrotar a Dios en una confrontación directa. Para ello se sirvió de brujas y brujos, intermediarios entre sus malas artes y el mundo de los humanos. Esta visión del mal se mantuvo hasta épocas muy cercanas propiciando la aparición de obras como el famoso Malleus maleficarum o Martillo de los brujos, un manual medieval con fórmulas para enfrentarse a los súbditos de Satanás.
Hoy, sin embargo, la concepción del mal es mucho más mundana, cercana y, por ello, también más peligrosa.
"YO  JAMAS LO HARÍA"
Universalmente se ha aceptado que la maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre. Seguramente, si usted recapacita sobre esta definición pensará que eso jamás le pasará, que su escala de valores es lo suficientemente firme como para asegurar que puede resistir a toda tentación maliciosa; que usted nunca mataría, violaría ni formaría parte de un plan genocida. Es más, asegurará que no dudaría en emprender una lucha titánica para defender a los débiles enfrentándose al sistema si fuera el caso. Es algo normal. Casi todos los seres humanos pensamos de nosotros mismos que somos especiales. La pregunta es: ¿hasta qué punto se conoce bien a sí mismo? ¿Hasta qué punto sabe con seguridad cómo obraría en una situación determinada? Porque es muy fácil responder basándose en hechos pasados, en lugares y entornos cotidianos, pero... ¿y en situaciones nuevas? ¿Qué sucedería si se hallara en un escenario radicalmente desconocido, donde sus costumbres no sirvieran ya para casi nada? Sobre este tema existen tres grandes verdades psicológicas. La primera es que el mundo está lleno de bondad y de maldad. La segunda es que la barrera entre ambas es difusa. Y la tercera, que los ángeles pueden convertirse fácilmente en demonios. Es decir, que usted mismo puede transformarse en un agente del mal. ¿Sigue sin creerlo? Lea los siguientes ejemplos para comprender cuan fácil puede llegar a resultar una mutación de estas características.



OJOS AZULES, OJOS CASTAÑOS
Un experimento muy significativo

El poder de la autoridad puede llevamos no solo a la obediencia ciega, sino también a modificar nuestro concepto del entorno y de la realidad. En una escuela de primaria del pueblo de Riceville (EE.UU.), la profesora Jane Elliot sometió a sus jóvenes alumnos a un experimento para hacerles ver en persona qué se siente cuando vive marginado. Para ello, explicó a sus alumnos que desde  ese instante los niños con ojos azules serían superiores a los de los ojos castaños y que, por tanto, los mejores juguetes serían para ellos, así como más tiempo de recreo. Sin que la profesora tuviera que añadir nada mas, los niños con ojos azules comenzaron a agruparse entre sí espontáneamente y a renegar de otros con los que antes compartían pupitre, a los que incluso acusaron de ladrones. Mientras los pequeños con ojos azules se mostraban simpáticos y agradables, de los niños con ojos castaños, al apoderarse la tristeza, hasta el punto de que algunos lloraban cada vez que tenían que ir al colegio. Días después, la profesora invirtió los papeles asegurando que se había equivocado y que los niños con ojos castaños eran los superiores. El proceso se repitió de idéntica forma, pero a la inversa. Jane se quedó asombrada de lo maleable que es el ser humano. "Fue espantoso -dijo-. Unos niños de tercero, que antes eran maravillosamente cooperadores y amables, se convirtieron en unos niños malos, crueles y discriminatorios".



