· Días clave: Exploradores en territorio maya.
· La Imaginación es la clave.
· Las primeras migraciones.
· De los primeros mapas al GPS.
· Los primeros navegantes de la historia.
· Viajeras Intrépidas.
· Héroes en los confines del mundo.
· Las grandes expediciones del conocimiento.
· La llamada de África.
· Exploradores del frío.
· El choque de dos culturas.
· Fracasados y olvidados.
· Mundos por revelar.
Aventuras con espíritu femenino
Viajeras
Intrépidas
No fue fácil. A las presiones sociales
de su entorno que, como mínimo, calificaban de "inconveniente" el
hecho de que una mujer recorriera el mundo por iniciativa propia y sola, se
unían las malas comunicaciones, las incomodidades de los medios de transporte y
la poca consideración que tenían hacia la mujer en muchos de los destinos
elegidos. Todo ello se refleja en los detallados relatos que muchas de estas
intrépidas viajeras hicieron de sus respectivas aventuras. Se sumaron así al grupo
de escritores que cultivaban la literatura de viajes, un género muy en boga
desde comienzos del siglo XVIII y que, en su caso, resultó el medio idóneo para
sufragar nuevas aventuras. Aunque en su mayoría procedían de las clases
acomodadas, muchas veces sus rentas no les alcanzaban o sus respectivos
maridos, padres, e hijos, administradores de sus fortunas, se negaban a pagar
los gastos derivados de lo que consideraban una innecesaria e incorrecta
temeridad.
¿Qué era lo que impulsaba a estas
mujeres a cambiar su cómoda vida por el riesgo de una aventura de final
imprevisible? En algunas ocasiones, como en el caso de Caroline
Brünswick-Wolfenbüttel, repudiada por su esposo el Príncipe de Gales, o de
Madame de Staél, quien huyó de la Francia revolucionaria, se trató de un exilio
obligado; en otras, de circunstancias muy personales como fue el caso de lady
Ellen-borough, quien huyó a Italia para tener un hijo que no era de su marido;
por necesidad económica, como Anna Leonowens, quien al enviudar, hubo de emplearse
como institutriz en la corte del rey Mongkut de Siam. O por simple prescripción
médica, como Isa-belle Bird o Lucy Duff, que buscaron alivio a sus ma-leslejos
delabrumosa Inglaterra. Pero enla mayoría de los casos, fue en busca de su
propia identidad y por huir de un mundo en el que se les consideraba meros
objetos decorativos y se les negaba su capacidad de decisión.
Primeras
emigrantes
Sin duda el primer antecedente de estas
intrépidas viajeras anglosajonas lo tenemos en aquellas españolas que en los
siglos XVI y XVII se vieron forzadas a cruzar el Atlántico para instalarse en
los nuevos dominios ultramarinos. La escritora portorriqueña Ana Lola Borges
escribió que a la recién descubierta América viajaron "las Aldon-za, las
Celestinas; las mujeres del Corbacho y las del marqués de Santillana; también
las Melibea, las Teresa, las Dulcinea; las místicas, las altivas, las
pendencieras, las fáciles, las enamoradas". Es decir, mujeres anónimas,
sin espíritu aventurero, que lo más que esperaban del viaje era prolongar su
vida familiar o mejorar su economía. La aventura vendría luego, cuando
determinadas circunstancias las obligaron a tomar las riendas de la situación.
Fue ese el caso de María de Toledo, virreina de las indias Occidentales a la
muerte de su esposo Diego Colón; de Juana de Zarate, nombrada por Carlos V
adelantado—alto dignatario español que llevaba a cabo una empresa jurídico
militar y civil— de Chile; de Inés Suárez, compañera de Valdivia o de Isabel de
Barrete (siglo XVI). Noble y dotada de una considerable cultura, esta mujer
acompañó a su esposo, Alvaro de Mendaña, a una expedición a la Melanesia. Pero
a la muerte de este en plena travesía, tuvo que hacerse cargo de una nota de
cuatro navios para llegar a las costas de Perú. El viaje le valió el título de
"adelantada de la Mar Océana", pues durante el transcurso enfrentó a
numerosas dificultades, pero además descubrió las islas Marquesas.
Espías, naturalistas y literatura
Otro interesante caso, ligado a la
exploración del continente americano, fue el de Catalina de Erau-so
(1592-1635), la "Monja Alférez". Forzada por sus padres a profesar
como religiosa, Catalina, quien tenía espíritu aventurero, huyó del convento y,
disfrazada de hombre, se alistó en un barco con destino a América. Allí
desempeñó los oficios más diversos, se enroló en el ejército, peleando en la
Guerra de Arauco siempre bajo identidad masculina. Herida en batalla y
descubierta, fue repatriada. Pero en cuanto se repuso, regresó a América, donde
vivió en México con el nombre de Antonio de Erauso.
Lejos ya de la aventura de la
colonización americana, el siglo XVII registra también algunos curiosos
ejemplos de mujeres viajeras. Así, Aphra Behn (1640-1689), novelista prolífica
y dramatur-ga, alternó la literatura con el viaje e incluso con el espionaje.
Dominaba tres idiomas, holandés, inglés y francés, lo que la convirtió a ojos
de la Corona británica en idónea para ser "su hombre" en Surinam, una
colonia donde el ambiente de las plantaciones de azúcar y los yacimientos
auríferos se tejían numerosas intrigas políticas. Con el nombre en clave de
Astrea, Aphra transmitió valiosas informaciones para los intereses británicos,
mientras escribía la novela Oroonofeo or the Roya! Slave, un interesante relato
en el que se describe la vida colonial inglesa y las costumbres locales al
tiempo que se detallan las plantas y animales de la zona y se lanza un
furibundo discurso anti-esclavista.
Contemporánea de Aphra Behn fue Ann Fans-hawe
(1625-1680), esposa del embajador de Inglaterra en España. De su estadía en la
corte madrileña resultó un manuscrito, Memoirs, que escribió solo para
difundirlo entre sus amistades pero que, publicado en 1829, alcanzó un gran
éxito. También por razones familiares viajó a España la baronesa d'Aulnoy,
Marie Catherine le Jumelle de Barneville (1650-1701), periplo del que surgieron
dos libros: Relation d'un voyage en Espagne y Mémoires de la cour d'Espagne. No
obstante, su fama de aventurera resta credibilidad a unos relatos que incluso
se han llegado a tachar de apócrifos. Janet Schaw (1740-1801), por su parte,
viajó también a la península Ibérica cuando regresaba de Estados Unidos camino
de su Escocia natal y su barco atracó en Setúbal, Portugal. La escala y su
espíritu viajero la llevaron a visitar Lisboa y el resultado fueron unas cartas
con excelentes descripciones, que permanecieron inéditas hasta 1921.
Mediado el siglo XIX, el Romanticismo
despertó el interés por los lugares exóticos. Lo curioso es que esta
denominación englobaba para las aburguesadas damas británicas buena parte de
Europa. Mary Wollstonecraft (1759-1797), madre de la escritora Mary Shelley y
pionera en la defensa de los derechos de la mujer, realizó un amplio periplo
por Escandinavia. Más arriesgada fue Francés Anne Londonderry, que llegó hasta
San Petersburgo, y otro tanto hizo la violonchelista Lisa Christiani
(1827-1853) quien, una vez en la ciudad de los zares, decidió conocer el mundo
y se aventuró hasta la frontera ruso siberiana, donde compartió la vida de una
tribu nómada y vivió numerosos contratiempos que obligaron al ejército ruso a
acudir en su rescate. Sus peripecias fueron recogidas en el libro Tour du
monde, cuya lectura resulta una auténtica delicia. Como ellas, muchas otras
mujeres se iniciaron en el viaje a través de excursiones europeas. Algunas de
ellas, como Henriette d'Angeville (1794-1871) o las hermanas Ellen (1832-1917)
y Anne (1836-1902) Pigeon, lo hicieron con el atrevido propósito de escalar
las cumbres alpinas.
Tras un sueño romántico
La posibilidad de adentrarse en Oriente
próximo venció a Europa. La fascinación por estas tierras obedecía sin duda al
romanticismo idealizado de Las mi! y una noches. No era un viaje fácil. Hasta
muy adelantado el siglo XIX, quienes viajaban hasta allí debían hacerlo a lomos
de caballo, acampando en los caravasares que antaño habían albergado a los
mercaderes de la Ruta de la Seda y, dada la abundancia de bandoleros, llevarla
compañía de un guía o dragomán (intérprete). En algún caso, como en el de
Margaret Fountaine, la compañía de estos hombres, buenos conocedores del
terreno, acabó en una relación amorosa. Pero niLadyMontagu (1689-1762) en el
siglo XVIII, ni Cristina de Belgioso (1808-1871), ni Eliza Fay (1755-1816), ni la
mayor parte de estas intrépidas mujeres, viajaban en busca de vivir su
particular pasión turca. Tampoco Ida Laura Pfei-ffer (1797-1858), una tranquila
ama de casa vienesa quien en 1842 decidió que ya había cumplido con su misión
de esposa y madre y, tras redactar su testamento y dejar bien organizados sus
asuntos legales, partió rumbo a Tierra Santa. El viaje estuvo lleno de
contratiempos, pero aún así Ida reconoció que nunca había sido tan feliz, y
desde ese día pasó el resto de su vida viajando. Escribió para sufragar sus
viajes, vendió algunas de sus posesiones y buscó patrocinadores para poder
ampliar su radio de acción. De este modo llegó hasta Madagascar, las islas
Célebes y los Andes peruanos. Cuando murió en 1858, ya era una auténtica
celebridad y sus libros habían sido traducidos a varios idiomas.
Como Ida, Amelia Edwards (1831-1892)
descubrió que viajar era la pasión de su vida, después de un complicado periplo
por Italia, donde llegó en busca del sol que su Inglaterra natal le negaba. Ya
era una prolífica escritora, pero su carrera acabaría por consolidarse en 1875
cuando, de regreso de un largo viaje por Egipto, publicó el libro A Thousand
Miles Up the Nile. En él relataba su viaje por el Nilo desde El Cairo hasta Abu
Simbel, haciendo una perfecta descripción de templos, tumbas y monumentos. A
raíz de ello fundó la Egypt Exploration Society, primera sociedad para
preservar los monumentos del Antiguo Egipto, por lo que puede considerársele
pionera de la egiptología.
