ARICA, ¿Señales para los dioses?
EL DESIERTO DEL NORTE DE CHILE ESTÁ CUBIERTO POR UN INMENSO TAPIZ DE EXTRAÑAS FIGURAS. CUÁNDO Y POR QUÉ FUERON TRAZADOS ESTOS DIBUJOS SIGUE SIENDO UN MISTERIO IMPENETRABLE PARA LOS ARQUEÓLOGOS.
TEXTO Antonio Luis Moyano
Revista Enigmas N° 274, Septiembre 2018.
En la inmensidad del desierto de Atacama, la Ruta A-137 es tan sólo una delgada línea, que cruza la XV región de Chile –que comprende las provincias de Arica y Parinacota–, para terminar desdibujándose en el marchito paisaje de una de las zonas más viejas e inhóspitas del planeta. Cuando la arteria de asfalto se interrumpe, y ante la imposibilidad de alquilar un helicóptero que permita sobrevolar la estampa del desierto y fotografiar cómodamente sus geoglifos, sólo queda un recurso: sobornar generosamente a un taxista para que se libere de escrúpulos permitiendo que las llantas del vehículo sean inmisericordemente devoradas por las arenas del desierto. Porque sólo penetrando en ese horizonte ondulado de cerros y colinas es posible fotografiar algunas de las caprichosas figuras que, acumulando guijarros, fueron dibujadas en el pasado por culturas primitivas.
Geoglifos La Tropilla, en Cerro Sombrero.
Panorámica de Cerro Sagrado. Geoglifos del Valle de Lluta.
Ladera posterior de Cerro Sagrado, en Arica.
¿SEÑALES EN EL DESIERTO?
Al norte de Chile, en el departamento de Arica, a escasos kilómetros de la frontera con Perú, se despliega el Valle de Azapa: un oasis en mitad del desierto donde plantaciones de mango, tomate y papaya cercan una colina que no merecería interés si no fuera por los dibujos que se desparraman por sus laderas. Es el Cerro Sagrado, en el sector conocido como Alto Ramírez, donde se contemplan algunos de los geoglifos mejor conservados: un par de figuras antropomorfas se vinculan a una espiral, que parece adquirir vida propia, en una escena enmarcada por una cenefa de formas curvilíneas irregulares.
La misma colina no termina de ser lienzo para un grupo de estilizadas siluetas, entre las que se reconocen formas humanas, camélidos y lo que se antoja como un lagarto y una serpiente. En un extremo lateral del mismo cerro, destaca un ser macrocéfalo de largos brazos, que se extienden como si fueran pinzas gigantes, y lo que parecen pequeños animalillos. Casi colindando se encuentra el Cerro Sombrero, donde puede contemplarse otro de los paneles de geoglifos más característicos: un grupo de camélidos, que se conoce como La Tropilla, cuyo perfil se dirige hacia el litoral. Tal vez por Ello hay quienes han interpretado estos dibujos como una alusión a las rutas comerciales que, desde los valles, desembocaban en la costa.
Algunas de sus piedras configuraron un posible túmulo funerario, tal y como evidencia el hallazgo –durante unos trabajos de restauración en 1980– de pequeños vestigios óseos, concretamente falanges humanas, junto a restos de collares de concha.
En el extremo norte de Chile se frunce el Valle de Lluta, que encauza una salida al mar a través del río que le da nombre. Estampan sus laderas unas intrigantes figuras conocidas como los Gigantes de Lluta: dos seres esquematizados sin cabeza, de unos 30 metros de largo, que se antojan antropomorfos al reconocérseles sus extremidades inferiores.
Junto a ellos se acurruca una especie de cánido, así como otros animales en menor tamaño. La misma ladera se extiende para dar cobijo a más Siluetas zoomorfas, donde algunos identifican una rana y un águila que desploma sus pedregosas alas sobre el inhóspito manto del desierto.
Un poco más al sur, en la región de Tarapacá, se hallan los Altos de Ariquilda, donde la observación de los geoglifos se convierte en exclusivo privilegio para los dioses, al contemplarse únicamente sobrevolando desde las alturas. Este conjunto de geoglifos, que abarca desde formas de animales hasta figuras geométricas y en espiral, fueron filmados por vez primera en 1989 por el doctor Jiménez del Oso: “Entre los geoglifos abundaban los círculos concéntricos y las cruces, probables representaciones de los cuatro caminos en los cuatro puntos cardinales. A veces, los dibujos eran cualquier cosa, como si el dedo indolente de un gigante se hubiera entretenido en trazar grecas o líneas paralelas distraídamente”. Pero, ¿quiénes, cuándo y por qué fueron trazados en mitad del desierto?