MATANDO A TU VECINO
Una idea hasta ahora tenida por inquebrantable es aquella que asegura que la maldad solo pueden ejercerla aquellos cuya personalidad está predispuesta a ello, es decir, los que comúnmente llamamos malas personas. Es una imagen tranquilizadora, ya que nos exime de caer en el lado oscuro al reservárselo a otros, a los malvados. Sin embargo, la historia ha demostrado que esta visión es del todo errónea, que más que de "manzanas podridas" habría que hablar de cestos podridos. En la primavera de 1994, una ola de odio se extendió por Ruanda provocando la muerte de cerca de un millón de ruandeses, entre hutus y tutsis. De estos últimos se calcula que fallecieron tres de cada cuatro. Todo comenzó cuando un alcalde hutu, Silvester Cacumbibi violó a la hija de un amigo tutsi. Eso bastó para que germinara y se desencadenara ano de los genocidios más atroces jamás conocidos. Así, personas que antes compartían momentos de ocio ahora eran enemigas, vecinos que se ayudaban en las tareas cotidianas pasaron a matarse entre ellos. Se repartieron armas entre la población hutu para que masacrara indiscriminadamente a sus compatriotas tutsis. Aquellos asesinos no eran soldados, ni ex convictos, ni mercenarios; eran gente normal. 



Uno de ellos, un hutu, llegaría a decir diez años después de las masacres: "Lo peor de aquella matanza fue matar a mi vecino; solíamos beber juntos y su ganado pastaba en mis tierras. Era como un pariente". ¿Qué había sucedido para que este hombre pasara de beber con su amigo a matarle a machetazos? Simplemente, que había sucumbido al clima de odio imperante. Desde las altas instancias militares y políticas se había ido forjando la imagen de los tutsis como seres inferiores que valían más muertos que vivos. Se les había deshumanizado para que no se les viera precisamente como eso, como seres humanos, y de esa manera fuera más fácil matarlos. "Cuando encontrábamos a un tutsi en los pantanos ya no lo veíamos como un ser humano, una persona como nosotros, -con sentimientos y pensamientos similares. La cacería era salvaje, los cazadores eran salvajes, las presas eran salvajes: el salvajismo se apoderaba de todo", fue la declaración de otro de aquellos asesinos.
 El sistema, el entorno y la ideología imperante habían transformado a miles, millones de personas, hasta convertirlas en puros exterminadores. Lo más trágico del asunto fue que hasta que no comenzaron los mensajes de odio, la convivencia había sido pacífica entre ambas etnias. Entonces, nadie se veía capaz de matar a su vecino.



Masacre en la aldea vietnamita de My Lai.


Los conflictos bélicos son un caldo de cultivo excelente para transformar el carácter de los soldados, que son convertidos en exterminadores mediante la estrategia de deshumanizar al enemigo.


CÓMO RESISTIRSE AL MAL
Algunos consejos

Los psicólogos han elaborado una serie de consejos para que las personas seamos capaces de combatir las influencias no deseadas y sepamos comportarnos de acuerdo con nuestra escala de valores:

- Estar atento. Debemos prestar atención a las palabras, las frases, los gestos y las ideas que nos transmiten los dirigentes y las personas de nuestro alrededor y relativizar lo que expresen.
- Ser responsable. Asumir la responsabilidad de nuestros actos nos hará ser los protagonistas de nuestras decisiones, para bien o para mal. No debemos pensar que los otros tienen la culpa o que nosotros somos unos meros mandados.
- Afirmar la identidad personal. Negarnos a que se nos deshumanice o se nos encasille convirtiéndonos en un objeto, un número, un votante, etc.
- Respetar la autoridad justa, pero rebelarse ante la injusta. Así se reducirá la obediencia ciega a las autoridades faltas de juicio.
- No sacrificar libertades personales o civiles a favor de la seguridad. Es lo que está sucediendo ahora mismo en numerosos países del mundo, algo que a la postre puede provocar situaciones injustas e inhumanas alegando motivos de seguridad nacional.
- Desear ser aceptado, pero valorando la propia independencia. La necesidad de sentirse parte del grupo puede llevar a muchas personas a cometer actos que chocan con sus valores personales. Deben primar estos últimos.