Desde aventureras como Lola Montes
(1821-1861) a escritoras como FloraTristán (1803-1844), abuela de otro ilustre
viajero, el pintor Gauguin, muchas mujeres se aventuraron por el continente
americano. Una de ellas fue la escocesa Francés Erskine Inglis (1804-1882),
conocida como Francés Calderón de la Barca, puesto que adoptó el apellido de su
esposo, embajador español en México. Durante dos años recorrió a fondo el país
y el resultado fue una guía geográfica, naturalista y topográfica tan exacta
que el ejército estadounidense la utilizó durante su campaña contra México en
1847.
El fin del siglo XIX y la primera década
del XX fueron los años dorados de las exploradoras. Al compás de la
reivindicación sufragista, el viaje se convirtió en otra forma de emancipación
femenina.
El boom de las grandes viajeras
La nómina de viajeras que
recorrieronÁfrica, Asia,' América y Oceanía sería extensísima y abarcaría !
desde exploradoras y etnólogas a pioneras de la aviación. Marianne North
(1830-1890) que llegó a Chile, Isabella Bird (1831-1904), Florence Baker
(1841-1916), May French Sheldon (1847-1936), Ne-llie Bly (1867-1922), Delia
Akeley (1875-1970), Anna Forbes (1893-1967), Freya Stark (1893-1993), Rosita
Forbes (1893-1967), Osa Johnson (1894-1953), Amelia Earhart (1897-1937), Beryl
Markham (1902-1986) y tantas otras merecerían por sí solas una biografía, pero
nos detendremos en tres nombres emblemáticos: Mary Kingsley, etnóloga y
naturalista; Alexandra David-Néel, bien llamada "viajera mística", y
Gertrude Bell, quien llegó a la política.
Con razón se conoció a la británica Mary
Kingsley (1862-1900) como la "reina de África". Hija de un reputado
médico y escritor de viajes y sobrina de Charles Kingsley, biógrafo de Hipatia
de Alejandría, Mary se interesó desde muy joven por la etnología y la historia
natural, pero no fue sino hasta 1893, a la muerte de sus padres, cuando viajó
al África Occidental. Repitió el viaje un año después, con el encargo de
recolectar muestras de peces, insectos y reptiles para el Museo Británico, al
tiempo que estudiaba las costumbres tribales y se documentaba para su primer
libro Viajes por el África occidental.
Así se consagró como la mayor
especialista británica en el África negra y, desde ese momento, se sucedieron
las conferencias y los artículos, a los que siguió un segundo libro, Estudios
del África occidental, publicado en 1899. En 1900 acudió como voluntaria para
atender a los heridos de la guerra de los boers, pero poco después de llegar
contrajo fiebre tifoidea y murió. Según sus deseos, su cadáver fue arrojado al
mar que bañaba las costas de su amada África.
Legados históricos
La primera mujer en doctorarse en
Historia Moderna en la Universidad de Oxford (1887) fue Gertrude Bell
(1868-1926). Con 23 años viajó por primera vez a Oriente Medio. Desde entonces
dio dos veces la vuelta al mundo y realizó numerosos desplazamientos a las
actuales Siria, Irak, Líbano, Israel y Turquía. Acompañaba sus viajes de una
intensa actividad intelectual: estudió persa y árabe, fotografió y tomó medidas
de cuantos palacios y mezquitas encontró en su camino, promovió excavaciones
arqueológicas, escribió libros y tradujo textos arcaicos: su conocimiento del
medio la llevó a ser comisionada por el Servicio de Inteligencia Británico
durante la I Guerra Mundial y más tarde colaboró con el coronelThomas E.
Lawrence, más conocido como "Lawrence de Arabia". Impulsora decidida
de la descolonización británica de los países árabes, colaboró estrechamente con
Winston Churchill y, buena conocedora del rico patrimonio artístico de la zona,
organizó el Museo Arqueológico de Bagdad. Su legado, compuesto por más de siete
mil fotografías, artículos y cartas, sigue siendo una fuente indispensable para
el conocimiento del arte y la cultura de Oriente Medio.
Nacida en París, se dice que Alexandra
David-Néel (1868-1969) leía ya la Biblia a los seis años y que siendo una
adolescente frecuentaba diversas sociedades teosóficas. También se convirtió en
una cotizada cantante de ópera. No obstante, pronto cambió el arte por el
viaje. Casada con Philippe Néel, su matrimonio apenas duró unos meses, aunque
jamás dejaron de comunicarse.
En 1890, tras recibir una considerable
herencia, emprendió su primer viaje a India. Desde entonces no cesó de
frecuentar Extremo Oriente: Ceylan, Indochina, China, Japón y Mongolia, entre
otros, hasta que en 1926, fue la primera mujer occidental que pisó Lhasa, la
capital del Tíbet. Allí permaneció varios meses en compañía de los lamas y,
tras regresar a Europa convertida al budismo, publicó su célebre Viaje a Lhasa
que le confirió una extraordinaria popularidad. Su pasión fue tal, que en
vísperas de su 101 cumpleaños, acudió a renovar su pasaporte asegurando que
"nunca se sabe cuando puede hacer falta".
La actitud de la anciana Alexandra
David-Néel resume de manera prístina el talante que animó a estas valientes
viajeras para abrir el camino a las nuevas generaciones de mujeres.
Guiados por un afán científico, por ansias de
riqueza o por el mero placer de la aventura, a lo largo de la historia miles de
hombres han viajado por los rincones más ocultos y desconocidos de los cinco
continentes. Gracias a nombres como Marco Polo, Cristóbal Colón, David
Livings-tone o William Beebe, nuestro planeta ha ido poco a poco develando sus
secretos geográficos. Pero no lo ha hecho sin cobrar un precio. Con frecuencia
la muerte y la enfermedad se convirtieron en la moneda de cambio por tal ansia
de conocimientos, y quizá hasta la única recompensa recibida. No importaba.
Como suele decirse, eran individuos fabricados de una materia especial, de una
fe inquebrantable. Personajes que sacaban fuerzas de flaqueza ante la
adversidad, que continuaban caminando cuando las piernas y brazos ya no les
respondían; capaces de enfrentarse a las tormentas heladas de los árticos, a
las ardientes arenas del desierto, a las inhóspitas y oscuras profundidades del
mar y del firmamento, a la sed, el hambre y la desesperación. Hombres y
mujeres, porque también las hubo, y muchas.
Como reconocimiento a ellos, hemos seleccionado a 14
grandes exploradores de la historia; quizá no los más valientes, ni siquiera
los más famosos, pero sí seguramente los más significativos para comprender
cuan lejos puede llevarnos el espíritu humano cuando se trata de explorar un
mundo entero.
¡No he contado ni la mitad de lo que vi!",
respondió Marco Polo en su lecho de muerte a quienes le pedían que confesara
las mentiras narradas tras su viaje ala mítica Catai (China). Porque, ¿cómo iba
a ser cierto que existiera un país donde se quemaban piedras para calentarse
-carbón- o donde el papel servía como moneda de cambio? De todo ello, y de
mucho más, había hablado Marco Polo en su libro II Milione, también llamado El
libro de las maravillas o Una descripción del mundo, un best seller de su
época, escrito en Genova en 1298 al regreso de un periplo que lo ausentó de su
Venecia natal durante 23 años.
En el siglo XIII, esta ciudad-estado era una de las
grandes potencias mercantiles del mundo -al menos del conocido-, en la que los
Polo formaban parte de una de sus familias más influyentes. Fue precisamente
por su deseo de ampliar las alianzas comerciales, por lo que el padre y el tío
de Marco partieron en 1260 rumbo a Oriente. A su regreso, 11 años después,
confesaron secretamente a su joven sobrino que más allá del mar Caspio existían
tierras fabulosas, no para ser descritas, sino más bien para ser admiradas.
Así fue como en 1271 los tres hombres partieron
nuevamente rumbo a Oriente, al encuentro del Gran Khan, gobernador de Asia. El
viaje lo hicieron por tierra, al considerarlos navios como "vehículos
funestos... cosidos únicamente con cordel sacado de la cascara de la nuez de la
India". Cuando llegaron a Pekín, residencia de Kublai, el Gran Khan, Marco
Polo había recorrido 9.000 km en tres años y medio, muy lejos aún de los 38.625
que andaría durante los siguientes 20. Porque fue tanto el aprecio que Kublai
sintió por el más joven de los Polo, que casi de inmediato lo incorporó a su
administración nombrándolo embaj ador e inspector fiscal. Para Marco fue la
oportunidad de admirar un mundo mucho más avanzado que todo Occidente en su
conjunto. En sus escritos mezcla detalles tan importantes como un comercio
basado en el transporte de mercancías por canales que empequeñecían a los
venecianos, con otros más nimios pero no menos sorprendentes, como un salón
imperial donde todas las noches se servía la cena a 6.000 comensales. Serían
los deseos de su padre y tío de narrar tantas maravillas en su país natal lo
que los hizo regresar, llegando a Venecia en el invierno de 1295. Esta vez, sí,
a bordo de un navio que los llevó desde China hasta Ormuz y a partir de ahí,
por carretera.
A su llegada, la gente quedó embelesada por las
historias de los Polo; tan asombrosas, que aún hoy se discute si Marco
realmente estuvo en China. En su contra: no citar en el libro detalles que tuvo
que haber visto como la Gran Muralla, el té, la costumbre de vendar los pies a
las mujeres o el arte de la caligrafía. A su favor: 23 años de ausencia experimentando
lo que ningún europeo antes se hubiera atrevido siquiera a soñar.
Ibn Battuta
1304-1377
Poco
conocido en Occidente, Ibn Battuta recorrió a pie más trayecto que todos en la
historia. Referente de exploradores, fue uno de los primeros hombres que viajó
por el puro placer de hacerlo.
Cuando en el año 1349, Ibn Battuta regresó a
Marruecos acompañado por un séquito de sirvientes y cargado de riquezas, pocas
personas reconocieron al muchacho que 24 años atrás salió del país a lomo de un
burro y con un fardo como único equipaje. Pero lo era, y así lo dejó plasmado
en el libro Regalo a ¡os observadores, que trata sobre las curiosidades de las
ciudades y las maravillas de sus viajes que comenzó a los 21 años de edad y lo
llevaron a recorrer más de 120.000 km. Con una máxima personal de no pisar dos
veces el mismo camino, el periplo de Ibn Battuta empezó en suTánger natal en
dirección a La Meca. Como él narraría muchos años después al estudioso
granadino Ibn Yuzayy, lo hizo "solo, sin compañero con cuya amistad
solazarme ni caravana a la que adherirme". Ya en la ciudad santa quedó
prendado de la gran variedad de personas y culturas agolpadas en sus calles.
Fue entonces cuando se juró contemplar por sí mismo la amplitud del mundo, esas
regiones de las que ni siquiera había oído hablar pero cuya presencia era
evidente. Cambió su regreso a Marruecos por la partida a Bagdad.
