El
lado
oscuro
La
irresistible atracción del mal
No hace falta ser un genocida ni un asesino en
serie: la maldad nos rodea y nos tienta de forma mucho más sutil. Tanto que
cuando queremos darnos cuenta ya hemos pasado a formar parte del lado oscuro.
¿Qué tiene el mal que resulta tan irresistible? Y lo que es peor: ¿por qué
cualquiera puede sucumbir a él?
por
Janire Rámila
Revista
Más Allá de la Ciencia, Nº 260.
Cuenta la tradición católica
que de entre lodos sus ángeles Dios tenía uno predilecto, Luzbel (Lucifer),
"el portador de la luz". Y tanto creció el ego de este último que se
enfrentó a su creador por el control del cielo. Derrotado, fue condenado a
vivir eternamente en el infierno, junto al resto de ángeles caídos.
"Mejores reinar en el infierno que servir en el cielo", se dijo para
sí. Desde entonces, convertido ya en Satanás, se dedicó a corromper la obra
suprema de su enemigo, el hombre, sabedor de que jamás lograría derrotar a Dios
en una confrontación directa. Para ello se sirvió de brujas y brujos,
intermediarios entre sus malas artes y el mundo de los humanos. Esta visión del
mal se mantuvo hasta épocas muy cercanas propiciando la aparición de obras como
el famoso Malleus maleficarum o Martillo de los brujos, un manual medieval con
fórmulas para enfrentarse a los súbditos de Satanás.
Hoy, sin embargo, la concepción
del mal es mucho más mundana, cercana y, por ello, también más peligrosa.
"YO JAMAS LO HARÍA"
Universalmente se ha aceptado
que la maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe,
maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso
de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros
obren así en nuestro nombre. Seguramente, si usted recapacita sobre esta
definición pensará que eso jamás le pasará, que su escala de valores es lo
suficientemente firme como para asegurar que puede resistir a toda tentación
maliciosa; que usted nunca mataría, violaría ni formaría parte de un plan
genocida. Es más, asegurará que no dudaría en emprender una lucha titánica para
defender a los débiles enfrentándose al sistema si fuera el caso. Es algo
normal. Casi todos los seres humanos pensamos de nosotros mismos que somos
especiales. La pregunta es: ¿hasta qué punto se conoce bien a sí mismo? ¿Hasta
qué punto sabe con seguridad cómo obraría en una situación determinada? Porque
es muy fácil responder basándose en hechos pasados, en lugares y entornos
cotidianos, pero... ¿y en situaciones nuevas? ¿Qué sucedería si se hallara en
un escenario radicalmente desconocido, donde sus costumbres no sirvieran ya
para casi nada? Sobre este tema existen tres grandes verdades psicológicas. La
primera es que el mundo está lleno de bondad y de maldad. La segunda es que la
barrera entre ambas es difusa. Y la tercera, que los ángeles pueden convertirse
fácilmente en demonios. Es decir, que usted mismo puede transformarse en un
agente del mal. ¿Sigue sin creerlo? Lea los siguientes ejemplos para comprender
cuan fácil puede llegar a resultar una mutación de estas características.
OJOS AZULES, OJOS
CASTAÑOS
Un experimento muy significativo
El poder de la autoridad puede llevamos no solo a la
obediencia ciega, sino también a modificar nuestro concepto del entorno y de la
realidad. En una escuela de primaria del pueblo de Riceville (EE.UU.), la
profesora Jane Elliot sometió a sus jóvenes alumnos a un experimento para
hacerles ver en persona qué se siente cuando vive marginado. Para ello, explicó
a sus alumnos que desde ese instante los
niños con ojos azules serían superiores a los de los ojos castaños y que, por
tanto, los mejores juguetes serían para ellos, así como más tiempo de recreo.