CREADORES DE ODIO
Como este ejemplo podrían esgrimirse muchos otros, como la violación de unas 80.000 mujeres chinas por las tropas japonesas en la ciudad de Nanking en el marco de la II Guerra Mundial o las masacres de civiles vietnamitas durante la Guerra de Vietnam a cargo de soldados de Estados Unidos. Y es que los conflictos bélicos siempre han sido un caldo de cultivo propicio para transformar el carácter de los soldados. Cierto es que ya desde la instrucción se les enseña a matar y que jóvenes hasta ese momento inocentes son convertidos en exterminadores mediante la estrategia ya mencionada de deshumanizar al enemigo: el japonés pasa a ser un nipón, el iraquí un turbante (así les denominan los soldados estadounidenses). Pero también es cierto que si no se mantiene una disciplina militar estricta, si el soldado no es consciente de que debe responder por sus actos, la furia desatada puede provocar episodios que van mucho más allá de lo militarmente permitido. Es lo que sucedió en la prisión de Abu Ghraib (Irak). El 28 de abril de 2004 el mundo contempló atónito la serie de torturas y vejaciones a las que se había sometido a civiles iraquíes encerrados en aquel siniestro edificio (MÁS ALLÁ, 239). 



La investigación posterior demostró que algunos de los soldados responsables de las humillaciones habían recibido diferentes condecoraciones por su conducta ejemplar antes de ser destinados a la prisión y que, incluso, se les otorgó ese destino por su experiencia como funcionarios de prisiones. ¿Cómo habían llegado a cometer tales aberraciones? Los psicólogos que les estudiaron argumentaron que tanto el lugar como las condiciones en las que vivían, así como el estrés al que estaban sometidos, con ataques de mortero casi diarios, habían jugado un destacado papel en este desenlace fatídico. El mal había anidado en sus corazones como una forma de escapar a la sinrazón que les rodeaba, sin percibir que ellos también la generaban a su vez. Y es que la pregunta que subyace es fácil de entrever. Si colocamos a gente buena en un lugar malo, ¿la persona triunfa o acaba siendo corrompida por el entorno?


LA PRISIÓN DE STANFORD
Por supuesto, en cualquiera de los casos mencionados hasta ahora no se debe exonerar a sus protagonistas de haber actuado erróneamente. Todos ellos son responsables de sus actos, pero eso sí, dándonos cuenta de que muchos de nosotros hubiésemos obrado de la misma forma en idénticas circunstancias. Porque a la hora de afrontar el mal de una forma tan sibilina, nadie puede asegurar con total certeza que sería capaz de resistirse.
Para demostrar esta premisa, el profesor de Psicología de la Universidad de Stanford (EE.UU.) Philip Zimbardo desarrolló un experimento durante el verano de 1971.
En los sótanos de la facultad de Psicología del mencionado centro se levantó un complejo semejante a cualquier prisión, en el que unos alumnos voluntarios recibieron aleatoriamente los roles de prisioneros y carceleros. Para ello, se cuidaron casi todos los detalles, incluidos los uniformes, las horas de paseo y de comida, las reglas -que eran parecidas a las de los presidios-, los horarios de visita, el sistema de castigo, etc. Al cabo de dos días, los alumnos se habían creído tanto sus papeles ficticios que cada uno asumió plenamente su nueva condición.   





Pero hubo más. Los carceleros desarrollaron una conducta tan cruel, amparada en el poder que se les otorgaba, que obligaron a sus antiguos compañeros de clase a realizar actos vejatorios. Estudiantes que antes compartían aula sin ningún problema en un ambiente de camaradería se relacionaban ahora como enemigos irreconciliables. Finalmente, el experimento tuvo que ser abortado. Cuando llegó la hora de evaluarlo, los "carceleros" autores de las vejaciones no pudieron explicar racionalmente su conducta, alegando que en esos instantes no se sentían ellos mismos.
¿Qué había sucedido? Muy fácil, todos ellos se encontraban en un escenario desconocido hasta entonces y en un ambiente hostil. Nadie les dijo cómo debían actuar y cada uno reaccionó de la manera que creyó más conveniente. El resultado: vejaciones, maltratos psíquicos y odio mutuo.