VESTIGIOS DE
“OTRA HUMANIDAD”…
Es en el año 1904 cuando el explorador alemán Albert Plagemann describe y fotografía, por vez primera, los “pintados” del desierto chileno. Aunque habrá que esperar hasta los años cuarenta para que se publiquen sendos trabajos sobre la geografía y arqueología del departamento de Arica –Carlos Keller (1940) y Junius Bird (1943)–, ilustrados con alguna fotografía de los geoglifos. Posteriormente, serán los antropólogos Carlos Munizaga y Richard P. Schaedel quienes en 1957 elaborarán el primer “catastro” de geoglifos de la región.
La plasmación de estos dibujos no entraña ninguna proeza inasequible a cualquier pueblo por primitivo que éste sea, sino que responde a dos sencillas técnicas. Una de ellas, denominada extractiva –o raspaje–, consiste en arañar la tierra hasta que el claro de la capa inferior del suelo termine contrastando con el oscuro pedregoso del desierto –así fueron realizados, por ejemplo, los famosos dibujos de Nazca en Perú–.
La otra, conocida como aditiva sólo exige acumular guijarros que, no sólo silueten, sino que “rellenen” las formas que se quieren representar –técnica empleada en los geoglifos del Valle de Lluta–. En ocasiones, también se emplea una combinación mixta de ambos métodos.
Obviamente, no hay manera de datar con exactitud cuándo fueron estampadas las colinas del desierto, lo que permite a los más fantasiosos atribuir estos dibujos al vestigio de “otra humanidad”… Pero, pese a lo rudimentario de su trazado, los geoglifos del norte de Chile no parecen trasladarnos a un pasado remoto; ni siquiera tan antiguo como el de las más célebres “líneas de Nazca”. Los arqueólogos datan estas representaciones en un período comprendido entre los siglos XI y XVI de nuestra era. Lo que significa que, pocos años antes de que los primeros españoles desembarcaran en Chile, comandados por Fernando de Magallanes en 1520, probablemente se estuviera trazando el último de estos dibujos.
Si la arqueología estima este período cronológico no es por puro capricho que contrarreste la imaginación de quienes interpretan estas señales como huellas de seres venidos de las estrellas. Precisamente en este intervalo de tiempo –siglos XI a XVI– se circunscribe gran parte del arte rupestre que se registra en el norte de Chile. Los motivos de figuras zoomorfas, y de grecas integradas por volutas y espirales, tan característicos de los geoglifos, se encuentran también presentes en el arte cerámico y textil. Esta coincidencia de manifestaciones artísticas con lo que se conoce como iconografía mueble –que sí puede ser datada por métodos directos de calibración–, es lo que ha permitido conjeturar cuándo fueron trazados los geoglifos. No obstante, estas estimaciones deben ser consideradas provisionalmente: recientes hallazgos permiten teorizar que la tradición de los geoglifos en Chile se habría iniciado, nada menos, que hacia el 400 antes de Cristo.
Queda averiguar por qué, hace quinientos, mil –o más de dos mil– años, unos hombres y mujeres decidieron realizar unos dibujos que ni siquiera ellos imaginaban que serían fotografiados por satélite…
Panorámica del geoglifo Gigantes de Lluta, situado en el valle del mismo nombre que se puede apreciar en el resto de fotografías tomadas por el autor del reportaje.
¿UN MENSAJE PARA LOS DIOSES?
Sobre el significado que se ocultatras el tapiz de sugerentes dibujos, que hace menos monótono el paisaje desértico, se han esgrimido todo tipo de especulaciones. Descartando, por tan fantasiosas como desinformadas, aquellas teorías que pretenden conectar estas representaciones con las de Nazca –separadas por una insorteable brecha estilística–, para convertirlas en señales que clamarían el regreso de dioses venidos de las estrellas, sólo la arqueología oficial. Y, por desgracia, sobre los geoglifos de Chile no es mucho lo que se ha escrito, por lo que prácticamente lo poco que se sabe sobre ellas puede resumirse en unas cuantas líneas.
Quien piense que los geoglifos únicamente responden a manifestaciones artísticas, se equivoca. Tal y como argumenta Luis Briones Morales, uno de los arqueólogos de la Universidad de Tarapacá encargados de su estudio y restauración y que más artículos ha publicado sobre el asunto: “Resulta difícil pensar que con ello sólo satisfacían funciones estéticas, ya que, aunque muestran acabada perfección, se comprometen en algo más trascendente como sucede en otras técnicas del arte rupestre”.