Sin que la profesora tuviera que añadir nada mas, los niños con ojos azules
comenzaron a agruparse entre sí espontáneamente y a renegar de otros con los
que antes compartían pupitre, a los que incluso acusaron de ladrones. Mientras
los pequeños con ojos azules se mostraban simpáticos y agradables, de los niños
con ojos castaños, al apoderarse la tristeza, hasta el punto de que algunos
lloraban cada vez que tenían que ir al colegio. Días después, la profesora
invirtió los papeles asegurando que se había equivocado y que los niños con
ojos castaños eran los superiores. El proceso se repitió de idéntica forma,
pero a la inversa. Jane se quedó asombrada de lo maleable que es el ser humano.
"Fue espantoso -dijo-. Unos niños de tercero, que antes eran
maravillosamente cooperadores y amables, se convirtieron en unos niños malos,
crueles y discriminatorios".
MATANDO A TU VECINO
Una idea hasta ahora tenida por
inquebrantable es aquella que asegura que la maldad solo pueden ejercerla
aquellos cuya personalidad está predispuesta a ello, es decir, los que
comúnmente llamamos malas personas. Es una imagen tranquilizadora, ya que nos exime
de caer en el lado oscuro al reservárselo a otros, a los malvados. Sin embargo,
la historia ha demostrado que esta visión es del todo errónea, que más que de
"manzanas podridas" habría que hablar de cestos podridos. En la
primavera de 1994, una ola de odio se extendió por Ruanda provocando la muerte
de cerca de un millón de ruandeses, entre hutus y tutsis. De estos últimos se
calcula que fallecieron tres de cada cuatro. Todo comenzó cuando un alcalde
hutu, Silvester Cacumbibi violó a la hija de un amigo tutsi. Eso bastó para que
germinara y se desencadenara ano de los genocidios más atroces jamás conocidos.
Así, personas que antes compartían momentos de ocio ahora eran enemigas, vecinos
que se ayudaban en las tareas cotidianas pasaron a matarse entre ellos. Se
repartieron armas entre la población hutu para que masacrara
indiscriminadamente a sus compatriotas tutsis. Aquellos asesinos no eran
soldados, ni ex convictos, ni mercenarios; eran gente normal.
Uno de ellos, un hutu, llegaría a decir diez años después de las masacres: "Lo peor de aquella matanza fue matar a mi vecino; solíamos beber juntos y su ganado pastaba en mis tierras. Era como un pariente". ¿Qué había sucedido para que este hombre pasara de beber con su amigo a matarle a machetazos? Simplemente, que había sucumbido al clima de odio imperante. Desde las altas instancias militares y políticas se había ido forjando la imagen de los tutsis como seres inferiores que valían más muertos que vivos. Se les había deshumanizado para que no se les viera precisamente como eso, como seres humanos, y de esa manera fuera más fácil matarlos. "Cuando encontrábamos a un tutsi en los pantanos ya no lo veíamos como un ser humano, una persona como nosotros, -con sentimientos y pensamientos similares. La cacería era salvaje, los cazadores eran salvajes, las presas eran salvajes: el salvajismo se apoderaba de todo", fue la declaración de otro de aquellos asesinos.
Uno de ellos, un hutu, llegaría a decir diez años después de las masacres: "Lo peor de aquella matanza fue matar a mi vecino; solíamos beber juntos y su ganado pastaba en mis tierras. Era como un pariente". ¿Qué había sucedido para que este hombre pasara de beber con su amigo a matarle a machetazos? Simplemente, que había sucumbido al clima de odio imperante. Desde las altas instancias militares y políticas se había ido forjando la imagen de los tutsis como seres inferiores que valían más muertos que vivos. Se les había deshumanizado para que no se les viera precisamente como eso, como seres humanos, y de esa manera fuera más fácil matarlos. "Cuando encontrábamos a un tutsi en los pantanos ya no lo veíamos como un ser humano, una persona como nosotros, -con sentimientos y pensamientos similares. La cacería era salvaje, los cazadores eran salvajes, las presas eran salvajes: el salvajismo se apoderaba de todo", fue la declaración de otro de aquellos asesinos.
