viernes, 21 de septiembre de 2018

Los nuevos Frankesteins

Los nuevos Frankesteins
Mitos y realidades sobre la creación de seres humanos

¿ESTAMOS EN CONDICIONES DE CREAR HUMANOS ARTIFICIALMENTE?
LOS AVANCES EN ESTE SENTIDO RESULTAN TAN PROMETEDORES COMO INQUIETANTES. NUNCA ANTES EN LA HISTORIA DE NUESTRA ESPECIE HEMOS ESTADO TAN CERCA DE CUMPLIR EL SUEÑO DEL DOCTOR FRANKENSTEIN, DEL RABINO JUDAH LOEW Y SU LEGENDARIO GOLEM DE PRAGA O DEL HOMÚNCULO DE LOS ALQUIMISTAS. LAS VÍAS ACTUALES PARA LOGRARLO SON VARIADAS, PERO REPLETAS DE POSIBILIDADES DE ÉXITO.


TEXTO Juan José Sánchez-Oro
Revista Enigmas N° 274, Septiembre 2018.

Jugar a ser Dios. Si lo miramos con cierta atención no suena tan descabellado. El hombre a lo largo de su acervo cultural ha abrigado siempre el deseo de concebir seres humanos por derroteros no naturales. Todo ha dependido de la manera en que, dentro de cada etapa de la historia, se haya interpretado el origen de la vida humana. En el Génesis y otras tradiciones antiguas se consideraba que proveníamos del barro. Ese era el ingrediente original, la materia prima en la cual residía uno de las claves de nuestra existencia. El dato no pasó desapercibido, sobre todo después de haber sido revelado por un texto sagrado, y los judíos desarrollaron toda una línea de pensamiento místico y legendario en torno a una criatura llamada Golem que, a semejanza de lo hecho por Yahvé, combinaba el barro primordial de la orilla de un río con el hálito vital que lo transmutaba en ser vivo. Debemos al jasidismo alemán del siglo XII y XIII la primera mención del Golem como fabricación de un hombre artificial gracias al buen hacer  el sabio Rava y su particular lectura del libro cabalístico Séfer Yetzirah, el Libro de la Creación. La Cábala moderna posterior de los siglos XVIII y XIX reunió la magia antropoide y las técnicas místicas de elevación del alma para profundizar en el concepto de Golem y nutrir con él leyendas como la del rabino Judah Loew, de Praga. Relato éste del rabino y su Golem, por otra parte, que carece de fundamento histórico y que, según las más recientes investigaciones, parece haberse introducido en la ciudad muy tardíamente, por influencia de una narración originaria de Varsovia. 
Dentro de los parámetros religiosos judíos, la creación de un Golem no pretendía desafiar el poder de Yahvé, sino que indicaba la culminación del ciclo de adquisición de conocimientos por parte de un iniciado. No en vano, una proeza de tal calibre quedaba en las manos únicas de quienes habían conseguido acceder a la parte más sublime y oculta del saber humano y divino, discernimiento que correspondería en exclusiva a unos pocos elegidos y esforzados rabinos. 
En la misma línea de crear seres humanos artificialmente como señal de elevación intelectual tenemos el homúnculo de los alquimistas. Aquí, el origen de la vida se entendía como ligado al semen en combinación con la materia transmutable. Los alquimistas concebían el medio físico al modo de un organismo animado, susceptible de estar contaminado, purificarse, crecer, evolucionar y reproducirse. 
En ese sentido, Alberto Magno, ya en el siglo XIII, definió a los alquimistas como auténticos médicos de la materia. El homúnculo sería uno de los intentos de confirmar ese planteamiento y explorar la fabricación de vida humana. En los manuscritos medievales y modernos abundan las recetas para crear hombrecillos en matraces mezclando pintorescos ingredientes. Yabir, por ejemplo, recomendaba dejar pudrir el esperma humano en un recipiente esférico sumergido en agua tibia. Luego, este envase se hacía girar siguiendo la trayectoria de los cuerpos celestes para preñar de armonía el experimento y conectar el macrocosmos con el microcosmos.
Paracelso, a su vez, añadió a esta fórmula de la putrefacción del semen, su calentamiento mediante estiércol de caballo durante cuarenta días, tras lo cual surgirá un cuerpo transparente de aspecto humano que comenzará a moverse. 
Cuatro semanas más de reposo y su alimentación con una tintura elaborada mediante sangre humana, conseguirán obtener un auténtico niño vivo con todas sus extremidades, aunque de un inferior tamaño al nacido de una mujer. El homúnculo podrá ser entonces educado como cualquier otro infante para convertirlo en un ser plenamente inteligente. 
El descubrimiento y manipulación tecnológica de la electricidad, de nuevo, hizo creer que la raíz de la vida humana giraba en torno a ella. Los experimentos galvánicos que a través de descargas eléctricas hacían contraer y estirar las patas de ranas en un laboratorio, difundieron la hipótesis de que el fluido vital que animaba nuestra existencia tenía una base eléctrica. De esa idea bebió Mary Shelley para elaborar su célebre Frankenstein. Una criatura cuyo soplo de vida resucitador provenía de recibir un potente relámpago.