Así pues, el espíritu artístico que anida en la realización de los geoglifos perseguía algún tipo de motivación que se nos escapa.
¿Ritos a favor de la fertilidad? ¿Orientaciones para predecir acontecimientos astronómicos? ¿Ceremoniales de intercambio entre distintos pueblos? No será hasta mediados de los años setenta cuando la arqueología empiece a prestar atención al significado que esconden estos dibujos trazados en el desierto. Es el arqueólogo chileno Lautaro Núñez, de la Universidad del Norte de Antofagasta, quien, en un trabajo publicado en 1976, atribuye a los geoglifos una interpretación que todavía se mantiene hoy día: se trataría de expresiones ceremoniales, dejadas en el tránsito de caravaneros, durante el período agro alfarero tardío que se inicia gradualmente entre los años 1000 y 1200 para concluir hacia el 1536 – fecha en la que culmina la dominación inca sobre los territorios del norte de Chile–. Estos geoglifos permitirían servir de señales indicadoras, guiando en las rutas entre
la costa y el altiplano, para alcanzar los oasis que permitirían establecer refugios caravaneros –en quechua, paskanas– durante las ásperas y extenuantes jornadas atravesando el paisaje inhóspito. Esta hipótesis parece confirmarse en 1984, cuando los investigadores Pablo Cerdá, Sixto Fernández y Jaime Estay, con ayuda de la Fuerza Aérea de Chile, realizan la primera prospección aérea sobre la provincia de Iquique, en la región norteña de Tarapacá. El mapa de geoglifos dispersos en esta área parecía coincidir con las rutas de caravanas, tanto prehispánicas como coloniales, que conectaban las distintas poblaciones del norte de Chile.
Queda por descubrir cuál es el verdadero significado de los ideogramas y por qué se utilizaron unos determinados dibujos, y no otros. En cuanto a los geoglifos, que decoran altozanos y laderas, es evidente que sus artífices eligieron estos espacios para hacer más visibles las señales en el horizonte a las caravanas que cruzaban el desierto. Como también es cierto que, en la cultura andina, los cerros se identifican como altares naturales, lugares sagrados que facilitan la comunicación ceremonial con los dioses. Aunque esa misma incógnita no queda del todo resuelta en aquellos geoglifos que se extienden sobre la llanura y sólo pueden ser contemplados desde el aire. Quién sabe; tal vez tenga razón el anónimo letrero que alguien ha escrito en un pequeño cartel clavado en la falda de una duna del desierto: “No estamos solos frente al misterio”.
EL PRIMER DOCUMENTAL
Fue el doctor Fernando Jiménez del Oso el primero en filmar los geoglifos de las regiones de Arica y Tarapacá desde el aire, para un documental de la mítica serie En busca del misterio en 1989. El insólito tapiz de extraños dibujos que cubre el desierto prefirió no desvelar ninguno de sus secretos. Tal y como relataría el propio Jiménez el Oso: “Pese a tener las figuras debajo de mí, como un dios circunstancial, no hallé la respuesta.
Aunque hubiera permanecido horas contemplándolas, creo que tampoco habría obtenido mejores resultados, pero ni siquiera tuve esa opción: la precaria prerrogativa de dios volador me la concedió una máquina, y ésta tenía ya el combustible justo para poder volver a base. De regreso, pensé que aquellos hierofantes que decidieron cómo y dónde trazar las figuras, manejaban otra información más, de la que yo carecía: la que les proporcionaba el diálogo directo con los dioses. Ellos, como todos los sacerdotes americanos de aquel tiempo, abrían su conciencia al mundo de lo visible por medio de los ‘venenos sagrados’ y, ya fuesen alucinatorios o reales, muertos, espíritus custodios y aun los dioses mismos, les daban instrucciones”.
Distintas panorámicas de los impresionantes Gigantes de Lluta. El origen de su trazado y su verdadera finalidad continúan siendo hoy en día un auténtico enigma arqueológico, aunque a juicio del autor no parece que tengan nada que ver con una civilización venida de las estrellas, como apuntan las hipótesis más heterodoxas.
> PARA SABER MÁS
El libro de Fernando Jiménez del Oso Viracocha: crónica de un viaje probable –Luciérnaga, 2016–, un recorrido por las más fascinantes culturas antiguas.
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