El sistema, el entorno y la ideología
imperante habían transformado a miles, millones de personas, hasta convertirlas
en puros exterminadores. Lo más trágico del asunto fue que hasta que no
comenzaron los mensajes de odio, la convivencia había sido pacífica entre ambas
etnias. Entonces, nadie se veía capaz de matar a su vecino.
Masacre
en la aldea vietnamita de My Lai.
Los conflictos bélicos son un caldo de cultivo excelente para
transformar el carácter de los soldados, que son convertidos en exterminadores
mediante la estrategia de deshumanizar al enemigo.
CÓMO RESISTIRSE AL MAL
Algunos consejos
Los psicólogos han elaborado una serie
de consejos para que las personas seamos capaces de combatir las influencias no
deseadas y sepamos comportarnos de acuerdo con nuestra escala de valores:
- Estar atento. Debemos prestar
atención a las palabras, las frases, los gestos y las ideas que nos transmiten
los dirigentes y las personas de nuestro alrededor y relativizar lo que
expresen.
- Ser responsable. Asumir la
responsabilidad de nuestros actos nos hará ser los protagonistas de nuestras
decisiones, para bien o para mal. No debemos pensar que los otros tienen la
culpa o que nosotros somos unos meros mandados.
- Afirmar la identidad personal.
Negarnos a que se nos deshumanice o se nos encasille convirtiéndonos en un
objeto, un número, un votante, etc.
- Respetar la autoridad justa, pero
rebelarse ante la injusta. Así se reducirá la obediencia ciega a las
autoridades faltas de juicio.
- No sacrificar libertades personales
o civiles a favor de la seguridad. Es lo que está sucediendo ahora mismo en
numerosos países del mundo, algo que a la postre puede provocar situaciones
injustas e inhumanas alegando motivos de seguridad nacional.
- Desear ser aceptado, pero valorando
la propia independencia. La necesidad de sentirse parte del grupo puede llevar
a muchas personas a cometer actos que chocan con sus valores personales. Deben
primar estos últimos.
CREADORES DE ODIO
Como este ejemplo podrían
esgrimirse muchos otros, como la violación de unas 80.000 mujeres chinas por
las tropas japonesas en la ciudad de Nanking en el marco de la II Guerra
Mundial o las masacres de civiles vietnamitas durante la Guerra de Vietnam a
cargo de soldados de Estados Unidos. Y es que los conflictos bélicos siempre
han sido un caldo de cultivo propicio para transformar el carácter de los
soldados. Cierto es que ya desde la instrucción se les enseña a matar y que
jóvenes hasta ese momento inocentes son convertidos en exterminadores mediante
la estrategia ya mencionada de deshumanizar al enemigo: el japonés pasa a ser
un nipón, el iraquí un turbante (así les denominan los soldados
estadounidenses). Pero también es cierto que si no se mantiene una disciplina
militar estricta, si el soldado no es consciente de que debe responder por sus
actos, la furia desatada puede provocar episodios que van mucho más allá de lo
militarmente permitido. Es lo que sucedió en la prisión de Abu Ghraib (Irak).
El 28 de abril de 2004 el mundo contempló atónito la serie de torturas y
vejaciones a las que se había sometido a civiles iraquíes encerrados en aquel
siniestro edificio (MÁS ALLÁ, 239).
La investigación posterior demostró que algunos de los soldados responsables de las humillaciones habían recibido diferentes condecoraciones por su conducta ejemplar antes de ser destinados a la prisión y que, incluso, se les otorgó ese destino por su experiencia como funcionarios de prisiones. ¿Cómo habían llegado a cometer tales aberraciones? Los psicólogos que les estudiaron argumentaron que tanto el lugar como las condiciones en las que vivían, así como el estrés al que estaban sometidos, con ataques de mortero casi diarios, habían jugado un destacado papel en este desenlace fatídico. El mal había anidado en sus corazones como una forma de escapar a la sinrazón que les rodeaba, sin percibir que ellos también la generaban a su vez. Y es que la pregunta que subyace es fácil de entrever. Si colocamos a gente buena en un lugar malo, ¿la persona triunfa o acaba siendo corrompida por el entorno?