En los siguientes años viajó a Kenia, a Oriente
Medio, a Anatolia y al mar Negro. Sintió los fríos del Caucase, el ardor del
desierto y el sabor de manjares desconocidos. En Constantinopla recibió como
obsequio del emperador bizantino Andrónico III un caballo, una silla de montar
y una sombrilla; y en India quedó prendado de los trucos de los yoguis y
aterrorizado por la costumbre de la inmolación femenina junto a sus maridos
fallecidos. Fue el sultán de este país, Mohamed Tughlaq, quien lo nombró Kadi o
juez jefe, enviándolo en 1342 a China como su embajador personal. Durante el
trayecto unos bandidos asesinaron a todo su séquito, su fortuna personal se
diluyó en un naufragio y a duras penas logró alcanzar China, tras cruzar los
territorios de Bengala, Assam y Sumatra. Una vez allí, logró congraciarse con
el Gran Khan, a pesar de haberperdido los regalos encomendados por el sultán de
India. A su servicio rehízo su fortuna, regresando a Marruecos en noviembre de
1349. Con 45 años de edad, poco quedaba ya de aquel muchacho de 21. Había
sobrevivido a tempestades y asaltos, se unió en matrimonio a varias mujeres,
tuvo diversos hijos y conoció naciones hasta entonces desconocidas cuyos
dirigentes lo nombraron embajador, juez, profesor y asesor. En su libro se
autodefinió como alguien que siempre está dispuesto a aprovechar la oportunidad
de emprender una nueva aventura y que sabe exprimir lo bueno de cada
circunstancia.
Al igual que con Marco Polo, Ibn Battuta también fue
acusado de mentiroso, lo que no impidió que la gente le profesara un profundo
cariño, hasta su fallecimiento en la ciudad que lo vio nacer y después partir a
recorrer el ancho mundo.
Venerados en
sus respectivos países, estos tres navegantes protagonizaron las gestas marinas
más asombrosas y audaces de la historia.
En medio de la más absoluta cotidianidad, el 26 de
agosto de 1768 el Endeavour, un antiguo barco carbonero remodelado, partía del
puerto de Plymouth (Inglaterra) hacia los mares del Sur con la misión de
verificar la existencia del "Gran Continente Sur", al que la leyenda
describía como el lugar más rico del planeta. Como capitán de la expedición se
escogió a James Cook, descendiente de una humilde familia de Marton que, con esfuerzo
y dedicación, había adquirido renombre de buen marino y gran científico, tras
abandonar su primer trabajo como vendedor. A él se debía el cartografiado de
las nuevas posesiones en Canadá y diversos artículos sobre la aplicación de las
estrellas a la navegación marina.
Con una tripulación de 94 personas, el Endeavour
alcanzó Tahití el 10 de abril de 1769, y tras siete semanas de descanso, partió
rumbo 40° Sur, allá donde se creía que estaría el continente perdido. Sin
embargo, los británicos solo encontraron un frío tan intenso que los obligó a
virar rumbo noroeste, siguiendo las notas aportadas por el explorador holandés
Abel Tasman más de un siglo atrás. Aunque todos confiaban en su criterio, lo
cierto es que navegaban por aguas desconocidas y sin un rumbo claro.
Pero hubo suerte. El 6 de octubre el Endeavour
fondeaba en una gran isla a la que Cook bautizó como Nueva Gales del Sur (Nueva
Zelanda). El tamaño de costa cartografiado en los tres meses siguientes, 3.860
km, los hizo creer que se trataba del gran continente austral, optando por
regresar a casa bordeando la costa este de Nueva Holanda (Australia), una
extensión de tierra inexplorada pero ya conocida por algunos marinos. Entonces
no lo sabían, pero esa línea costera de Nueva Holanda era realmente el
continente buscado, solo que nadie había intentado bordearlo en toda su
extensión y, mucho menos, penetrar hacia el interior. Cook, como buen científico,
lo intentó en la medida de sus posibilidades, hasta encallar en la Gran Barrera
de Coral donde el Endeavour sufrió numerosas entradas de agua que obligaban a
su rápida reparación. Pero ¿dónde?
Comenzó entonces un viaje heroico protagonizado por
una tripulación enferma de malaria y disentería que, sin embargo, logró
confirmar la existencia del estrecho de Torres, entre Australia y Nueva Guinea,
y regresar a Inglaterra fondeando siempre que se pudo para realizar
reparaciones de urgencia. En su país, Cook recibió felicitaciones, honores y un
nuevo encargo: recorrer cuanta tierra pudiera en la zona descubierta. Lo hizo
en dos viajes posteriores, constatando, ahora sí, la existencia de Australia y
de otras muchas islas y archipiélagos, hasta que en febrero de 1779 murió
asesinado por nativos de Hawai. Para entonces, el Endeavour había viajado más
kilómetros de los que separan la Luna de nuestro planeta y descubierto más
superficie terrestre que cualquier otra exploración anterior.
Juan Sebastián Elcano
1476-1526
Nunca buscó la gloria, pero el destino es caprichoso
y precisamente a él le correspondió ser el primero en dar la vuelta al planeta,
tras un periplo plagado de infortunios y penalidades.
El 10 de agosto de 1519, una flota compuesta por
cinco naves y 265 hombres partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda con una
meta: alcanzarlas islas de las especias (Molucas) por el oeste, en lugar de por
el este como ya hacían los portugueses. A su mando, el portugués Fernando de
Magallanes, y como uno de sus maestres, el guipuzcoano Juan Sebastián Elcano,
primogénito de nueve hermanos y buen navegante, aunque sin experiencia en
grandes campañas marinas.
Tras varios meses de navegación, la flota logró
conectar con el océano Pacífico a través del hemisferio sur americano. Eso sí,
tras soportar el hambre y el frío, lidiar un motín y perder dos naves con sus
provisiones. Y ese fue solo el comienzo. Ya en el Pacífico llegaron la sed, las
quemaduras y el escorbuto. Solo la visión de una isla el 6 de marzo de 1521
terminó con tanto mal. Eran las Marianas, archipiélago en el que los españoles
aprovecharon para abastecerse y entablar relaciones con unas tribus tan
hostiles que en una emboscada asesinaron a buena parte de la tripulación,
incluyendo a Magallanes. Las bajas fueron tremendas. Elcano fue nombrado
capitán de una de las dos naves que quedaron a flote, la Victoria, y ordenó
proseguir rumbo al oeste en lugar de desandar lo andado en su regreso a España.
El 21 de noviembre se encontraron con las Molucas,
la meta de la expedición y donde aprovecharon para cargar las bodegas de clavo
a cambio de espejos y otros objetos. La noticia de que los portugueses los
estaban buscando motivó su marcha precipitada. Ya solo quedaba una nave en pie
y 43 marineros vivos, tan enfermos y cansados que la llegada a casa parecía
imposible. Pero había que intentarlo.
Tras pasar por Mozambique el hambre arreciaba, pero
no podían abastecerse porque los portugueses, dueños de todas las costas
africanas, los arrestarían en cuanto desembarcaran. Solo el pillaje les
permitió subsistir. Las últimas semanas de travesía sufrieron verdaderas
dificultades, con tripulantes famélicos apenas capaces de ocuparse de un barco
desarbolado. Por ello, cuando regresaron a Sanlúcar de Barrameda el 6 de
septiembre de 1522, la gente no podía creer que esos únicos 18 supervivientes,
hambrientos y semidesnudos, afirmaran haber dado la vuelta al mundo.
Como premio a sus servicios, el emperador Carlos I
concedió a Juan Sebastián Elcano un escudo de armas con un globo terráqueo y la
leyenda Primus circundedisti me (el primero en rodearme). Sin embargo, poco
disfrutó de la gloria, pues falleció de escorbuto en un segundo viaje a las
Molucas cuatro años después de su regreso.
Cristóbal Colón
1451-1506
De origen
incierto y vida misteriosa, su aventura hacia América reunió los principales
valores que se asocian con un explorador: audacia, determinación y liderazgo.
Afines del siglo XV, España y Portugal luchaban por
el control de los mares del mundo. De un mundo algo reducido, ya que solo en
1487 los portugueses habían logrado atravesar el extremo sur de África y nadie
sabía lo que se encontraba más allá de las Azores. Cristóbal Colón quería
averiguarlo y, tras consultar a astrónomos, marinos y matemáticos, dedujo que
la Tierra era esférica, dibujando su propio mapamundi para presentarlo a las
monarquías europeas y convencerlas de que había un camino más corto hacia la
tierra de las especias.
Cautivada por su personalidad, la reina Isabel la
Católica intercedió en su favory tras ocho años de duras negociaciones, el 3 de
agosto de 1492, tres carabelas, con 90 hombres a bordo, partieron del Puerto de
Palos en dirección suroeste. Aún hoy asombra el valor que demostraron estos 90
marinos, encaminados a navegar por mares desconocidos durante un tiempo
indefinido. Sin duda contribuyó en mucho la confianza depositada en su capitán
general que los tranquilizaba dejándose ver en la borda rodeado de complejos
instrumentos de navegación que simulaba utilizar, cuando la verdad es que su
viaje se basaba únicamente en la "navegación a estima" y en la
lectura de los astros.
Aunque la ruta seguida fue acertada, Colón erró al
considerar la esfericidad del planeta un 20% menor a la real, demostrándose en
que las provisiones desaparecieron mucho antes de lo previsto y en que el
hambre, la sed y el escorbuto se apoderaron de la tripulación. La situación
llegó a tal extremo, que Colón tuvo que sortear diversos conatos de motín,
hasta que el 12 de octubre, el grumete Rodrigo de Triana gritó: "¡Tierra a
la vista!"
La primera isla en la que desembarcaron fue la de
Guanahani, en Las Bahamas, a la que se rebautizó como San Salvador. Durante los
tres meses siguientes exploraron la zona y solo el hallazgo de oro en La
Española-actual República Dominicana y Haití- otorgó algo de éxito a la
expedición, motivando el establecimiento de la primera colonia europea en
América con permiso de los vikingos.
El resto regresó a Europa aprovechando el
"viento de poniente", y cinco meses después, Colón recorrió
triunfalmente las calles de Barcelona acompañado por los Reyes Católicos en
medio de gritos y aplausos. Todos creían haber vencido a Portugal en el control
de las Indias, cuando realmente se había descubierto otro continente, ese al
que en 1493 Pedro Mártir bautizaría como "Nuevo Mundo"
Tal error motivó el desprestigio sucesivo del ya
nombrado almirante, quien regresaría a América en dos viajes posteriores, pero
ya alejado del beneplácito real. La historia le devolvería con creces la fama
arrebatada.