El PODER DE LA AUTORIDAD
En esta ocasión la autoridad con la que se revistió a los guardias-estudiantes fue clave para desarrollar esa conducta antisocial. Pero ¿qué sucede con quienes nos situamos bajo esa autoridad? ¿Seríamos capaces de obrar con maldad si nos lo ordenaran, aun a sabiendas de que no deberíamos hacerlo? Nuevamente la respuesta de muchos de ustedes sería "de ninguna manera". Y nuevamente los experimentos sociales dicen lo contrario.
Stanley Milgram es un psicólogo social que, impactado por el Holocausto y el posterior juicio a Adolf Eichmann, desarrolló una serie de investigaciones encaminadas a explicar por qué ciudadanos alemanes corrientes soportaron e, incluso, colaboraron con el régimen de terror nazi. El propio Eichmann fue catalogado por los psiquiatras que lo evaluaron como una persona normal, "más normal que muchos de nosotros" llegaron a decir, a pesar de que fue el creador e impulsor de la llamada "solución final" para acabar con los judíos.
En uno de los experimentos ideados por Milgram, 22 enfermeras en activo recibieron por separado la llamada de un médico de plantilla al que no conocían. El doctor les ordenó administrar a un paciente una dosis del fármaco Astrogen en una cantidad que duplicaba la máxima permitida. El conflicto residía en si la enfermera obedecería a la persona que le hablaba por teléfono, sabiendo lo pernicioso de esa orden, o si, por el contrario, se negaría a hacerlo y optaría por seguir la práctica médica habitual de rechazar órdenes no autorizadas. El resultado fue que de las 22 enfermeras sometidas al experimento, 21 obedecieron al médico. Por supuesto, ellas no lo sabían, pero la sustancia era totalmente inocua. Sin embargo, el resultado demostró de qué manera la gente es capaz de obedecer ciegamente para quitarse un posible problema de en medio, aun sabiendo que alguien resultará dañado. De igual forma sucedió en la Alemania del III Reich. Y las cosas son más sencillas aún cuando ni siquiera tenemos que dar la cara, cuando se nos permite escondernos en el anonimato. Si ahora a ustedes un político les dijera en un mitin, por ejemplo, que los discapacitados, los enfermos o las personas mayores son una carga social y les sometiera a un test sobre la posibilidad de eliminar a alguno de estos colectivos, ¿qué respondería? Lo sabemos, que tal idea es una aberración. Y, sin embargo, esa no fue la respuesta que se dio en la Universidad de Hawai (EE.UU.). Allí un profesor habló a sus alumnos largo y tendido sobre la creciente amenaza para la explosión demográfica que suponían las personas con discapacidades físicas y mentales. Acto seguido les invitó a que formularan sus opiniones y sugerencias a través de un cuestionario anónimo, apelando a su inteligencia y formación académica privilegiada. Aquellos estudiantes desconocían que formaban parte de un experimento. Los resultados no pudieron ser más desalentadores. El 90% de los participantes estuvo de acuerdo en que siempre habrá personas más aptas que otras para la supervivencia y el 91% secundó la idea de matar a los discapacitados. Respecto a la forma de llevarlo a cabo, el 79% opinó que lo mejor sería que hubiera una persona responsable de tal acto, el 64% prefirió que se les eliminara anónimamente y el 89% abogó por inyectarles algún fármaco. Para terminar, el 29% aseguró que el exterminio era la mejor opción aunque eso supusiera ejecutar a algún miembro de su propia familia.



La tentación del mal no solo se produce por actuar de forma maliciosa, sino también por no actuar, por quedarnos de brazos cruzados ante determinadas situaciones.