La investigación posterior demostró que algunos de los soldados responsables de las humillaciones habían recibido diferentes condecoraciones por su conducta ejemplar antes de ser destinados a la prisión y que, incluso, se les otorgó ese destino por su experiencia como funcionarios de prisiones. ¿Cómo habían llegado a cometer tales aberraciones? Los psicólogos que les estudiaron argumentaron que tanto el lugar como las condiciones en las que vivían, así como el estrés al que estaban sometidos, con ataques de mortero casi diarios, habían jugado un destacado papel en este desenlace fatídico. El mal había anidado en sus corazones como una forma de escapar a la sinrazón que les rodeaba, sin percibir que ellos también la generaban a su vez. Y es que la pregunta que subyace es fácil de entrever. Si colocamos a gente buena en un lugar malo, ¿la persona triunfa o acaba siendo corrompida por el entorno?
LA PRISIÓN DE STANFORD
Por supuesto, en cualquiera de
los casos mencionados hasta ahora no se debe exonerar a sus protagonistas de
haber actuado erróneamente. Todos ellos son responsables de sus actos, pero eso
sí, dándonos cuenta de que muchos de nosotros hubiésemos obrado de la misma
forma en idénticas circunstancias. Porque a la hora de afrontar el mal de una
forma tan sibilina, nadie puede asegurar con total certeza que sería capaz de
resistirse.
Para demostrar esta premisa, el
profesor de Psicología de la Universidad de Stanford (EE.UU.) Philip Zimbardo
desarrolló un experimento durante el verano de 1971.
En los sótanos de la facultad
de Psicología del mencionado centro se levantó un complejo semejante a
cualquier prisión, en el que unos alumnos voluntarios recibieron aleatoriamente
los roles de prisioneros y carceleros. Para ello, se cuidaron casi todos los
detalles, incluidos los uniformes, las horas de paseo y de comida, las reglas
-que eran parecidas a las de los presidios-, los horarios de visita, el sistema
de castigo, etc. Al cabo de dos días, los alumnos se habían creído tanto sus
papeles ficticios que cada uno asumió plenamente su nueva condición.
Pero hubo más. Los carceleros
desarrollaron una conducta tan cruel, amparada en el poder que se les otorgaba,
que obligaron a sus antiguos compañeros de clase a realizar actos vejatorios.
Estudiantes que antes compartían aula sin ningún problema en un ambiente de
camaradería se relacionaban ahora como enemigos irreconciliables. Finalmente,
el experimento tuvo que ser abortado. Cuando llegó la hora de evaluarlo, los
"carceleros" autores de las vejaciones no pudieron explicar
racionalmente su conducta, alegando que en esos instantes no se sentían ellos
mismos.
¿Qué había sucedido? Muy fácil,
todos ellos se encontraban en un escenario desconocido hasta entonces y en un
ambiente hostil. Nadie les dijo cómo debían actuar y cada uno reaccionó de la
manera que creyó más conveniente. El resultado: vejaciones, maltratos psíquicos
y odio mutuo.
El PODER DE LA AUTORIDAD
En esta ocasión la autoridad
con la que se revistió a los guardias-estudiantes fue clave para desarrollar
esa conducta antisocial. Pero ¿qué sucede con quienes nos situamos bajo esa
autoridad? ¿Seríamos capaces de obrar con maldad si nos lo ordenaran, aun a
sabiendas de que no deberíamos hacerlo? Nuevamente la respuesta de muchos de
ustedes sería "de ninguna manera". Y nuevamente los experimentos
sociales dicen lo contrario.