De la misteriosa África a la Luna, ningún espacio se
resistió al empuje de unos hombres deseosos de sobrepasar sus propios límites.
David Livingstone
1813-1873
Su muerte
marcó el fin de una época, la de aquellos viajeros cautivados por los misterios
del continente africano. Misionero, cartógrafo y profesor, Livingstone fue el
gran explorador del siglo XIX.
Nació el 19 de marzo de 1813, en el seno de una
familia pobre de Glasgow (Escocia). A los 10 años ya trabajaba en las fábricas
de algodón, reservando las últimas horas del día para el estudio. Una
constancia que le permitió completar la carrera de Medicina e ingresar en la
Sociedad Misionera de Londres para desarrollar la gran pasión de su vida:
predicar el evangelio.
Lo hizo en África, un lugar que en los mapas aún
figuraba como "el continente misterioso", pero que en absoluto
desanimaba a Livingstone, convencido de que en ese vasto territorio habría
cientos de tribus a las que evangelizar. De este modo, en la primavera de 1841
desembarcó en Sudáfrica, iniciando los viajes que tanta fama le otorgarían y
que lo llevarían a cruzar el desierto del Kalahari, descubrir el lago Ngama o
recorrer el curso inferior del río Zambe-ze, antes de intentar en 1853 cruzar
el continente africano de este a oeste, en una expedición nunca antes
realizada. Partiendo de Ciudad del Cabo, Livingstone se dirigió al norte
acompañado por 27 hombres de la tribu makololo. El viaje fue un recorrido
penoso en el que tuvieron que hacer frente a las enfermedades, al ataque de
tribus hostiles y al hambre. Durante seis meses caminaron por tierras
pantanosas y selváticas, que estuvieron a punto de acabar con su vida. Sin
embargo, alcanzó las costas de Luanda ante el asombro general, después de haber
atravesado 2.415 km a pie.
Rechazadas las ofertas de volver a su patria para
sanarse, Livingstone tomó rumbo al este, en dirección a Sesheke, en pleno
centro del continente. Cuando alcanzó la ciudad, una rama le había cegado un
ojo y las fiebres reumáticas casi le impedían caminar pero, con su tesón
habitual, decidió continuar tras descansar unos días y aprovisionarse de
hombres y material. A los 80 km la expedición se encontró con unas imponentes
cataratas llamadas por los lugareños Mosi Oa Tunya (El humo que retumba),
mismas que rebautizó como cataratas Victoria. El descubrimiento levantó su
ánimo y en mayo de 1856 entró en la ciudad de Quelimane, tras descender el
curso del río Zambeze y completar una hazaña sin precedentes hasta entonces.
A su regreso a Londres, la Real Sociedad Geográfica
le otorgó la medalla de oro por esta gesta: era todo un héroe. Por ello el
estupor general al saberse que había dejado de dar señales de vida en 1869, en
una nueva expedición africana. Cuando el joven reportero del New York Herald,
Henry Stanley, lo encontró dos años después en la aldea de Oujiji, el misionero
ya era un anciano enfermo. Livingstone murió en 1873. Los africanos lo
enterraronbajo un baobab como reconocimiento —donde hoy descansan su corazón e
intestinos—, mientras su cuerpo fue trasladado a Inglaterra conservado en sal.
Neil Armstrong
1931-2012
La Luna fue
testigo en 1969 de una hazaña casi imposible que tardó miles de años en ser
cumplida y que, posiblemente, tardará en volver a serlo.
Tenemos la oportunidad de ganar a los rusos poniendo
un laboratorio en el espacio o haciendo un viaje a la Luna, o enviando un
cohete que alunice allí, u otro tripulado que vaya a la Luna y vuelva",
fue el grito desesperado del presidente estadounidense John F. Kennedy cuando
se enteró de que el cosmonauta soviético Yuri Gagarin había orbitado con éxito
alrededor de la Tierra el 12 de abril de 1961. La respuesta fue afirmativa y el
nuevo reto se enfocó completamente durante los ocho años siguientes en el
Programa Apolo de la NASA.
El plan consistía en depositar al menos un hombre en
la superficie lunar, un hombre llamado Neil Armstrong, joven piloto de 38 años
al que acompañarían en la misión otros dos hombres, Edwin Aldrin y Michael
Collins. Héroe de la aviación en la guerra de Corea, licenciado en ingeniería
aeronáutica, Armstrong obtuvo la licencia de piloto antes que la de conducir, a
los 16 años de edad, y ya sabía lo que significaba viajar al espacio. Aunque, por
supuesto, la misión para la que se les estaba preparando no podía compararse a
ninguna anterior.
Por ello, el día del lanzamiento, 16 de julio de
1969, todos los corazones se cerraron en un puño. Pero aquella nave bautizada
Apolo 11, con un computador menos potente que algunos de los electrodomésticos
actuales, respondió de forma correcta y, tras separarse de su cohete propulsor,
orbitó alrededor de la Tierra para adquirir empuje y enfilar en dirección a
nuestro satélite. "La Luna que he conocido toda mi vida, ese pequeño disco
bidimensional en el cielo, se ha ido a alguna parte y ha sido reemplazada por
la esfera más impresionante que he visto nunca", transmitió Collins a la
base de seguimiento en Houston. Cuatro días más tarde, el pequeño módulo Eagle,
con Armstrong y Aldrin en su interior, se separaba del Apolo para posarse en la
superficie lunar.
Pasadas seis horas, el comandante descendía del
módulo y pronunciaba su célebre frase: "Es un pequeño paso para el hombre,
pero un gran salto para la Humanidad". En este instante las comunicaciones
parecieron cortarse, y algunos creyeron oír "para el hombre", cuando
Armstrong siempre aseguró
haber pronunciado "para un hombre". Lo
crucial es que el paso se había producido, y así lo observaron por televisión
500 millones de espectadores. ¡Qué lejos quedaron los tiempos de Marco Polo,
Livingstone, Elcano y tantos otros!
En su regreso a casa, los tres astronautas fueron
acogidos como héroes y no solo Estados Unidos, también España, Inglaterra,
Francia y otros países los sintieron como tales. Aquel viaje había logrado unir
durante cuatro intensos días los corazones de millones de habitantes, que
comprendieron cuan diferentes somos, pero, a la vez, que cercanos estamos
cuando de superar limitaciones comunes se trata.
Richard
Francis Burton
1821-1890
Hablaba 30
idiomas y descubrió el lago Tanganika. Trabajó de espía y era considerado el
tercer mejor espadachín del Imperio británico. Fue diplomático, traductor,
militar pero, sobre todo, explorador.
Desde siempre se supo que la vida de Richard Burton
no iba a ser una más. Perteneciente a una distinguida familia de Inglaterra, a
los 21 años ya había retado en duelo a un hombre por burlarse de su bigote,
estudiado en Oxford y entrado en la carrera militar con destino a India, donde
sirvió durante siete años y comenzó a aprender las más de 30 lenguas y otros
tantos dialectos que llegaría a dominar en el futuro y que le permitieron,
entre otras aventuras, convertirse en uno de los primeros europeos en penetrar
en las ciudades prohibidas de La Meca y Medina. Tras ello viajó a África y
participó como espía para su país en la guerra de Crimea. Nunca levantó
sospechas allá por donde iba, no solo por su facilidad con las lenguas, sino
también por el color moreno de su piel. "Gitano", le llamaban sus más
íntimos amigos.
A los 36 años Burton ya había vivido lo que otros
considerarían tres vidas completas, pero su gran aventura aún estaba por
llegar. En 1857, un gran misterio geográfico continuaba sin ser desvelado: el
nacimiento del río Nilo, ese lugar conocido poéticamente como Las montañas de
la Luna. La Roy al Geogra-phical Society le ofreció a Burton el liderazgo de
una expedición para resolver este enigma y él aceptó. Su compañero sería John
Hanning Speke, otro oficial, del ejército indio. Con una comitiva de 230
hombres partieron el 16 de junio de 1857 desde el puerto de Zanzíbar rumbo al
corazón de África.
El trayecto fue duro, cruel, y puso al límite la
resistencia de ambos hombres. A la enfermedad y las inclemencias lidiaron con
motines y continuas peleas entre sus porteadores. Tras medio año de viaje, el
13 de febrero de 1858 se convirtieron en los primeros hombres blancos en
observar el lago Tanganika. Para entonces, la salud de los dos británicos era
muy precaria; necesitaron ser transportados en camilla aquejados de fiebre,
ceguera y parálisis parciales. Las peleas entre ambos fueron en aumento y Speke
aprovechó la parálisis de su compañero para investigar por su cuenta. El 3 de
agosto descubrió un lago al que llamó Victoria. Lo inspeccionó de manera somera
y concluyó que en sus aguas natía el Nilo. Burton no compartió esta tesis,
manteniendo ambos acaloradas discusiones en los foros geográficos sobre el
tema. La historia le daría la razón al segundo, tardando aún algunos años en
descubrirse el verdadero origen del Nilo. Tras su regreso a Inglaterra, en
1859, Burton continuó con sus viajes y expediciones, relatando sus peripecias
en libros que llegaron a los 40 títulos y traduciendo otros desconocidos en
Occidente como Las mil y una noches o el Kamasutra. Sin embargo, su figura
nunca fue aclamada por sus contemporáneos, a diferencia de Livingstone. Burton
era demasiado libre como para adecuarse a la moral victoriana, siendo, por
ejemplo, un firme defensor de la poligamia. Quizá por ello su mujer quemó todos
los documentos y diarios atesorados durante años, cuando se enteró de su muerte
el 20 de octubre de 1890.
Vasco da Gama
1469-1524
En 1498, dos
mundos, el europeo y el asiático, volvían a unirse desde los tiempos de Alejandro
Magno. El mérito fue de un portugués de vida oscura, trato difícil, pero de
valía incuestionable.
En 1497, Vasco da Gama acudía a la corte del rey
portugués, don Manuel, para proponerle un plan: continuar con la expedición que
nueve años atrás comenzó Bartolomé Díaz, abortada tras sortearun hasta entonces
desconocido Cabo de Buena Esperanza. El rey aprobó la propuesta, aunque eso sí,
sufragándola con lo mínimo posible. Quizá porque casi nada sabía sobre la vida
de este aventurero, más allá de su pertenencia a la orden de Santiago. Pero Da
Gama no necesitaba más. Reclutó a 150 de los mejores marinos de su tiempo,
contrató a intérpretes de árabe y de la lengua africana del Congo, y con cuatro
naves partió de Lisboa el 18 de julio de 1497. Como Colón, también él se
dirigía a un destino inexplorado, aunque con la relativa seguridad de no tener
que adentrarse en un mar infinito.