MALDAD POR INACCIÓN
Resulta claro que la charla ofrecida por el profesor -persona revestida de autoridad- tuvo una gran influencia en el resultado final del experimento. Pero también es cierto que a nadie se le obligó a responder en ese sentido, ya que el cuestionario era anónimo, por lo que aquellos estudiantes bien podrían haber optado por defender el derecho a la vida de todo ser humano o por negarse a contestar. Nada de eso sucedió, pudo mucho más el enfoque aportado por el educador que sus opiniones personales.
La tentación del mal que nos rodea no solo se produce por actuar de forma maliciosa o inadecuada, sino también por no actuar, por quedarnos de brazos cruzados o por poner mil excusas para evitar intervenir en una situación, por ejemplo, de ayuda. ¿O acaso no tienen su parte de responsabilidad los mandatarios de la ONU que permitieron el genocidio mandes, los cardenales y obispos encubridores de los casos de pederastía en la Iglesia católica o los soldados que no disparan a civiles pero permiten que lo hagan sus compañeros? Y no hace falta acudir a ejemplos tan extremos para percibir que todos nosotros, en alguna ocasión, hemos actuado de esa forma o, mejor dicho, no hemos actuado, cayendo así bajo el influjo del mal.
Para demostrar la indiferencia de los ciudadanos hacia sus semejantes en ciertas situaciones, un equipo de psicólogos sociales emplazó a un actor a gemir y pedir ayuda junto al seminario de Princeton (EE.UU.) pocos minutos antes de que comenzasen las clases. Naturalmente, la mayor parte de quienes caminaban a su lado eran estudiantes seminaristas, de los que el 90% pasaron de largo, a pesar de escuchar claramente sus sollozos. El miedo a llegar tarde a clase imperó sobre la necesidad de aquel hombre de recibir auxilio.
¿Por qué la gente no ayuda? ¿Por qué no actuamos cuando es necesario? ¿Por qué obramos mal en lugar de hacerlo provechosamente? Los psicólogos sociales Bibb Latané y John Darley investigaron sobre estas cuestiones y descubrieron que cuantas más personas presencian una urgencia menos probable es que intervengan, creyendo que ya lo harán los demás. No solo eso: en muchos de nosotros también pesan el miedo al ridículo, a meternos donde no nos llaman, a equivocarnos, a no saber evaluar correctamente la gravedad de la situación, etc.


Según un estudio de los psicólogos sociales Bibb Latané y John Darley, cuantas más personas presencian una urgencia menos probable es que intervengan, creyendo que ya lo harán los demás.



LA MUERTE EN DIRECTO
¿Hay más de un culpable?

El periódico The New York rimes, en su edición del 6 de mayo de 1964, recogía el caso de una secretaria de 18 años de edad que habia sido golpeada, casi estrangulada y violada en su oficina. Consiguió zafarse de su agresor y salir a la calle, desnuda y ensangrentada, pidiendo auxilio a gritos. De las cerca de 40 personas que la observaron atónitas, ninguna se enfrentó al violador, que la volvió a apresar para introducirla en la oficina, donde continuó abusando de ella hasta matarla. Este caso demostró, una vez más, que cuando realmente debemos actuar por aquello que creemos justo no solemos hacerlo por miedo, comodidad o porque pensamos que el asunto no es de nuestra incumbencia.


El RIESGO DE CREERSE MEJOR QUE LOS DEMÁS
Después de leer estos ejemplos seguramente usted seguirá pensando que se encuentra por encima de la media en lo que a moral se refiere. Como se decía antes, es algo muy humano. Se trata de un prejuicio cognitivo enormemente válido para aumentar nuestra autoestima y protegernos contra los golpes de la vida. Así, también tendrá la sensación de que rinde en su trabajo por encima de la media de sus compañeros o de que lo haría mucho mejor que su jefe si ocupara ese puesto. El 86% de los australianos lo cree así, al igual que el 90% de los estadounidenses.


Pero ¡cuidado! Esos prejuicios también son negativos porque al colocarnos tan alto, tenderemos a pensar que aquellos que sucumben a la tentación del mal no son personas como nosotros, sino inferiores, las manzanas podridas de la humanidad. Quizá lo mismo que pensaron los cientos de miles de integrantes de las SS, los millones que apoyaron en silencio el Holocausto judío, los que continúan deseando la muerte de los bosnios, los que no intervinieron en una situación de auxilio... antes de actuar como lo hicieron.



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