Stanley Milgram es un psicólogo
social que, impactado por el Holocausto y el posterior juicio a Adolf Eichmann,
desarrolló una serie de investigaciones encaminadas a explicar por qué
ciudadanos alemanes corrientes soportaron e, incluso, colaboraron con el
régimen de terror nazi. El propio Eichmann fue catalogado por los psiquiatras
que lo evaluaron como una persona normal, "más normal que muchos de
nosotros" llegaron a decir, a pesar de que fue el creador e impulsor de la
llamada "solución final" para acabar con los judíos.
En uno de los experimentos
ideados por Milgram, 22 enfermeras en activo recibieron por separado la llamada
de un médico de plantilla al que no conocían. El doctor les ordenó administrar
a un paciente una dosis del fármaco Astrogen en una cantidad que duplicaba la
máxima permitida. El conflicto residía en si la enfermera obedecería a la
persona que le hablaba por teléfono, sabiendo lo pernicioso de esa orden, o si,
por el contrario, se negaría a hacerlo y optaría por seguir la práctica médica
habitual de rechazar órdenes no autorizadas. El resultado fue que de las 22
enfermeras sometidas al experimento, 21 obedecieron al médico. Por supuesto,
ellas no lo sabían, pero la sustancia era totalmente inocua. Sin embargo, el
resultado demostró de qué manera la gente es capaz de obedecer ciegamente para
quitarse un posible problema de en medio, aun sabiendo que alguien resultará
dañado. De igual forma sucedió en la Alemania del III Reich. Y las cosas son
más sencillas aún cuando ni siquiera tenemos que dar la cara, cuando se nos
permite escondernos en el anonimato. Si ahora a ustedes un político les dijera en
un mitin, por ejemplo, que los discapacitados, los enfermos o las personas
mayores son una carga social y les sometiera a un test sobre la posibilidad de
eliminar a alguno de estos colectivos, ¿qué respondería? Lo sabemos, que tal
idea es una aberración. Y, sin embargo, esa no fue la respuesta que se dio en
la Universidad de Hawai (EE.UU.). Allí un profesor habló a sus alumnos largo y
tendido sobre la creciente amenaza para la explosión demográfica que suponían
las personas con discapacidades físicas y mentales. Acto seguido les invitó a
que formularan sus opiniones y sugerencias a través de un cuestionario anónimo,
apelando a su inteligencia y formación académica privilegiada. Aquellos
estudiantes desconocían que formaban parte de un experimento. Los resultados no
pudieron ser más desalentadores. El 90% de los participantes estuvo de acuerdo
en que siempre habrá personas más aptas que otras para la supervivencia y el
91% secundó la idea de matar a los discapacitados. Respecto a la forma de
llevarlo a cabo, el 79% opinó que lo mejor sería que hubiera una persona
responsable de tal acto, el 64% prefirió que se les eliminara anónimamente y el
89% abogó por inyectarles algún fármaco. Para terminar, el 29% aseguró que el
exterminio era la mejor opción aunque eso supusiera ejecutar a algún miembro de
su propia familia.
La tentación del mal no solo se produce por actuar de forma
maliciosa, sino también por no actuar, por quedarnos de brazos cruzados ante
determinadas situaciones.
MALDAD POR INACCIÓN
Resulta claro que la charla
ofrecida por el profesor -persona revestida de autoridad- tuvo una gran
influencia en el resultado final del experimento. Pero también es cierto que a nadie
se le obligó a responder en ese sentido, ya que el cuestionario era anónimo,
por lo que aquellos estudiantes bien podrían haber optado por defender el
derecho a la vida de todo ser humano o por negarse a contestar. Nada de eso
sucedió, pudo mucho más el enfoque aportado por el educador que sus opiniones
personales.