En las islas Canarias aprovechó los vientos
adecuados para dirigirse al sureste, y a los cuatro meses atravesó el cabo de
Buena Esperanza. Sin embargo, los malos presagios no tardaron en aparecer y lo
hicieron en forma de violencia. El comandante de la expedición no era hombre de
diplomacia y por lo general obtenía datos de navegación secuestrando a los
indígenas, lo que obligaba a sus hombres a recurrir a las armas para
sobrevivir. A fines de diciembre, Da Gama desembarcó en un lugar al que llamó
Natal -Navidad en portugués-. Llevaban tiempo navegando por sitios nunca
cartografiados y por ello ordenó no perder la costa de vista mientras tomaban
rumbo norte. En el estuario del río Zambeze se abastecieron, repararon las
naves y se ocuparon de los muchos enfermos de escorbuto.
Llegaría a Mozambique, y Kilwa y Mom-basa, y el 20
de mayo de 1498, la flota alcanzaría Calicut, en India, el centro del comercio
de pimienta más importante del lugar. La ignorancia de los recién llegados les
hizo creer que los budistas eran cristianos, al no despertarles sus ídolos
ninguna sospecha, a no ser que en las figuras "sus dientes sobresalieran unos
centímetros de la boca y tuvieran cuatro o cinco brazos". La anécdota
muestra el enorme desconocimiento que Europa tenía de una tierra no visitada
desde los tiempos de Alejandro Magno y que ahora, dos mil años después, volvía
a ser unida.
Sin embargo, la descortesía mostrada por Da Gama
aceleró el regreso a casa el 11 de enero de 1499. Cuando seis meses después
llegaban a Lisboa, solo quedaba con vida la mitad de los expedicionarios
iniciales. El portugués había marcado un hito en la navegación, propiciando un
comercio incesante que marcaría poderosamente los siglos venideros.
Más allá del propio éxito geográfico alcanzado,
estas expediciones sirvieron para unir mundos, culturas y formas de pensar
hasta entonces separados por la distancia.
Richard
Byrd
1888-1957
Marino en su
inicio y excelente piloto, Richard Byrd fundó la primera base antartica,
sobrevoló ambos polos y cartografió la circunferencia ártica.
Quienes conocían al capitán de corbeta Richard
Evelyn Byrd, siempre lo describieron como un hombre de extremos. No mentían.
Nacido en Winchester, Virginia, desde niño su vida se caracterizó por la acción
y la audacia. Rasgos que lo convirtieron en un excelente capitán de corbeta y
que evitaron su depresión cuando un accidente deportivo lo obligó a abandonar
el servicio y dirigir su mirada a los cielos. En 1918 obtuvo el título de
piloto, y formó parte tres años después de uno de los primeros vuelos
trasatlánticos. Por aquel entonces, los diarios hablaban del creciente interés
de las potencias occidentales por los polos geográficos, participando él mismo
en la exploración que Roald Amundsen organizó en dirección al Polo Norte.
Acompañado por sus colegas, Floyd Bennett y Bemt Balchen, dirigió su Fokker F-VIIIB-3M
Joséphine Ford al punto señalado,
alcanzándolo y fotografiándolo el 9 de mayo de 1926. Fue una gran proeza aérea
que Byrd, comprendió, solo podía ser superada sobrevolando por primera vez el
Polo Sur, una tierra inhóspita, mucho más extensa que el ártico, con vientos
feroces y sin bases cercanas en las cuales aterrizaren caso de contratiempo.
Decidido a que nadie se le adelantara, a su regreso a Estados Unidos de
inmediato comenzó a preparar la expedición austral.
En 1928, con la expedición organizada, 38 hombres,
entre científicos y pilotos, llegaron a la Antartica para levantar la estación
Little América, la primera de ese tipo en el continente blanco y desde la que
se ultimaron los detalles. Como avión escogió un trimotor Ford 4-AT-B
enteramente metálico, equipado con esquíes y cuyo motor podía soportar
temperaturas de hasta -45 °C. Lo llamó Floyd Bennett.
El 28 de noviembre de 1929, el avión, sobrecargado
por el instrumental científico que portaba, despegó a duras penas de la base.
En su interior, cuatro hombres abrigados con pieles para soportar la
temperatura gélida de la cabina y un sueño común: alcanzar los 90° latitud sur.
Tras atravesar los acantilados de hielo de la Gran Barrera, estuvieron a punto
de estrellarse en la cordillera de la Reina Maud, región apenas carto-grafiada
que significaba la entrada a lo desconocido.
Fueron horas de gran tensión que culminaron el 29 de
noviembre, cuando el monoplano se situó en la vertical del Polo Sur. En ese
instante, Richard Byrd gritó entre el rugir de los motores: "Desde este
lugar, el norte en todas las direcciones". A su regreso a Little America,
hubo gritos de júbilo y felicitaciones desde Estados Unidos. Tras sobrevolar
2.500 kilómetros de hielo en 18 horas y 30 minutos, Byrd había dejado una base
permanente, y fotografiado zonas inéditas e imprescindibles para la navegación.
Roald
Amundsen
1872-1928
La historia
de la conquista polar es seguramente la más dramática llevada a cabo por el ser
humano. Y de ella, la carrera protagonizada por el británico Robert Scott y el
noruego Roald Amundsen, su máximo exponente.
¡Señor mío! Éste es un lugar horroroso, y es
terrible que nos hayamos esforzado por llegar hasta aquí sin el premio de ser
los primeros". Así cerraba su diario Robert Falcon Scott antes de morir congelado mientras regresaba
del Polo Sur en 1912.
A comienzos del siglo XX, la Antartica era una tierra
tan inexplorada, que nadie podía asegurar que se tratara de un continente o de
un gigantesco témpano de hielo. Personajes como Ernst Shackleton o el propio
Scott habían tratado de conquistarla sin éxito y en 1909 este último preparaba
la que parecía ser la expedición definitiva. Pero con lo que no contaba era con
un rival llamado RoaldAmundsen, noruego nacido en la localidad de Borge y, por
entonces, el mayor experto en los polos. A los 25 años ya había comandado una
expedición antartica, decidiendo secretamente alcanzar el Polo Sur cuando supo
que Robert Peary lo había logrado en el Ártico y que Scott planeaba hacer lo
mismo en la Antartica.
La conquista de los polos fue la mayor demostración de resistencia
humana nunca antes constatada.
Para ello reclutó a 19 hombres, los mejores
esquiadores y conductores de trineo del mundo. Desechó llevar instrumental
científico y planificó la expedición como una carrera contrarreloj. Mientras,
Scott reunía a 65 hombres y contaba con pesados aparatos. Su idea era alcanzar
el Polo Sur, pero tomando datos científicos durante el trayecto. Solo cuando el
noruego le envió un telegrama, supo de las intenciones de su rival: "Le
informo que el Fram -nombre de su barco- se dirige a la Antartica.
Amundsen". La suerte quedaba echada.
El 1 de noviembre de 1911, Scott partió rumbo 90°
Sur acompañado por cuatro hombres; 12 días antes Amundsen hizo lo propio. La
carrera se dirimió a favor del noruego, y el 14 de diciembre alcanzó el Polo
Sur geográfico, clavó su bandera y emprendió el regreso. Cuatro semanas más
tarde por fin llegó el británico para luego iniciar un retorno trágico durante
el cual sus hombres morirían de frío o hambre. Scott sería el último en
hacerlo, solo, sin agua ni comida y cobijado en una solitaria y oscura tienda
de campaña.
Sin embargo, y como muestra de reconocimiento, el
compañero del noruego, Helmer Hanssen, escribió: "No es ningún menosprecio
a Amundsen y al resto de nosotros decir que los logros de Scott excedieron con
mucho a los nuestros... Simplemente hay que imaginarse lo que supuso para Scott
y los demás tirar de los trineos por sí mismos, con todos sus equipos y
provisiones hasta el Polo y después de regreso... Creo que los hombres nunca
han demostrado tanta resistencia en ninguna ocasión, y no creo que en el futuro
existan hombres que la igualen".
Como Scott, también Amundsen murió congelado,
intentando salvar a su amigo Umberto Nobile caído en el mar Ártico, pero quien
fue encontrado con vida. El cuerpo de Amundsen nunca fue hallado: el gobierno noruego
estableció el 14 de diciembre en su honor.
William
Beebe
1877-1962
Dentro de su
batisfera, Beebe alcanzó en 1934 los 923 metros de profundidad marinos. Durante
15 años nadie logró batir tal marca y menos su pasión por la exploración
submarina.
En 1930, William Beebe trabajaba como director del
Departamento de Investigaciones Tropicales de la Zoological Society de Nueva
York. Desde una conversación que tuvo una década atrás sobre las criaturas que
habitarían '.as profundidades marinas con su amigo, y entonces presidente de
Estados Unidos, Theodore Roosevelt, Beebe había trabajado con su compañero, el
ingeniero y mecenas Otis Burton, en un invento al que ".iarnó batisfera.
Se trataba de una bola de acero de 1,40 metros de diámetro, con un espesor de
tres cm y tres ventanas fabricadas en cuarzo fundido, con la que pretendían
superar la marca de los 60 metros de profundidad, el límite para un buceador de
la época. Un cable de acero, de un kilómetro de largo y dos centíme-ros de
grosor, bajaría y subiría el artefacto, y otro hueco les permitiría respirar y
hablar con el exterior. La fecha escogida fue el 6 de junio de 1930. Ese día,
Beebe y Burton se introdujeron en la batisfera en aguas de las Bermudas
acomodándose difícilmente en su interior y procurando no romper las bandejas de
productos químicos que debían absorber el dióxido de carbono, mientras la
angosta puerta de 200 kilos de peso se cerraba sobre ellos. El descenso fue
suave, y pronto Beebe comenzó a maravillarse por lo que veían sus ojos: seres
de colores y formas llamativas nunca catalogados. "Ninguno de los dos nos
habíamos dado antes cuenta cabal de nuestra posición en el espacio. Nos
habíamos convertido en verdadero plancton", exclamó el naturalista. Tras
una hora de inmersión, en la que alcanzaron los 240 m, Beebe dio la orden de
subir. Cinco días más tarde hubo una nueva inmersión, más maravillas submarinas
y la meta de 435 metros de profundidad, pero ambos exploradores querían más y
por eso trabajaron en los dos años siguientes en una batisfera que en 1932 les
permitió sobrepasar los 500 metros, momento que Beebe describió así:
"Estaba más allá del alcance de la luz solar por lo que se refiere al ojo
humano, y a partir de allí no había habido día ni noche, invierno ni verano
desde hacía dos mil millones de años".