Fachada de la antigua sinagoga de Praga, donde la tradición dice que en su ático vivió el mítico Golem, cuya reproducción puede verse hoy día –en la imagen de la derecha–. Debajo, retrato de Mary Wollstonecraft Shelley, creadora de la novela Frankenstein (1818). 



CÉLULAS MADRE: HACIA EL PUZLE HUMANO

Hasta la invención del microscopio durante el siglo XVII no se descubrieron las células. El hallazgo causó toda una revolución porque venía a decir que la vida, en realidad, está compuesta de “microvidas”. Nuestra materia viva no constituye una unidad monolítica sino que su existencia depende de la infinidad de minúsculos microorganismos que la pueblan y estructuran. Cada humano resulta así una criatura compuesta por millones de otras diminutas criaturas autónomas pero interdependientes. Somos un universo de seres. Un ecosistema repleto de fauna microscópica gracias a cuya vida nosotros vivimos. 
¿Cómo afectó esta novedosa concepción biológica al anhelo de fabricar humanos? Pues el siguiente gran salto para responder a la pregunta ocurrió hacia 1950, cuando comenzaron a identificarse las denominadas células madre, es decir, esas células que, a partir de su división y reproducción, proveen el resto de las células de nuestro cuerpo. Estos microorganismos son tremendamente versátiles, puesto que atesoran la propiedad de diferenciarse y dar lugar a los distintos tipos de tejido corporal y orgánico que necesitamos. 
Una misma célula madre puede generar piel, tejido cardíaco, nervioso, muscular… en función del entorno donde se la haga crecer. Semejante potencialidad ha colmado de optimismo a toda una línea de investigación enfocada al cultivo en laboratorio de órganos humanos, los cuales, una vez completado su desarrollo, podrían ser trasplantados sin necesidad de acudir a donantes.
Por esta vía y lentamente, se está transitando hacia la producción de piel, riñones, tejido muscular, corazones, etcétera, en combinación con la bioingeniería de impresoras 3D. Unos dispositivos que, igualmente, pretenden fabricar tejidos y órganos utilizando las células específicas a modo de biotinta. Con ambos procedimientos de células madre y bioimpresión 3D, la ciencia trabaja para crear en el laboratorio todas las partes del cuerpo humano por separado. 
En el más ideal y todavía utópico de los casos, esos órganos cultivados o bioimpresos podrían ensamblarse uno junto al otro hasta completar un individuo. Un ser humano nuevo, nacido a partir de un auténtico puzle biológico.  
Continuando esta línea de trabajos, en 2015 fue anunciado por la Universidad Estatal de Ohio el resultado de uno de los experimentos más ambiciosos. Gracias al empleo de células madre de piel humana adulta, el equipo de científicos generó en laboratorio un organoide cerebral completo equivalente al de un feto humano con cinco semanas de edad. 