La tentación del mal que nos
rodea no solo se produce por actuar de forma maliciosa o inadecuada, sino
también por no actuar, por quedarnos de brazos cruzados o por poner mil excusas
para evitar intervenir en una situación, por ejemplo, de ayuda. ¿O acaso no
tienen su parte de responsabilidad los mandatarios de la ONU que permitieron el
genocidio mandes, los cardenales y obispos encubridores de los casos de
pederastía en la Iglesia católica o los soldados que no disparan a civiles pero
permiten que lo hagan sus compañeros? Y no hace falta acudir a ejemplos tan
extremos para percibir que todos nosotros, en alguna ocasión, hemos actuado de
esa forma o, mejor dicho, no hemos actuado, cayendo así bajo el influjo del
mal.
Para demostrar la indiferencia
de los ciudadanos hacia sus semejantes en ciertas situaciones, un equipo de
psicólogos sociales emplazó a un actor a gemir y pedir ayuda junto al seminario
de Princeton (EE.UU.) pocos minutos antes de que comenzasen las clases.
Naturalmente, la mayor parte de quienes caminaban a su lado eran estudiantes
seminaristas, de los que el 90% pasaron de largo, a pesar de escuchar
claramente sus sollozos. El miedo a llegar tarde a clase imperó sobre la
necesidad de aquel hombre de recibir auxilio.
¿Por qué la gente no ayuda?
¿Por qué no actuamos cuando es necesario? ¿Por qué obramos mal en lugar de
hacerlo provechosamente? Los psicólogos sociales Bibb Latané y John Darley
investigaron sobre estas cuestiones y descubrieron que cuantas más personas
presencian una urgencia menos probable es que intervengan, creyendo que ya lo
harán los demás. No solo eso: en muchos de nosotros también pesan el miedo al
ridículo, a meternos donde no nos llaman, a equivocarnos, a no saber evaluar
correctamente la gravedad de la situación, etc.
Según un estudio de los psicólogos sociales Bibb Latané y John
Darley, cuantas más personas presencian una urgencia menos probable es que
intervengan, creyendo que ya lo harán los demás.
LA MUERTE EN DIRECTO
¿Hay más de un culpable?
El periódico The New York rimes, en su
edición del 6 de mayo de 1964, recogía el caso de una secretaria de 18 años de
edad que habia sido golpeada, casi estrangulada y violada en su oficina.
Consiguió zafarse de su agresor y salir a la calle, desnuda y ensangrentada,
pidiendo auxilio a gritos. De las cerca de 40 personas que la observaron
atónitas, ninguna se enfrentó al violador, que la volvió a apresar para
introducirla en la oficina, donde continuó abusando de ella hasta matarla. Este
caso demostró, una vez más, que cuando realmente debemos actuar por aquello que
creemos justo no solemos hacerlo por miedo, comodidad o porque pensamos que el
asunto no es de nuestra incumbencia.
El RIESGO DE CREERSE MEJOR QUE LOS DEMÁS
Después de leer estos ejemplos
seguramente usted seguirá pensando que se encuentra por encima de la media en
lo que a moral se refiere. Como se decía antes, es algo muy humano. Se trata de
un prejuicio cognitivo enormemente válido para aumentar nuestra autoestima y
protegernos contra los golpes de la vida. Así, también tendrá la sensación de
que rinde en su trabajo por encima de la media de sus compañeros o de que lo
haría mucho mejor que su jefe si ocupara ese puesto. El 86% de los australianos
lo cree así, al igual que el 90% de los estadounidenses.
Pero ¡cuidado! Esos prejuicios
también son negativos porque al colocarnos tan alto, tenderemos a pensar que
aquellos que sucumben a la tentación del mal no son personas como nosotros,
sino inferiores, las manzanas podridas de la humanidad. Quizá lo mismo que
pensaron los cientos de miles de integrantes de las SS, los millones que
apoyaron en silencio el Holocausto judío, los que continúan deseando la muerte
de los bosnios, los que no intervinieron en una situación de auxilio... antes
de actuar como lo hicieron.
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