Las inmersiones de Beebe y Burton llegaron cuando
del planeta solo el fondo marino seguía sin ser explorado. Por ello, la
National Geographic les propuso financiar una nueva inmersión con la condición
de alcanzar los 800 metros de profundidad. Ambos aceptaron y, el 15 de agosto
de 1934, la batisfera volvía a sumergirse en aguas de las Bermudas,
descendiendo hasta los 934 m, marca solo superada 15 años después por el propio
Burton.
Fue un momento histórico, no solo por la variedad de
nuevas especies descubiertas, sino por demostrar que todo un mundo habitaba y
coexistía con el ser humano bajo la fina superficie marina.
Las grandes expediciones del conocimiento
En nombre
de
La ciencia
Durante los siglos XVIII y XIX,
el espíritu de la Ilustración impulsó la edad de oro de la exploración
científica: naturalistas, geólogos y marinos colorearon los espacios en blanco
que todavía tenían los mapas del Pacífico, Sudamérica, África y Asia central.
Por Fernando
Cohnen
La
londinense Royal Society, una de las instituciones científicas más antiguas de
Europa, decidió en 1766 organizar una expedición científica para analizar el
tránsito de Venus sobre el Sol, un raro suceso astronómico a través del cual se
podría calcular la distancia entre ese planeta y el astro rey. El elegido para
dirigirla fue James Cook, un lugarteniente de la Armada que había demostrado
años atrás sus conocimientos de cartografía y su habilidad para determinar la
longitud a través de las estrellas.
Cook
partió del puerto de Plymouth en agosto de 1768 al mando del buque Endeauour
con destino a Tahití. Aquel día comenzó el que se consideraría décadas después
uno de los mayores viajes de exploración de la historia. La tripulación estaba
compuesta por 94 personas, entre las cuales se encontraba Joseph Banks, un rico
aristócrata in-'glés apasionado de la historia natural. En los tres años que
duró la aventura, Banks recolectó grandes colecciones de plantas hasta entonces
desconocidas por los botánicos europeos. Al poco tiempo de llegar a Tahití, el
astrónomo Charles Creen estudió el paso del planeta vecino sobre el Sol; sin
embargo, sus cálculos no resultaron concluyentes. Ajeno al desaliento, Cook
abrió el sobre sellado con las nuevas órdenes secretas del Ministerio de
Marina. El objetivo era dirigir el Endeauour hasta 40 ° Sur y buscar las costas
de Terra Australis Ignota, un misterioso continente que algunos miembros de la
Royal Society sospechaban podía estar situado en la zona austral del planeta.
Desde
hacía siglos, aquel mundo perdido se había convertido en el Santo Grial de la
exploración. En 1520, Fernando de Magallanes pensó que la isla Grande de Tierra
del Fuego era un punto costero de aquel misterioso continente que tanto había
excitado a los hombres de ciencia desde el siglo XV. Las costas de Nueva
Zelanda, descubiertas por AbelTasman en 1642, así como las de Australia,
también fueron consideradas parte de Terra Australis.
Con
la ayuda de un tahitiano llamado Tupaia, el marino británico llegó a Nueva
Zelanda, donde ma-peó el estrecho que separa la isla Norte de la isla Sur, un
paso marítimo que Abel Tasman no advirtió en su viaje de exploración. Luego se
dirigió a Australia y recalaron en algunos puntos de su costa sudeste, donde
mantuvieron contacto con los indígenas. Una vez concluida aquella etapa del
viaje, el Endeauour se dirigió a Batavia (Yakarta), capital de las Indias
Orientales, cuyas condiciones ambientales provocaron que gran parte de los
hombres sucumbieran a la malaria.
Cuando
la expedición regresó al Reino Unido, Cook publicó los diarios de su aventura
en el Pacífico. Aunque su expedición no aportó datos concluyentes del tránsito
de Venus sobre el Sol, sus descubrimientos geográficos y botánicos
contribuyeron a agrandar su prestigio como marino y explorador. Cook demostró
que Nueva Zelanda no estaba unida por el sur a ningún continente mayor, lo que
dejaba sin resolver el misterio de la legendaria Terra Australis Ignota.
Pasado
un tiempo, el marino volvió a ser requerido por la Royal Society para que
emprendiera otro viaje en busca del esquivo continente. Con su nuevo cargo de
comandante (Master and Commander), Cook circunnavegó la zona más austral del
globo terráqueo al mando del Resolution, buque que se convirtió en el primero
en cruzar el círculo polar antartico el 17 de enero de 1773.
Tras
sortear numerosos icebergs, los miembros de la expedición avistaron una gran
masa de hielo.
La Revolución industrial y el colonialismo
contribuyeron a fomentar los viajes de exploración a los lugares más remotos
del planeta.
“Tanto yo como la mayoría de los tripulantes éramos
de la opinión de que aquel hielo se extendía hasta el mismísimo polo o podía
estar unido a una porción de tierra, a la que llevaría sujeta desde épocas
remotas". Aunque no descubrió la Antártica, el genial marino intuyó su
presencia. Gracias a sus exploraciones, Cook demostró que no existía un
continente fértil más al sur de Australia.
En su último viaje (1776-1779), el marino comandó
una vez más el Resolution para explorar la costa oeste de Norteamérica e
intentar sin éxito cruzar el estrecho de Bering. En aquellos días comenzó a
sufrir un trastorno estomacal que le agrió el carácter. En Hawai, Cook fue
asesinado por un grupo de nativos. Sus 11 años de navegación acrecentaron los conocimientos
sobre el Pacífico y contribuyeron a ampliar el catálogo botánico con más de
3.000 nuevas especies de plantas. Su gesta lo convirtió en un héroe de leyenda
para los exploradores que lo sucedieron.
Un perfecto viajero científico
El siglo XIX fue el momento culminante de las
grandes expediciones científicas. Botánicos, geólogos, biólogos, exploradores y
marinos fueron coloreando los grandes espacios en blanco que todavía salpicaban
los mapas de Sudamérica, África y Asia central. A muchos los impulsó la
inquietud científica, la fama y la gloria. Otros se lanzaron a la aventura
motivados por un profundo sentimiento patriótico.Todos ellos se inspiraron en
las hazañas que llevó a cabo Cook en el siglo XVIII. La Revolución industrial y
el colonialismo contribuyeron a alimentar la exploración hacia los lugares más
remotos del planeta. El objetivo era buscar nuevos territorios para aprovechar
sus recursos y explotar a las poblaciones autóctonas, que aportaban una mano de
obra muy barata. Sin embargo, no todo fue lucro y comercio. Aquellas
expediciones facilitaron también un inmenso caudal de conocimientos
científicos. El patrocinio de la Royal Geographical Society de Londres fue
decisivo en algunas exploraciones del siglo XIX, entre otras la que encumbró a
Charles Darwin. Otros lo hicieron por su cuenta. Por ejemplo, el primer gran
explorador de aquel siglo, el prusiano Alexander von Humboldt, llevó a cabo su
impresionante aventura por América y Asia central gracias a la herencia que le
dejó su madre.
Junto a Darwin, Humboldt fue el paradigma del
viajero científico del siglo XIX. Era un aristócrata adinerado que recorrió
regiones remotas del planeta llevando consigo un abundante equipo de
investigación. Lo anotaba todo. Su sagacidad e intuición eran envidiables. Lo
que escribió en junio de 1799, meses antes de que comenzara el siglo XIX,
resume su método de trabajo: "Intentaré averiguar cómo interactúan entre
sí las fuerzas de la naturaleza, y cómo el entorno geográfico influye en la
vida de las plantas y los animales".
Sus viajes de exploración lo llevaron a Canarias, a
las llanuras y montañas de Venezuela, a los ríos Orinoco y Amazonas, a la isla
caribeña de Cuba, a los volcanes de Ecuador, a las vastas regiones de <
México y a las grandes mesetas asiáticas. Aquel hombre ilustrado dominaba
muchas ciencias. Entre otras, la geografía, la botánica, la zoología, la
oceanografía, la astronomía, la vulcanología y el humanismo.
Humboldt y su compañero de viaje, el francés Aimé
Bonpland, largaron velas en La Coruña el 15 de junio de 1799 a bordo de la nave
española Pizarra. La primera etapa de su aventura los llevó a Canarias, donde
exploraron el Teide. Tras continuar su periplo, los dos exploradores
desembarcaron el 16 de julio en Cumaná, en la costa norte de la actual
Venezuela, donde estudiaron los resultados de un devastador terremoto ocurrido
dos años antes.
En febrero de 1800, Humboldt y Bonpland se
dirigieron a Caracas para posteriormente recorrer el río Orinoco, tarea en la
que emplearon cuatro largos meses, recorriendo 2.760 kilómetros de tierras
vírgenes habitadas por diversas tribus. Tras explorar la flora y fauna de
Sudamérica, Humboldt viajó a Ecuador para estudiar sus espectaculares volcanes.
Más tarde llegó a México, donde obtuvo el permiso de
las autoridades para viajar a través de su extenso territorio, con la condición
de que no revelara esa información al gobierno de Estados Unidos. Pero su
ingenuidad lo llevó a incumplir su promesa. El explorador alemán era un hombre
ajeno a las artimañas políticas. Cuando fue invitado a Washington fue incapaz
de adivinar las intenciones del presidente estadounidense Thomas Jefferson,
quien con habilidad le extrajo muchos datos sobre la situación económica,
social y geográfica de México.
Aquellas confidencias avivaron los deseos de Estados
Unidos de apoderarse de algunos territorios del país vecino. Nunca se aclaró si
Humboldt fue consciente del daño que causó a las autoridades mexicanas, pero lo
cierto es que el gobierno estadounidense tenía en su poder copias de los mapas
de México del explorador alemán.Tras su estancia en Washington y Filadelfia,
Humboldt regresó a Europa en 1804.
Dos décadas más tarde efectuó un viaje a la Rusia
asiática por encargo del zar. Su nueva aventura le permitió explorar los
remotos territorios de Dzhungaria, en la frontera con China. En los últimos
años de su vida se centró en el estudio del Cosmos. Murió en 1859 tras haber
gastado prácticamente toda la fortuna que heredó de su madre. Entre otras
contribuciones, Humboldt desarrolló | las bases de la geografía física, la
geofísica, la sismología y la vulcanología.