Las células madre pluripotentes produjeron tejido neural hasta el punto de que, al cabo de 15 semanas, los investigadores obtuvieron un cerebro fetal con el 99% de sus genes, las principales regiones del cerebro, señalización de circuitos, médula espinal y los diferentes tipos de células encefálicas habituales. Sin embargo, carecía de sistema vascular. Con todo, fue considerado un verdadero éxito. 
Todavía es pronto para aplicarlo a este experimento de la Universidad de Ohio, pero en la medida en que este cultivo de cerebros se consolide y alcance la perfección podrán surgir dilemas éticos difíciles de resolver. Sin ir más lejos, varios problemas salieron a la luz en mayo de 2018 cuando un grupo de científicos de la Universidad de Yale comunicó que había logrado mantener vivos y aislados durante 36 horas entre 100 y 200 cerebros decapitados de cerdo, manteniendo su circulación sanguínea mediante un sistema de sangre artificial, calentadores y bombas. La preocupación radicó entonces en plantearse si tales órganos manifestarían algún nivel de consciencia y cómo debería actuar la comunidad científica ante dicha posibilidad. De hecho, 16 prestigiosos neurocientíficos redactaron un manifiesto en la revista Nature pidiendo orientación y regulación para tal tipo de experimentos: “A medida que los sustitutos del cerebro se vuelven más grandes y sofisticados, la posibilidad de que tengan capacidades similares a sensibilidad humana podría volverse menos remota. Tales capacidades podrían incluir –hasta cierto punto– la capacidad de sentir placer, dolor o angustia; almacenar y recuperar recuerdos; o tal vez incluso tener alguna percepción de actividad o conocimiento de uno mismo”. En consecuencia y aplicado al cultivo de cerebros mediante células madre, podría llegar el caso en el que, dentro de un recipiente de cristal del laboratorio, hubiera un órgano pensante, humano y vivo, disfrutando de algún grado de consciencia, mientras espera ser trasplantado a una cabeza o sencillamente se ensayan en él medicamentos contra diferentes enfermedades y trastornos. Según finalizaba el escrito de Nature, “para garantizar el éxito y la aceptación social de esta investigación a largo plazo, se debe forjar un marco ético ahora que todavía los sustitutos del cerebro permanecen en las primeras etapas de desarrollo”.


¿Cómo serán los Frankenstein del futuro? ¿Estamos más cerca de la clonación de un ser humano o de crear una inteligencia artificial que pueda sustituir nuestra conciencia? Es difícil vaticinar qué sucederá,  ero los nuevos  experimentos en este sentido son sin duda reveladores e inquietantes.  

SERES HUMANOS CLONADOS E HÍBRIDOS

Cada uno de nosotros somos un conjunto incontable de células a las que debemos nuestra existencia. Pero no es menos cierto también que toda esa compleja realidad proviene de un solo microorganismo: un cigoto originado de la unión de un óvulo y un espermatozoide que, al cabo de cierto tiempo, producirá el embrión de un ser vivo. Por lo tanto, si dominamos la técnica para manipular esa única célula primordial, dispondremos de una nueva senda para fabricar humanos en el laboratorio. Y los avances en este campo son tan notables que ya no estamos hablando de ciencia-ficción, sino de cómo encajar sus resultados en nuestra sociedad. 
El 5 de julio de 1996 los hogares de medio mundo pudieron contemplar la sorprendente realidad de que el Instituto Roslin de Edimburgo ya podía clonar artificialmente a animales tan complejos como una oveja. Dolly fue el primer éxito de una larga cadena de ensayos de clonación iniciada en los años setenta con otros mamíferos como ratones. Pero esta oveja escocesa marcó una nueva etapa. 



El principio biológico de la clonación resulta, sobre el papel, bastante sencillo de explicar. La técnica más empleada parte de vaciar un cigoto, quitándole su núcleo original, y colocando allí, en su lugar, el núcleo de un embrión externo que esté en sus primeras etapas de desarrollo o el núcleo proveniente de otra célula de un adulto. A partir de ese implante, el cigoto utiliza el ADN recién llegado como si fuera propio, puesto que el suyo original ha desaparecido, y continuará desarrollándose con normalidad aplicando la información del genoma que en aquél reside. Introducido el cigoto en un útero, la gestación seguirá su curso y al final del proceso obtendremos un nuevo ser idéntico genéticamente a aquél de quien recibió su ADN. Si ese donante fue un adulto, tendremos dos gemelos de muy diferente edad, pero gemelos al fin y al cabo: uno recién nacido y otro maduro con varios años o décadas de existencia. Después de todo, los científicos no están haciendo nada más que intentar reproducir en sus laboratorios lo que la naturaleza lleva haciendo millones de años con los niños gemelos, unos hermanos gestados a la vez con el mismo código genético. La oveja Dolly falleció prematuramente y nació con artrosis, lo que hizo pensar que la técnica de clonación no estaba tan avanzada como muchos creían. Sin embargo, posteriores clonaciones con otras ovejas y vacas depararon buenos resultados. El avance más reciente acaeció en enero de 2018, cuando por primera vez se clonaron primates, uno de nuestros parientes evolutivos más cercanos. Investigadores chinos del Instituto de Neurociencias de Shanghái trajeron al mundo a Zhong Zhong y Hua Hua, dos macacos de cola  larga. La intención de este equipo de biólogos no era subir peldaños en la escalera hacia la clonación humana, sino crear cobayas óptimas con las que experimentar en las mejores condiciones. Así, la ciencia anhela dar con el espécimen perfecto para sus ensayos clínicos. Desea evitar tener cargo de conciencia como ocurre cuando utiliza seres humanos, pero al mismo tiempo, necesita cobayas con una biología lo más parecida a la nuestra para garantizar que los resultados obtenidos de las investigaciones nos sean extrapolables.
También, en la experimentación se actúa por comparación de los efectos de un tratamiento ensayado sobre diferentes animales y cuanto más idénticos entre sí sean estos especímenes, mejor se podrán leer los resultados y no achacar las diferencias obtenidas al metabolismo o rasgos fisiológicos  articulares de cada animal.
La creación de monos llevada a cabo por el Instituto de Neurociencias de Shanghái ha puesto de nuevo en la palestra la pregunta de cuán cerca estamos de la clonación humana. Nadie niega que el camino recorrido hacia ese objetivo es amplio y que estamos más cerca de nunca. Sin embargo, todavía queda bastante trecho por transitar. Para hacernos una idea de la distancia pendiente conviene recordar que, para que Zhong Zhong y Hua Hua vieran la luz, fue necesario emplear 109 embriones clonados y unas 60 madres sustitutas. Así que las tasas de éxito todavía resultan excesivamente bajas y los fallos a solucionar en el proceso demasiado numerosos. Además, para la clonación de estos dos primates solamente se pudo recurrir al implante del núcleo procedente de embriones, puesto que la vía de transferir el ADN de la célula de un mono adulto se demostró inviable. 
Estas células de adulto son las más estimadas por los científicos porque constituyen las más fáciles de obtener y ofrecen menos problemas éticos que el uso de embriones.
Otra tentación que está en el tapete de esta fabricación de seres humanos es la hibridación con otros animales.
Los rumores al respecto no han parado de registrarse en los medios de comunicación sin que ninguno de ellos haya podido confirmarse sin sombra de duda. Por ejemplo, en febrero de 2018, el célebre psicólogo evolutivo e investigador de la Universidad de Albany (Nueva York) Gordon Gallup, hizo unas sorprendentes declaraciones para el diario The Sun. Gallup afirmó que, hacia 1920, un centro de investigación de primates en Orange Park, Florida, creó el primer híbrido entre un chimpancé y un humano. Para lograrlo, los investigadores estadounidenses fecundaron una hembra de esa especie de primates con el semen humano de un donante desconocido. La concepción fue un éxito y el embarazo también, hasta el punto de que tuvo lugar un feliz alumbramiento sin contratiempos. Pero de la emoción por la proeza biológica conseguida, inmediatamente se pasó al estupor y, según el testimonio de Gallup, los científicos que propiciaron la hibridación decidieron acabar con la criatura recién nacida por escrúpulos éticos. Ningún punto de estas aseveraciones ha podido contrastarse y algunos especialistas han encontrado ciertas incongruencias en el relato como que los escrúpulos éticos aparecieran tras el alumbramiento y no durante el prolongado tiempo de embarazo. No obstante, la idea no resultaba de todo original. En 1981, el periódico Chicago Tribune publicó que un biólogo chino había conseguido fertilizar a un chimpancé con esperma humano en 1967. Desafortunadamente, el artículo revelaba que no sobrevivió ninguna prueba sólida del experimento porque las autoridades comunistas destruyeron el laboratorio durante la Revolución Cultural China. El simio estuvo preñado durante tres meses y terminó muriendo por negligencia. Timothy McNulty, autor de la crónica, se basaba en informaciones extraídas del diario local de Shanghai Wen Hui Bao a partir de declaraciones de varios científicos chinos. Éstos comentaban que la nueva especie iba a procurar importantes beneficios. Sobre todo, la realización de tareas rutinarias o de riesgo para los humanos  como la explotación de minas, la exploración espacial o de los fondos marinos, así como la guarda de rebaños y la conducción de vehículos. También proponían utilizar los híbridos como fuente de órganos para trasplantarnos después a los humanos enfermos que los necesitaran. 