Su obra fundamental sobre la geografía de las
plantas fue el origen de los actuales estudios ecológicos. Las vividas
descripciones del científico y explorador alemán sobre la flora y fauna que
encontró en sus viajes inspiraron al británico Charles j Darwin. "Los
méritos de Humboldt superan los de cualquier otra obra que haya leído sobre el
tema", reconoció el autor de la Teoría de la Evolución.
El viaje de
la evolución
Darwin partió de Plymouth el 27 de diciembre de 1831
a bordo del HMS Beagle. Su viaje fue posible gracias a que un amigo le contó
que el capitán de ese barco, llamado Robert Fitzroy, cedía parte de su camarote
a un joven que se ofreciera como voluntario para acompañarlo como naturalista.
En teoría, su trabajo iba a consistir en recoger y observar la flora y fauna
que encontraran en los territorios que iban a explorar.
Desde abril de 1832 hasta octubre de 1835, el Beagle
bordeó las costas de Argentina, Chile, Perú y, finalmente, recaló en las
Galápagos, donde se encontró con la riquísima flora y fauna de esas islas. Tras
viajar a Tahití, Nueva Zelanda y Australia, en octubre de 1836 la expedición
regresó a Inglaterra. Seis meses después, el naturalista escribió su Diario de
investigaciones, uno de los grandes libros de viajes. A esa obra le siguió una
serie de cuadernos sobre la "transmutación de las especies", fenómeno
al que Darwin no encontraba una explicación lógica.
La respuesta a su pregunta la obtuvo leyendo la obra
de Malthus, en la que el clérigo inglés afirmaba que la población siempre crece
más deprisa que los recursos alimenticios, de tal forma que siempre habrá
alguien que perezca de inanición. Darwin comprendió que los animales engendran
más descendientes de los que pueden alimentar, muriendo aquellos que les es
difícil adaptarse al medio. A este proceso lo bautizó con el nombre de
"selección natural". Tras estudiar 18 años los especímenes que
recogió durante el viaje, Darwin dio a conocer su teoría, en la que no escribió
ni una sola vez la palabra "evolución", aunque sí describió con gran
brillantez que las especies se transforman gradualmente en otras con el paso
del tiempo. Justo cuando iba a presentar su gran hallazgo, recibió una carta de
otro naturalista llamado Alf red Russell Wallace, en la que este le comunicaba
que había concebido una teoría muy similar a la suya tras viajar por diversos
países recogiendo especímenes.
La leyenda dice que Darwin adelantó la publicación
de su teoría para llevarse los laureles del descubrimiento. Lo cierto es que en
1858 ambos firmaron sendos trabajos que fueron presentados a la vez en Londres,
con una introducción de Charles Lyell en la cual aseguraba que los dos
naturalistas habían llegado a conclusiones muy similares.
Polémica en plena sociedad victoriana
Sin embargo, había diferencias sustanciales en los
dos trabajos. Mientras Wallace pensaba que los seres humanos temamos algo
sobrenatural que nos hacía especiales, Darwin creía que todas las especies,
incluidos los humanos, estaban sujetas a la selección natural. Su gran obra £1
origen de las espedes provocó un terremoto en la puritana y muy creyente
sociedad victoriana. El 30 de junio de 1860, en la reunión anual de la
Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia celebrada en Oxford y a la
que no acudió Darwin, el obispo Samuel Wilberforce afirmó con rotundidad que el
principio de la selección natural era incompatible con la palabra de Dios.
Posteriormente, Wilberforce preguntó aThomas Henry
Huxley, representante y amigo del naturalista británico, si se consideraba
descendiente del mono por parte de su abuelo o su abuela. Huxley le respondió:
"Si tuviera que elegir por antepasado entre un pobre mono y un hombre
magníficamente dotado por la naturaleza y de gran influencia, que utiliza esos
dones para desacreditar a quienes humildemente buscan la verdad, no dudaría ni
un instante en inclinarme por el mono". Darwin escribió a Huxley:
"¿Es que no tienes respeto por los obispos? ¡Por Júpiter, no lo has hecho
nada mal!".
Gracias a los esfuerzos de Cook, Humboldt, Darwin y
otros exploradores, las grandes masas terrestres ya eran bien conocidas a
mediados del siglo XIX. Pero en aquella época apenas se intuían los secretos
que escondían los fondos marinos. El desarrollo de la telegrafía submarina
entre continentes y la propia curiosidad de la comunidad científica avivaron la
necesidad de conocer la misteriosa geografía sumergida del Atlántico y del Pacífico.
Fue Inglaterra el país que organizó la primera gran campaña oceanógrafica,
cuyos trabajos se desarrollaron entre diciembre de 1872 y mayo de 1876.
Capitaneado por los naturalistas Charles Wyville Thomson y John Murray, el
equipo científico se embarcó en el buque Challenger para iniciar una travesía
de casi cuatro años por el Pacífico y el Atlántico.
La primera campaña oceanógrafica
La corbeta fue equipada con complejos instrumentos y
una plataforma de dragado y arrastre que facilitó la recuperación de fauna y
rocas en distintas profundidades. A lo largo de la expedición, los naturalistas
catalogaron unas 4.000 nuevas especies § animales. El navío portaba también
unos tornos mecánicos, los cuales hacían posible establecer la profundidad de
los océanos.
Con la importante ayuda de esos ingenios, los j
investigadores elaboraron el primer esbozo de los | fondos marinos, detectando
diversos accidentes submarinos, como la Dorsal Mesoatlántica, una elevación en
medio del Atlántico, o las simas ubicadas en las cercanías de las islas
Marianas, en el oeste del Pacífico, las más profundas del planeta. Asimismo, la
expedición del Challenger descubrió la importancia del plancton como fuente de
alimento para la fauna oceánica. Su trabajo fue un estímulo para el posterior
desarrollo de la biología marina.
Los grandes viajes científicos del siglo XIX
disfrutaron de un magnífico broche final con la expedición Challenger. Sus
tripulantes, así como los que contribuyeron al éxito de las expediciones que
emprendieron Cook, Malaspina, Darwin y Humboldt, fueron dignos integrantes de
aquel privilegiado club de marinos, biólogos y naturalistas que afrontaron con
determinación su necesidad de descubrir las claves más importantes de la
naturaleza y los últimos lugares vírgenes de nuestro planeta.
Burton, Speke, Livingstone, Stanley…
La llamada de
África
Desde tiempos faraónicos, el
"continente negro" ejerció una poderosa atracción sobre los europeos,
quienes arribaron a sus costas hacia el 1400, pero aún tardarían en internarse
en él. Fue a partir del siglo XIX cuando los espacios no descubiertos de aquel
inmenso mapa comenzaron a ser dibujados, sobre todo con las diversas
exploraciones de aventureros británicos y franceses.
Por Oscar
López Fonseca
Si
tuviera fuerzas para ponerme las botas y ca-minar cien metros, me iría otra vez
a África. "JosephThomson, un escocés infatigable que con sólo 20 años se
lanzó a la exploración de África en 1878, pronunció estas palabras poco antes
de morir el 2 de agosto de 1895 en Londres. Thomson recorrió Tanzania, Kenia,
Uganda, Sudán y el río Zambeze; bautizó con su apellido una variedad de gacelas
y es un claro ejemplo de la fuerte atracción que el continente ejerció sobre
los europeos durante la mayor parte del siglo XIX. Hasta entonces, los mapas de
África estaban repletos de espacios blancos, de incógnitas. Cuando terminó
aquella centuria, el mundo occidental había revelado la mayoría de sus
misterios y no quedaba ni un centímetro de su geografía sin bautizar.
Sin
embargo, la llamada de África no fue un fenómeno solo de aquel siglo. Ya en la
Antigüedad, el hombre sintió una especial atracción por una tierra misteriosa,
empeñada en salvaguardar sus secretos detrás de desiertos y selvas
infranqueables. De hecho, el griego Herodoto (siglo V a. C.), padre de la
historia, hablaba en su Historia de una expedición fenicia auspiciada por el
Faraón Necao II -proclamado soberano egipcio en el 616 a.C.-, que circunnavegó
el continente africano por primera vez. Según Herodoto, las naves fenicias
tardaron más de dos años en llegar al actual estrecho de Gibraltar desde el Mar
Rojo. Esta hazaña, puesta en duda durante mucho tiempo, muestra el interés que
ya los antiguos egipcios sintieron por las tierras del sur.
Pero
el testimonio más antiguo de las actividades de exploración egipcia en África
es anterior al texto del historiador griego. Se encuentra en la llamada Piedra
Palermo, un documento de la V Dinastía que recoge el primer registro de una
expedición en busca de incienso y otras riquezas hacia el entonces llamado País
de Punt. Más adelante, los faraones Merenra y su nieto Pepi II (VI Dinastía)
financiaron varias expediciones
del
Príncipe Herkhuf, quien se convertiría de este modo en el primer gran
explorador de África.
Primeros datos
Tras
su cuarto viaje, Herkhuf dirigió una carta al faraón en la que le daba cuenta
de la captura de un pigmeo. La respuesta del monarca no se hizo esperar:
"¡Ven a la Corte inmediatamente! Trae a este enano contigo, vivo, próspero
y saludable desde la tierra de los espíritus, para los bailes del Dios".
Desde
entonces, otros siguieron sus pasos. Una estela púnica asegura que 500 años
antes de Jesucristo, Hannón de Cartago (el navegante) y sus remeros doblaron con sus naves las columnas de
Hércules y se lanzaron por la costa occidental africana hasta el golfo de
Guinea. Agatárquides de Cnido, un historiador griego nacido hacia 150 a. C. en
lo que hoy es Turquía, escribió su principal obra, Sobre el mar Eritreo,
después de recorrer amplias zonas de África. Hornero, Hesíodo, Esquilo y
Píndaro también mencionaron en sus versos algunos detalles hasta entonces
desconocidos del continente. Eratóstenes, el polifacético sabio heleno, llegó a
describir el Alto Nilo tras viajar allí, y el astrónomo Claudio Tolomeo recogió
información sobre Egipto y las tierras del interior de África, donde se suponía
que el Nilo tenía sus fuentes.
Los romanos también se aventuraron tímidamente hacia
el interior de África. Cornelio Balbo llegó en el año 20 a. C. más allá de la
actual ciudad de Fezzan, en el sudoeste libio. El gobernador romano Julio
Materno llegó, incluso, más al sur y vio rinocerontes, mientras que el oficial
romano Séptimo Flaco partió de Libia y llegó a la tierra de los etiopes. Toda
esta información de griegos y romanos fue, en realidad, casi la única que se
tuvo sobre África en Europa durante siglos. A ella solo se sumaron los relatos
que traían a Occidente los mercaderes árabes, y que hablaban de una ciudad
santa y misteriosa en pleno corazón del continente llamada Tombuctú; y de un
rey cristiano, el Preste Juan, que gobernaba un reino perdido rodeado de
musulmanes y paganos.
Hubo que esperar varios siglos para que la
exploración del continente empezara a ser tomada en serio por los europeos. Lo
cierto es que lo que comúnmente se conocen como expediciones modernas no se
iniciaron sino hasta bien entrado el siglo XV, de la mano de los navegantes
portugueses. Una fecha marIca el banderazo de salida: 1434. Ese año, y tras
lanzar varios intentos, Gil Eanes consiguió doblar el Cabo Bojador, en la costa
norte del actual Sahara Occidental.
Cerca de la costa
Hasta ese momento se creía, siguiendo la opinión de
Aristóteles, que al sur de ese punto se iniciaba una región de un calor tan
intenso que el hombre no podía vivir.
Tras aquella conquista, los portugueses avanzaron
poco a poco, rumbo al sur, en busca de Guinea, una zona de África donde las
leyendas hablaban de oro en abundancia.
En la iniciativa de Portugal jugó un papel clave el
apoyo de un personaje de la Corte, el infante Enrique el Navegante. De este
modo, en 1441 Ñuño Tristáo llegó a Cabo Blanco, en la actual Mauritania. En
1446 los marineros portugueses realizaron varias expediciones por lo que hoy es
Guinea Bissau, y en 1460 Pedro de Sintra alcanzó Sierra Leona. En 1471, Joáo de
Santarém y Pedro Escobar descubrieron la costa septentrional del golfo de
Guinea, mientras que en 1482 Diego Cao llegó al Río Congo. Finalmente, en 1487
los portugueses consiguieron su gran objetivo al alcanzar el cabo de Buena
Esperanza, en el extremo sur africano. Nueve años después, Vasco de Gama
zarpaba de Lisboa con el objetivo de llegar navegando a India, atravesando el
Cabo de Buena Esperanza.
Sin embargo, ni los portugueses ni aquellos que
siguieron sus pasos en los tres siglos posteriores -ingleses, franceses y
holandeses, principalmente- hicieron ningún intento importante por explorar el
interior del continente. Su interés se acababa en el litoral, donde podían
establecer sus bases, desde las que comerciaban con marfil, oro y, sobre todo,
esclavos. Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que la nueva organización
económica y el progreso técnico impulsaran el interés por el 'corazón' de África.
Así, en 1770 el escocés James Bruce descubrió las fuentes del Nilo Azul tras un
viaje de 6.000 kilómetros; esto lo convirtió en el primer gran aventurero de
aquella nueva época que ya comenzaba. Siguió su senda otro escocés, Mungo Park,
un médico que en 1795, cuando contaba con solo 24 años de edad, se embarcó
rumbo a Cambia con la misión de adentrarse en las desconocidas tierras del
este, alcanzar el río Níger y conocer el lugar de su desembocadura. Y es que
durante muchos años se creyó que el Níger se vinculaba en algún punto con el
Nilo.
Park no lo consiguió en 1795, sin embargo, años
después volvió a intentarlo. Acompañado de una guardia personal de 35 soldados
se adentró de nuevo en África, pero las fiebres y los rápidos del Níger
acabaron por exterminar a todos los integrantes de la expedición en 1806. El
dramático final del médico escocés no fue conocido sino hasta cuatro años
después, gracias al testimonio de un guía nativo que lo acompañó en la
expedición.
Lo que conocemos como expediciones modernas no se iniciaron sino hasta
el siglo XV, con los portugueses.
Exploraciones y decepciones
El relato que Mungo Park hizo de su primer viaje fue
uno de los motivos por los cuales Rene Caillié, un humilde zapatero francés,
abandonó su país y se estableció en el Senegal francés con un único objetivo:
adentrarse en África para ser el primer cristiano en poner los pies en la
mítica Tombuctú. Caillié aprendió árabe y las costumbres mahometanas para
hacerse pasar por mercader musulmán y de esa forma no levantar sospechas en su
viaje. Finalmente, el 28 de abril de 1828 logró su objetivo.
No obstante, aquel triunfo no evitó la desilusión de
Caillié, tal y como lo reflejó en las notas que tomaba y que ocultaba en el
ejemplar del Corán que portaba como parte de su disfraz: "Miré a mi
alrededor y descubrí que lo que tenía delante no respondía a mis expectativas.
Me había hecho una idea muy distinta de la grandeza y la prosperidad de
Tombuctú. A primera vista, la ciudad no ofrecía más que un montón de casas de barro
mal construidas". En los siguientes años, otros mitos africanos fueron
cayendo bajo los pasos de los exploradores.
En 1822, tras partir de Trípoli, los militares
británicos Dixon Denham y Hugh Clapperton, acompañados del naturalista Walter
Oudney, llegaron al lago Chad. En 1830, los hermanos Richard y John Lander
develaron finalmente el misterio que costó la vida a Mungo Park: la
desembocadura del río Níger. En 1850, los alemanes Adolf Overweg y Heinrich
Barth recorrieron el norte de África y llegaron hasta las tierras situadas
entre el lago Chad y el río Chari. Su compatriota Eduard Vogel exploró el Sudán
hasta caer asesinado en Ouadai. Por su parte el portugués Eusébio Ferreira da
Silva atravesó el África Austral, desde Benguela (Angola) hasta Cabo Delgado
(provincia de Mozambique).
Sería la Royal Geographical Society la que dio el
empujón definitivo a las grandes exploraciones del siglo XIX. Los viajes que
financió mezclaron el ansia por ampliar conocimientos sobre aquellas tierras y
el deseo de apropiarse de las riquezas del continente, todo ello sazonado con
un sentido de la com-petitividad que incitaba a los aventureros a llegar a como
diera lugar. Dos de sus primeros enviados, Richard Burton y John Speke,
protagonizarían una de estas polémicas carreras. Ambos se habían conocido en
India, donde estaban destinados como oficiales del Ejército británico, y habían
vuelto a coincidir en Aden, en el actual Yemen. Fue allí cuando oyeron hablar
acerca de los míticos montes de la Luna, una zona en el corazón de África
repleta de lagos y en la que se suponía se encontraban las enigmáticas fuentes
del Nilo.
Para entonces, Burton tenía ya en su historial
aventurero un logro interesante: se había convertido en el primer no musulmán
en visitar la ciudad santa de La Meca. Políglota y erudito, consiguió burlar
todos los obstáculos disfrazado de peregrino. Sin embargo, para su viaje en
busca de las fuentes del Nilo, ni él ni Speke tuvieron que molestarse en
ocultar su condición de subditos británicos. Ambos partieron de Zanzíbar en
junio de 1857, con una expedición bien equipada con cargadores que llevaban
todo tipo de baratijas para ganarse el favor de los pueblos que iban a
encontrar a su paso. En febrero de 1858 descubrieron el lago Tanganica, pero a
esas alturas del viaje las fuerzas flaquearon y Burton, enfermo, y Speke, casi
ciego, decidieron separarse en el camino de retomo. En su regreso, el segundo
orientó sus pasos hacia el norte, donde descubrió un gran lago, al que llamó
Victoria en honor de la querida soberana británica. A su regreso a Inglaterra
aseguró que ese lago era la fuente del Nilo. A partir de ese momento, ambos
entablaron una controversia en Londres, ya que Burton puso en entredicho el
descubrimiento de su compañero.
En 1862, Speke organizó una segunda expedición para
ratificar sus afirmaciones y, acompañado de James Grant, pudo certificar que el
Nilo salía de aquella gran extensión de agua. A su vuelta a Inglaterra, volvió
a retar a Burton a un debate público sobre su descubrimiento, pero el día
anterior a la cita Speke murió de un disparo de su propia arma mientras cazaba.
África de moda
A partir de entonces, Burton quedó cada vez más
apartado de la estirada vida de la sociedad victoriana y acabó como cónsul
inglés en la isla de Fernando Poo -en la actual Guinea Ecuatorial-. Desde allí,
aún tuvo tiempo de sumar una nueva aventura: fue el primer europeo que ascendió
a la cima del monte Camerún.
La polémica de los dos exploradores británicos
terminó de animar a una pléyade de aventureros. Uno de ellos fue Samuel Baker,
quien junto con su esposa Florence alcanzó el lago Alberto. Baker describió
entonces con ironía la creciente moda por África: "Habría que instalar un
pub en el Ecuador, donde los viajeros pudieran tomar unas cervezas". Tras
él s vendría el considerado por todos como el mayor explorador de la época: el
misionero escocés David Livingstone. Durante tres décadas se dedicó a recorrer
| la zona meridional del continente -clamando con-s tra el esclavismo- y en
1841 se convirtió en el primer 1 hombre blanco en cruzar el desierto del
Kalahari. En í 1852 descubrió el río Zambeze, a donde regresó de | nuevo entre
1858 y 1854.
Más tarde, en 1866, intentó encontrar una posible relación entre el lago Tanganica, las cataratas Victoria ¡ y las fuentes del
Nilo, pero fue en este viaje en el que | se perdió su rastro y el que llevó a
la partida de otro aventurero, Henry Morton Stanley. Se trataba de un =
periodista a quien el diario The New York Herald con-; trató para localizar a
Livingstone. El relato de Stanley I y de su encuentro con él (1871) en el
poblado tanzanés de Ujiji ha dejado una frase para la historia: "¿El
doctor Livingstone, supongo?". El misionero murió dos años después a
orillas de uno de los lagos que había descubierto, el Bangwelu (Zambia).
Stanley siguió recorriendo el continente y exploró el río Congo y los lagos
Victoria, Alberto y Tanganica. Incluso tuvo tiempo de ocupar el Congo en nombre
del rey Leopoldo II de Bélgica.
Europa se reparte el continente
Para entonces, aventureros
de otros países también habían respondido a la llamada de África. Pietro
Savorgnan de Brazza, un francés de origen italiano, se convertiría en el último
de aquellos grandes exploradores. Entre 1875 y 1879, Brazza hizo dos
expediciones -bajo encargo del gobierno de París- por lo que hoy es Gabón y el
Congo francés. Su objetivo era contrarrestar el afán colonizador de Leopoldo
II. Sin embargo, hacia 1880 la época de las grandes exploraciones llegaba a su
fin, y se abría paso el colonialismo europeo. Lo que antes había sido un mapa
lleno de espacios en blanco se había convertido en un detallado escenario en el
que las potencias europeas dibujaron, con escuadra y lápiz, sus zonas de
influencia colonial. Como dijo el escritor británico Graham Greene "África
será siempre el África del atlas Victoriano, el continente vacío e inexplorado
que tiene forma de corazón humano".
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