San Alberto Magno (1193- 1280), fue un multifacético sacerdote de origen bávaro,  obispo y doctor de la Iglesia, quien en el siglo XIII ya definió a los alquimistas como “auténticos médicos de la materia”. A él se atribuye la creación de varios autómatas, varias cabezas parlantes y un autómata de hierro que le ayudaba en diversas labores.  



¿FRANKENSTEIN 2.0?

En esa búsqueda incesante de las fuentes de la vida humana para lograr dominarla y fabricarla en el laboratorio, la irrupción del mundo cibernético a finales del siglo XX y lo que llevamos del XXI deparó un nuevo hallazgo: la información.
En el caso de los seres humanos, existe el consenso generalizado de que somos lo que pensamos. La medicina moderna es capaz de amputar muchas partes de nuestro cuerpo, reemplazar numerosos órganos, cambiar nuestro sexo e incluso dar inquietantes pasos de cirugía extrema hacia el trasplante de cabeza. Por mucho que estas operaciones modifiquen nuestra apariencia corporal, ninguna de ellas consigue variar nuestra identidad de fondo. Seguimos siendo quienes éramos y los demás nos reconocen como tales. 
Ahora bien, si sustituyeran nuestro cerebro por otro, aun conservando igual el resto de nuestro cuerpo, ya no seríamos los mismos. Perderíamos nuestra esencia. Dejaríamos de ser lo que hemos sido. Por lo tanto, nuestro “yo” reside en la información y la particular manera en la cual es procesada por la mente de cada uno de nosotros. A partir de esta consideración, enseguida nació la idea de atrapar toda esa actividad cerebral, nuestra memoria, recuerdos, pensamientos… y transferir ese caudal de datos y procesos a un soporte digital. 
Algunos especialistas hablan metafóricamente de “grabar nuestra mente en un pendrive” como si de un archivo informático más se tratase.
Desgraciadamente, estamos muy lejos de hacer factible algo así. Nos falta la tecnología y el conocimiento preciso acerca de cómo funciona nuestro cerebro. Ni siquiera sabemos con exactitud qué es la conciencia. No obstante, tampoco partimos de cero y los avances de la neurociencia en las últimas décadas han sido espectaculares. También lo que asoma en el horizonte a medio plazo resulta muy prometedor, puesto que están en marcha dos grandes proyectos  científicos internacionales empeñados en desentrañar los secretos de nuestra mente. De una parte, el proyecto BRAIN, financiado multimillonariamente por el gobierno de los EEUU y que en palabras de uno de sus líderes, el español Rafael Yuste, profesor de ciencias biológicas de la Universidad de Columbia, plantea que “la primera fase se abocará a descifrar la estructura cerebral para entender su función y, en términos generales, entender el lugar primario de las funciones mentales, la percepción, la memoria, el control de los movimientos, el lenguaje, entre muchos otros. Con esto se pasará a una segunda fase en la que se estudiará la  actividad neuronal y se podrá visualizar la dinámica de los circuitos, que es donde se ocasionan muchas enfermedades neurológicas y del comportamiento”. Por otro lado, está el europeo Human Brain Project –Proyecto Cerebro Humano, HBP– costeado con más de 1.000 millones de euros y que aspira a recrear mediante supercomputación la actividad completa de un cerebro. 
Mientras los avances derivados de estos dos ambiciosos proyectos llegan, el resto de la comunidad científica no permanece cruzada de brazos. Algunas iniciativas privadas han puesto en marcha lo que podríamos calificar como un auténtico Frankenstein 2.0 en el que se trata de transferir la  psicología de un ser humano real a un soporte robotizado. Obviamente, estamos en una fase preliminar, un simulacro, todavía muy alejado del ideal perfecto, pero nos permite atisbar hoy mismo lo que nos deparará un futuro quizás no tan lejano. Y las sensaciones que estos experimentos provocan en quienes los conocen resultan inquietantes. 
Martin Rothblatt era un exitoso emprendedor dedicado a la ingeniería de satélites. Cuando ya estaba felizmente casado y con cuatro hijos tuvo la necesidad de cambiar de sexo. 
Sentía poseer “alma de mujer” y reunió a toda su familia para comentar la decisión. Inmediatamente recibió el apoyo sin fisuras de su esposa Bina y vástagos, de tal modo que, tras pasar por el quirófano, Martin Rothblatt cambió su nombre masculino por el más femenino Martine. 


Aquel difícil paso, sin embargo, fue la mejor prueba del amor que reinaba en dicho hogar. Martine señaló en una  entrevista que “la personalidad de mi mujer es demasiado maravillosa para que desaparezca”. Guiada por ese pensamiento, Rothblatt fundó en 2004 una escuela filosófica de orientación transhumanista dedicada a mejorar y ampliar la vida humana apoyándose en las tecnologías de vanguardia. 
De esa escuela transhumanista surgió el proyecto Lifenaut, cuyo principal objetivo ha consistido en replicar la psicología de un ser humano vivo para después incorporarla a un humanoide cibernético. Y la primera persona que se prestó al experimento fue la propia Bina. Con la colaboración de la compañía Hanson Robotics, se grabaron más de cien horas de audio y vídeo de la esposa de Martine. Se buscaba registrar aquellas expresiones, reacciones faciales, recuerdos, juicios de valor, risas, etcétera, que conformaban la seña de identidad de Bina.



Todo ese volumen de datos se introdujo en un algoritmo de inteligencia artificial y aprendizaje profundo con el que luego se podría conversar autónomamente. Después, ese  oftware fue añadido a un busto femenino con peluca, piel de goma y motorizado, capaz de reproducir hasta 64 gestos faciales distintos. Dicha cabeza parlante fue concebida lo más parecida posible a la esposa de Martine, reproduciendo el peinado, tono de piel, color de ojos, movimientos del rostro… 
Así nació Bina48 en 2010, una autómata con cámaras en los ojos para poder escrutar el entorno y reconocer los sujetos que se le pongan a la vista. Cuando la Bina original finalmente fallezca, quedará esta versión digital como ejemplo  de inmortalidad figurada con la que se puede conversar.
El busto incluso reproduce la tonalidad de voz de la esposa de Martine. “Es como un niño de 2 años, pero dice cosas  que nos deja asombrados, algo que ha sido quizás mejor expresado por la periodista del New York Times Amy Harmon, ganadora del Premio Pulitzer, que dice que sus respuestas son a menudo frustrantes, pero otras veces tan convincentes como las de cualquier persona real que haya entrevistado”, aseveró Rothblatt en unas jornadas TED el año 2015. Con el paso del tiempo y el aprendizaje continuo, gracias a las sucesivas conversaciones, aseguran que el androide se va asemejando cada vez más a su fuente de inspiración viva. 
El proyecto Lifenaut no se agota en Bina48 sino que está abierto al público en general. Desde la página web de la fundación cualquier interesado puede contestar y cumplimentar  una serie de cuestionarios y test psicológicos. El objetivo es crear lo que han bautizado como un “archivo mental”, es decir, una recopilación de informaciones que reflejen nuestra forma de pensar, gustos, filias, fobias, creencias, recuerdos, etc. para que luego todo ese bagaje sea almacenado en la nube junto con fotos nuestras, vídeos, grabaciones… Un completo material personal que quedará allí almacenado en el ciberespacio como una cápsula del tiempo a la espera de que, dentro de unos años, alguien decida descargarlo e incorporarlo a algún autómata como ha sucedido con Bina48. 



También el mismo equipo de Lifenaut tiene la intención de “devolver a la vida” cibernéticamente a Abraham Lincoln  a partir de la digitalización de sus discursos y abundantes escritos. Estos textos servirán de base para recrear la psicología  del célebre presidente norteamericano y añadirla a un androide interactivo y locuaz. 
De los golem, homúnculos y Frankenstein con alma eléctrica hemos llegado hoy día a la bioingeniería de células  madre, la clonación y los androides con psicología virtual. 
A pesar de la experiencia acumulada, la fabricación de seres humanos plenos en laboratorio todavía se nos resiste. Pero la trayectoria es firme, aunque siga rumbos imprevisibles. 
No cabe duda de que con la llegada de estos humanos de laboratorio terminaremos reflexionando y cuestionándonos acerca de qué es lo que somos en realidad y nuevas preguntas y desafíos hoy día inimaginables nos saldrán al paso. 









A pesar de las declaraciones de  varios científicos, no hay pruebas de que el delicado asunto de la hibridación con animales sea hoy por hoy una realidad. 




El mito de Frankenstein
Este 2018 se cumplen dos siglos de la obra de Mary Shelley y el mito de Frankestein está más vivo que nunca. Un estudio realizado  l pasado año por el antropólogo estadounidense Nathaniel J. Dominy arrojó  curiosos datos: usando un modelo matemático basado en la densidad de la población humana en 1816, llegó a la conclusión de que si la criatura ideada por la escritora londinense hubiese existido realmente, y además hubiese contado con una compañera con la que reproducirse, “los humanos se habrían extinguido en sólo 4.000 años”. Curioso, y terrorífico. El estudio añade que Shelley “anticipó conceptos fundamentales de la ecología y la evolución que llegarían décadas después”, cual visionaria. 
El caso es que Frankenstein acabó por convertirse en un mito también del séptimo arte. El realizador que estará siempre vinculado  al monstruo es el inglés James Whale, un portento del género de terror con múltiples oscuridades en su vida personal y al que daría vida Ian McKellen en Dioses y Monstruos en 1998. Su primera cinta, Frankenstein, de 1931, se convertiría en icono inmortal de la pantalla grande con la interpretación de otro actor vinculado para siempre a la criatura: Boris Karloff. En 1935 el mismo Whale dirigió La novia de Frankenstein, considerada por la crítica incluso superior a la precuela. Desde entonces, las adaptaciones de la novela de Shelley han sido numerosas, algunas logradas y otras mediocres. En 1974, Mel Brooks adaptó en clave de comedia la historia –una obra hoy de culto–, con Gene Wilder y Peter Boyle como protagonistas, en El jovencito Frankenstein. El realizador inglés Kenneth Brannagh realizó una moderna y arriesgada –también criticada– adaptación del mito en 1994: él se reservó  el papel del Dr. Frankenstein y la criatura la interpretó un no muy acertado Robert De Niro. La lista a partir de entonces es extensa.  



Pionera y visionaria en el campo científico
Justin D. Yeakel es coautor del trabajo “Frankenstein and the horrors of the competitive exclusion”, publicado por BioScience en 2017. Según éste, “el genio de Mary Shelley no reside tanto en sus nociones de alquimia, fisiología y resurrección, sino en cómo combinó los detalles científicos de la época para inventar el género de la ciencia ficción”. Ya señalamos que se anticipó a conceptos de la ecología y la evolución; en concreto, al concepto de exclusión competitiva o ley de Gause, enunciada en 1934 y según la cual “dos especies similares que compiten por los mismos recursos no pueden coexistir de forma estable”, según recogía El Heraldo de Aragón. 
Asimismo, hace guiños al trabajo de Erasmus Darwin, Luigi Galvani y el químico Humphry Davy.



> PARA SABER MÁS
Frankenstein Anotado –Akal, 2018–, una versión de la inmortal obra de Mary Shelley repleta de anotaciones sobre los conocimientos y avances científicos en los que se basó para crear la trama. 





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